Último intento (42 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—Sí, encontramos el pollo golpeado en el tacho de basura. Y una funda de almohada con manchas de salsa para parrillada como si encima hubieras hecho girar el mango del martillo. —A Marino, ese experimento no le resulta raro. Él sabe que yo me embarco en una cantidad de investigaciones nada comunes cuando trato de descubrir qué le pasó a alguien. —Pero ningún martillo cincelador. Eso no lo encontramos. Con o sin salsa para parrillada —Prosigue Marino—. De modo que me pregunto si el tarado de Talley no se lo habrá robado. Quizá deberías hacer que Lucy y Teun le tiraran encima la organización secreta de ambas para ver qué descubren, ¿qué te parece? La primera investigación impórtame de Último Intento. Para empezar, me gustaría investigar los créditos de ese hijo de puta para ver de dónde saca todo su dinero.

Yo miro todo el tiempo el reloj, controlando el tiempo de nuestro viaje. La subdivisión donde vivía Mitch Barbosa queda a diez minutos del Motel Fort James. Las casas de madera color gris oscuro son nuevas y no hay vegetación, sólo tierra mezclada con pasto joven y seco entreverado con nieve. Reconozco autos policiales sin marcas en el terreno cuando entramos, tres Ford Crown Victoria y un Chevrolet Lumina estacionados en fila. Ni a Marino ni a mí se nos pasa por alto el hecho de que dos de esos vehículos tienen chapas de Washington D.C.

—Mierda —dice Marino—. Huelo a federales. Caramba, caramba —me dice cuando estacionamos—, esto no es nada bueno.

Advierto un detalle curioso mientras Marino y yo seguimos el sendero de ladrillos hacia la casa donde vivía Barbosa con su supuesta novia. A través de una ventana del piso superior veo una caña de pescar recostada contra el vidrio y no sé por qué me resulta fuera de lugar, salvo que ésta no es época de pesca, tal como tampoco lo es para acampar. Una vez más pienso en las personas misteriosas —Si no míticas— que huyeron del camping dejando atrás muchas de sus posesiones. Recuerdo la mentira de Bev Kiffin y tengo la sensación de que me estoy internando más en un espacio aéreo peligroso, en el que hay fuerzas que no puedo ver ni entender moviéndose a una velocidad increíble. Marino y yo esperamos en la puerta del frente de la casa D, y él vuelve a tocar el timbre.

El detective Stanfield abre la puerta y nos saluda distraídamente mientras mira en todas direcciones. La tensión que existe entre él y Marino es como un muro entre ellos.

—Lamento no haber podido llegar al motel —Anuncia fríamente y se hace a un lado para permitirnos entrar—. Algo sucedió. Ya lo verán en un minuto —Promete. Lleva puestos pantalones de corderoy gris y un suéter grueso de lana, y tampoco a mí me mira a los ojos. No estoy segura de si es porque sabe qué opino yo con respecto a haberle filtrado información a su cuñado, el diputado Dinwiddie, o si se debe a alguna otra razón. De pronto se me ocurre que es posible que él sepa que estoy siendo investigada por homicidio. Trato de no pensar en esa realidad. No sirve de nada preocuparse ahora. —Todos están arriba —dice, y nosotros lo seguimos al piso superior. —¿Quiénes son todos? —Pregunta Marino.

Nuestros pies golpean suavemente sobre el camino de la escalera. Stanfield sigue subiendo. No gira la cabeza ni se detiene cuando contesta:—El ATF y el FBI.

Advierto que en la pared de la izquierda de la escalera hay una serie de fotografías enmarcadas y me tomo un momento para observarlas con atención. Reconozco a Mitch Barbosa sonriendo con personas de aspecto achispado en un bar y con la cabeza afuera de la cabina de un camión. En una fotografía, está tomando sol en una playa tropical, tal vez Hawai. Levanta una copa y brinda con la persona que está detrás de la cámara. Varias otras tomas son con una mujer bonita, y me pregunto si será la novia con la que vive. A mitad de camino hay un descanso y la ventana contra la que está apoyada la caña de pescar.

Me detengo y una sensación extraña me recorre la piel cuando examino, pero sin tocarla, una caña de fibra de vidrio marca Shakespeare y un reel marca Shimano. Un anzuelo y varias plomadas están sujetos a la línea de pescar y, sobre la alfombra, junto al mango de la caña, hay una pequeña caja plástica azul con anzuelos. Cerca, como apoyadas allí por alguien que entró en la casa, hay dos botellas vacías de cerveza Rolling Rock, un paquete nuevo de cigarros Tiparillo y algo de cambio. Marino gira la cabeza para ver qué estoy haciendo. Me reúno con él en el tope de la escalera y emergemos en un living profusamente iluminado que está atractivamente decorado con muebles modernos sueltos y alfombras indias.

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste de pesca? —Le pregunto a Marino. —No en agua dulce —contesta—. No por aquí cerca últimamente.

