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Authors: Clifford D. Simak

Un anillo alrededor del Sol (16 page)

BOOK: Un anillo alrededor del Sol
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"Son como seres inteligentes", se dijo Vickers. Y comprendió enseguida que eso eran, sin lugar a dudas. Eran robots, cada uno diseñado para ocuparse de una tarea determinada. No se trataba de los robots humanoides creados por la imaginación, sino de máquinas prácticas dotadas de inteligencia y de finalidad.

El sol ya se había puesto. Al levantar la vista hacia las torres, el escritor notó que los discos giraban lentamente hacia el este, de modo tal que cuando el sol volviera a salir, a la mañana siguiente, estarían ya enfrentándolo.

"Energía solar", se dijo Vickers. ¿Dónde había oído hablar de energía solar? ¡Claro, en las casas fabricadas por los mutantes! Aquel pequeño vendedor les había explicado, a él y a Ann, que cuando se dispone de tal energía uno puede prescindir de los servicios públicos. Y allí estaba la energía solar. También allí había máquinas exentas de fricción que funcionaban sin hacer ruido. Al igual que los coches Eterno, no se desgastarían jamás y durarían por muchas generaciones.

Las máquinas no le prestaron la menor atención. Era como si no lo vieran ni sospecharan su presencia allí. Ninguna vaciló al pasar junto a él, ninguna se apartó de su camino para abrirle paso. Tampoco hubo movimientos amenazadores en su dirección.

Al morir el día la zona quedó iluminada, aunque una vez más Vickers no pudo hallar la fuente de esa iluminación. El trabajo no se interrumpió. Las vagonetas voladoras (grandes artefactos angulosos, similares a cajas) seguían aterrizando para volver a partir tras haber descargado sus materiales. Las transportadoras no dejaban de pasar a toda carrera. Las interminables filas de máquinas, en el interior de los edificios, proseguían con su silenciosa labor.

¿Acaso las vagonetas eran también robóticas? Probablemente lo eran.

Vickers siguió recorriendo la fábrica, siempre ceñido al edificio para no estorbar el paso. Encontró una gran plataforma de carga, llena de cajones apilados que las máquinas llevaban hasta allí para cargarlas en las vagonetas voladoras; y éstas marchaban incesantemente hacia su destino, cualquiera que fuese. Desvió su rumbo para salir a la plataforma, a fin de examinar con más detenimiento algunos de los cajones; sólo vio en ellos unos letreros escritos en código. Se le ocurrió abrir alguno de ellos, pero no tenía herramientas y le asustaba un poco la posible reacción de las máquinas si él interfería en su trabajo.

Horas después llegó al otro extremo de la extensa fábrica y se alejó de ella. Al cabo se volvió para observarla la vio brillar con su luz extraña, percibió el ajetreo que cobijaba, y se preguntó qué productos se elaboraban en ella. Hojas de afeitar, quizás, o encendedores, bombillas eléctricas, casas prefabricadas o automóviles. Tal vez todo eso al mismo tiempo.

Pues ésa, sin duda alguna, era al menos una de las fábricas que Crawford y los de Investigación Norteamericana buscaban sin éxito. No era de extrañar que no la hubiesen encontrado.

Capítulo 32

Llegó al río con el caer de la tarde. Era un río lleno de islas arboladas y cubiertas de viñas, cerrado por bancos de arena y poblado de borboteos y susurros de pedregullo en movimiento. No podía ser otro que el río Wisconsin en sus tramos inferiores, antes de unirse al Mississippi. Y si estaba en lo cierto no había perdido el rumbo. Desde allí podía llegar al lugar que buscaba.

Empezó entonces el temor de no hallar ese lugar; tal vez en esa tierra no existía la casa de los Preston. Quizá había caído en un mundo extraño donde no había hombres sino robots, donde sólo existía una compleja civilización robótica sin lugar para el hombre. Era evidente que la fábrica funcionaba sin la intervención del ser humano, pues todo allí revelaba demasiada seguridad e independencia como para necesitar el brazo o el cerebro de los hombres.

Con la última luz del sol acampó sobre la costa del río. Antes de conciliar el sueño permaneció largo rato contemplando el espejo plateado de las aguas iluminadas por la luna, mientras la soledad hacia presa en él, más profunda y amarga que nunca.

Cuando llegara la mañana proseguiría la marcha; recorrería el sendero hasta su polvoriento final. Hallaría el sitio que correspondía a la casa de los Preston. Y si no había tal casa, ¿qué?

No lo pensó. No quería pensarlo. Y al cabo se quedó dormido.

Por la mañana bajó por la costa y observó la escarpada ribera meridional. Tuvo entonces la certeza, por las características de los peñascos, de conocer aquella zona. Caminó río abajo hasta divisar el neblinoso azul del enorme peñasco que se erguía en la confluencia de los ríos. Entonces trepó a la roca más cercana y contempló desde allí el valle que tanto había buscado.

Esa noche acampó en el valle. A la mañana siguiente prosiguió la marcha a través de él hasta encontrar el otro valle, el que le llevaría hasta la casa de los Preston. Hubo de recorrerlo hasta la mitad antes de llegar a la zona que le era familiar; sin embargo ya había visto, aquí y allá, algunas formaciones rocosas y ciertos grupos de árboles similares a los que conocía bien. En él fueron creciendo la impresión y la esperanza de hollar tierras familiares, hasta que el fin llegó a la certeza.

¡Allí estaba, una vez más, el valle encantado que había recorrido veinte años atrás!

"Y ahora", pensó, "ahora, si la casa está allí..."