—Exactamente. —Me freno en seco al caer en la cuenta de que conozco a una de las tres personas que se encuentran de pie cerca del ventanal panorámico del living. El corazón me pega un brinco cuando esa conocida cabeza de pelo oscuro gira hacia mí y de pronto me encuentro frente a Jay Talley. Él no sonríe, y su mirada es tan filosa como si sus ojos fueran puntas de flechas. Marino hace un ruido apenas audible que es como el gruñido de un animal pequeño y primitivo. Es su manera de hacerme saber que Jay es la última persona que él desea ver. Otro hombre de traje y corbata es joven y parece hispano, y cuando apoya su taza de café en una mesa, su saco se abre y revela una pistolera de sobaco con un arma de calibre largo.

La tercera persona es una mujer. No tiene el aspecto destruido ni confundido de alguien cuyo amante acaba de ser asesinado. Está alterada, sí, pero sus emociones están bien contenidas debajo de la superficie y reconozco el brillo de sus ojos y la furia con que aprieta la mandíbula. He visto esa expresión en Lucy, en Marino y en otras personas que se sienten más que desconsoladas cuando algo malo le sucede a una persona que aman. Policías. Los policías se sienten ofendidos y adoptan una actitud de «ojo por ojo» cuando algo le sucede a uno de los suyos. Enseguida sospecho que la novia de Mitch Barbosa pertenece a las fuerzas del orden, probablemente de manera encubierta. En cuestión de minutos, la escena ha cambiado de manera radical.

—Éste es Bunk Pruett, del FBI. —Stanfield se encarga de las presentaciones. —Jay Talley, del ATF —Jay me estrecha la mano como si no nos conociéramos. —Y Jilison Mclntyre.—El apretón de manos de la mujer es frío pero firme. —La señora Mclntyre es del ATF.

Encontramos sillas y las disponemos para que todos podamos mirarnos y hablar. La atmósfera es tensa y llena de furia. Reconozco ese estado de ánimo; lo he visto tantas veces cuando matan a un policía. Ahora que Stanfield ha preparado el escenario, se oculta tras una cortina de silencio hosco. Bunk Pruett toma el mando de la situación; típico del FBI.

—Doctora Scarpetta, capitán Marino —Comienza a decir Pruett—. En primer lugar, quiero dejar algo bien en claro. Ésta es una situación muy, muy delicada. Para ser sincero, detesto tener que decir algo acerca de lo que está sucediendo, pero ustedes deben saber a qué se enfrentan. —Aprieta la mandíbula. —Mitch Barbosa es —era— un agente encubierto del FBI, que participaba de una importante investigación aquí, en esta zona, que ahora, desde luego, tendremos que desmantelar, al menos en cierta medida.

—Drogas y armas de fuego —dice Jay, y nos mira a Marino y a mí.

Capítulo 24

—¿Interpol está involucrada? —No entiendo por qué Jay Talley se encuentra aquí. Hace menos de dos semanas él estaba trabajando en Francia.

—Bueno, tú deberías saberlo —dice Jay con un dejo de sarcasmo, o quizá yo me lo imagino—. El caso no identificado acerca del cual te pusiste en contacto con Interpol, el del ese individuo que murió en el motel… Bueno, tenemos una idea de quién podría ser. De modo que, sí, Interpol está involucrada. Y, ahora, nosotros. Ya lo creo que sí.

—Yo no estaba enterado de que habíamos recibido una respuesta de Interpol. —Marino es apenas cortés con Jay. —¿De modo que dices que el tipo del motel es, quizás, una especie de fugitivo internacional?

—Sí —responde Jay—. Rosso Matos, de veintiocho años, nativo de Colombia, América del Sur. Fue visto por última vez en Los Ángeles. También conocido como el Gato por ser tan sigiloso cuando entra y sale de lugares, asesinando. Ésa es su especialidad: matar. Es un asesino a sueldo. Matos tiene fama de tener una debilidad especial por la ropa cara, los automóviles… y los muchachitos. Supongo que debería hablar de él en pasado. —Jay calla un momento. Nadie responde, fuera de mirarlo. —Lo que ninguno de nosotros entiende es qué hacía aquí, en Virginia —Agrega Jay.

—¿Cómo es exactamente la operación aquí —Le pregunta Marino a Jilison Mclntyre.

—Empezó hace cuatro meses con un individuo que avanzaba a toda velocidad por la ruta 5, a pocos kilómetros de aquí. Un policía de James City. —Mira a Stanfield. —Después ingresa el número de la chapa en la computadora y averigua que es un criminal convicto. Además, el policía ve el mango de un arma larga que se asoma por debajo de una manta en el asiento de atrás, y que resulta ser una MAK-90 con el número de serie limado. Nuestros laboratorios de Rockville lograron recuperar el número de serie y rastrear el arma a un cargamento procedente de la China con destino al puerto de Richmond. Como saben, la MAK-90 es una copia barata del rifle de asalto AK-47, que en las calles cuesta entre mil y dos mil dólares. A los pandilleros les encanta la MAK de fabricación china, que por lo general viene en embarques con destino a los puertos locales de Richmond, Norfolk, en cajones marcados con precisión. Otras MAK son contrabandeadas del Asia junto con la heroína, en toda clase de cajas marcadas con cualquier cosa, desde artículos electrónicos a alfombras orientales.

Con un tono de voz formal que sólo cada tanto revela la tensión a que está sometida, Mclntyre describe una red de contrabando que, además de los sectores portuarios, involucra la compañía de camiones del condado de James City donde Barbosa actuaba de manera encubierta como chofer y ella lo hacía, también de manera encubierta, como su novia. Él le consiguió empleo en las oficinas de la compañía, donde los conocimientos de embarque y las facturas eran falsificadas para ocultar una operación muy lucrativa que también incluye cigarrillos en ruta de Virginia a Nueva York y otros destinos del nordeste. Algunas armas son vendidas por intermedio de un traficante de armas de este sector, pero muchas de ellas terminan siendo ventas anónimas en ferias de armas, y todos sabemos cuántas de esas ferias se realizan en Virginia —dice Mclntyre.

—¿Cómo se llama la compañía de transportes de carga? —Pregunta Marino. —Overland.

Marino me mira enseguida y se pasa los dedos por su cabellera rala. —Dios —Les dice a todos—. Es la compañía en la que trabaja el marido de Bev Kiffin. Dios Santo.

—La dueña y administradora del Motel Fort James —Les explica Stanfield a los otros.

—Overland es una compañía grande y no todos están involucrados en actividades ilegales. —Pruett se apresura a mostrarse objetivo.—Eso es lo que hace que esto sea tan difícil. La compañía y la mayor parte de las personas que trabajan en ella tienen actividades legítimas, de modo que se podría detener sus camiones durante todo el día y no encontrar nunca nada comprometedor en ninguno de ellos. Y luego, otro día, un cargamento de productos de papel, televisores, lo que sea, sale y dentro de los cajones hay rifles de asalto y drogas.

—¿Cree que alguien levantó la perdiz con respecto a Mitch —Le pregunta Marino a Pruett— y los tipos malos decidieron liquidarlo?

—Si fuera así, ¿por qué también Matos está muerto? —Es Jay el que lo dice—. Y parece que Matos murió primero, ¿no? —Me mira.

—Lo encontraron muerto en circunstancias bien extrañas, en un motel a la vera del camino. Entonces, al día siguiente, arrojan el cuerpo de Mitch en Richmond. Además, Matos tiene el tamaño de un gorila. No veo qué interés podría tener aquí. Y, aunque alguien hubiera denunciado a Mitch, no se manda a liquidarlo a un hombre como Matos. En general se lo reserva para las presas grandes en las organizaciones criminales poderosas, tipos difíciles de conseguir porque están rodeados de sus propios guardaespaldas armados.

—¿Para quién trabaja Matos? —Pregunta Marino—. ¿Sabemos eso?

—Para el que le pague —replica Pruett.

—Está por todas partes —Agrega Jay—: América del Sur, Europa, este país.

No está asociado con ninguna red ni cartel sino que trabaja por su cuenta. Si uno quiere liquidar a alguien, contrata a Matos.

—Entonces alguien lo contrató para que viniera aquí —digo.

—Tenemos que dar eso por sentado —dice Jay—. No creo que él estuviera en la zona para verificar Jamestown o las decoraciones navideñas de Williamsburg.

—También sabemos que no mató a Mitch Barbosa —Añade Marino—. Matos ya estaba muerto y en la mesa de autopsias de la Doc antes de que Mitch saliera a correr.

Hay cabezas que asienten en la habitación. Stanfield se está arrancando un padrastro. Parece perdido en el espacio, sumamente incómodo. Todo el tiempo se seca el sudor de la frente y después se seca los dedos en el pantalón. Marino le pide a Jilison Mclntyre que nos diga exactamente qué pasó.

—A Mitch le gusta salir a correr al mediodía, antes del almuerzo —Comienza—. Ese día salía cerca del mediodía y no regresó. Esto pasó ayer. Yo salí en el auto a buscarlo a eso de las dos de la tarde y como todavía no tenía noticias, llamé a la policía y, desde luego, a nuestra gente, el ATF y el FBI. Una serie de agentes vinieron y comenzaron también a buscarlo. Nada. Sabemos que fue visto cerca de la Facultad de Derecho.

—¿Marshall-Wythe? —Pregunto y tomo notas.

—Sí, correcto, en William and Mary. Por lo general, Mitch tomaba la misma ruta, desde aquí a lo largo de la ruta 5, después por la calle Francis hasta South Henry, y después de vuelta. Ese trayecto solía llevarle alrededor de una hora.

—¿Recuerda qué usaba y qué podía llevar consigo? —Le pregunto.

—Conjunto deportivo rojo y chaleco. Usaba un chaleco sobre su conjunto deportivo. Un chaleco gris marca North Face. Y su riñonera. No iba nunca a ninguna parte sin su riñonera.

—¿Llevaba una pistola adentro? —Pregunta Marino.

Ella asiente y traga fuerte con expresión estoica.

—Pistola, dinero, teléfono celular, llaves de casa.

—No tenía puesta la chaqueta cuando encontraron su cuerpo —Le informa Marino—. Ni la riñonera. Descríbame la llave.

—Llaves —Lo corrige ella—. Tiene la llave de aquí, de la casa, y la llave del auto en un aro de acero.

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