De pronto sintió la horrible certeza de que no estaría allí, de que al llegar al fin del valle no habría nada en el sitio que debía ocupar la casa. Y se sintió mal. Porque entonces perdería la última esperanza, para convertirse en un exiliado de la Tierra familiar.

Buscó el sendero y prosiguió por él su marcha. El viento soplaba sobre las hierbas de la pradera, convirtiendo el pasto en agua y en espuma la blancura de los tallos agitados. Allí estaban los manzanos silvestres; a esa altura de la estación ya habían perdido las flores, pero eran los mismos.

El sendero tomó la curva de una colina. Vickers se detuvo.

La casa estaba en la cima.

Sintió que las rodillas le vacilaban. Apartó la vista hacia un lado y volvió a centrarla lentamente, para asegurarse de que no era un truco de su imaginación.

La casa estaba allí, sin lugar a dudas.

Retomó entonces el sendero. Descubrió que iba corriendo y se obligó a aminorar la marcha hasta reducirla a un paso rápido. Pero un momento después corría nuevamente. Esa vez no trató de dominarse.

Al llegar a la cuesta que conducía a la casa empezó a caminar con mayor lentitud, tratando de recobrar el aliento. Recién entonces pensó en su lamentable aspecto: una barba de varías semanas, las ropas reducidas a harapos y endurecidas por la suciedad y el polvo, los zapatos hechos pedazos y atados a los pies con tiras de género arrancadas a las perneras de los pantalones, y los pantalones deshilachados flameando al viento, y las rodillas huesudas y sucias de polvo.

Se detuvo junto al portón del cerco blanco que rodeaba la casa. Allí se apoyó, contemplando el edificio. Era exactamente como lo recordaba: limpio, bien conservado, con el césped recortado y los canteros llenos de flores coloridas, la madera siempre recién pintada y la granza añejada por los años de exposición al sol, al viento y a la lluvia.

—Kathleen —murmuró.

No pudo pronunciar bien el nombre: sus labios estaban curtidos y agrietados.

—Kathleen, he regresado.

Se preguntó cómo sería ella después de tantos años. Era imposible que siguiera siendo aquella muchacha de diecisiete o dieciocho años. Tendría ya aproximadamente la misma edad que él. Lo vería allí, de pie ante el portón, y sabría reconocerlo a pesar de la barba, de los harapos y la suciedad. Abriría la puerta para bajar a saludarlo.

La puerta se abrió. Como el sol le daba en los ojos no pudo verla hasta que salió al porche.

—Kathleen —repitió.

Pero no era ella, sino alguien a quien nunca había visto, un hombre casi desnudo que brillaba a la luz del sol. Ese hombre bajó por el sendero y dijo a Vickers:

—¿En qué puedo servirle, señor?

Capítulo 33

Había algo en ese hombre que no concordaba bien: el brillo de su piel bajo el sol matinal, su forma de hablar y de moverse. Para empezar no tenía pelos, ni en la cabeza ni en el pecho. También los ojos eran extraños: brillaban como el resto del cuerpo. Además parecía carecer de labios.

—Soy robot, señor —dijo el hombre brillante, al ver su confusión.

—¡Oh!

—Me llamo Ezequiel.

—¿Cómo estás, Ezequiel? —preguntó estúpidamente Vickers, sin saber qué decir.

—Muy bien. Siempre estoy bien. Nunca me ocurre nada. Gracias por su interés, señor.

—Esperaba encontrar a alguien en la casa —dijo Vickers—. Una señorita llamada Kathleen Preston. ¿Está aquí por casualidad?

Los ojos del robot permanecieron inexpresivos.

—¿Quiere pasar, señor? —invitó—. Puede aguardar dentro.

Abrió el portón para que entrara. Vickers avanzó por la granza desteñida, notando que también los ladrillos de la casa revelaban el tono añejo dado por el sol, el viento y la lluvia. La vivienda estaba bien conservada. Los vidrios chispeaban como recién lavados, las persianas abiertas no mostraban señales de debilidad, los marcos estaban pintados y el césped, más que cortado, parecía haber recibido una rasurada. En los canteros no se veía una sola hierba entre las flores; los postes de la cerca montaban su eterna guardia en torno a la casa como erguidos soldados de blanco.

Tomaron por el costado de la casa. El robot subió los peldaños que conducían al pequeño porche lateral y abrió la puerta para dar paso a Vickers.

—A su derecha, señor —dijo—. Tome asiento y aguarde, por favor. Si necesita algo encontrará una campanilla sobre la mesa.

—Gracias, Ezequiel —dijo Vickers.

El cuarto era muy amplio para ser antesala. Sus paredes estaban cubiertas con un papel muy alegre; tenía un pequeño hogar de mármol con espejo sobre la repisa. En la habitación reinaba el silencio, cierto silencio oficial, como si fuera la antecámara de algún suceso importante.

Vickers ocupó una silla y aguardó.

¿Qué pretendía? Que Kathleen saliera de la casa corriendo para ir a su encuentro, después de veinte años sin saber de él. Meneó la cabeza: se había permitido pensamientos viciados por los deseos. Eso no resultaba. No era lógico.

Pero muchas otras cosas carecían igualmente de lógica y resultaban bien, de todos modos. No era lógico hallar la casa en otro mundo, pero la había hallado y allí estaba, bajo su techo, aguardando. No era lógico haber encontrado el trompo olvidado ni saber para qué emplearlo. Pero lo había encontrado y lo empleó en la forma debida.

Permaneció inmóvil, atento a los ruidos de la casa.

En el cuarto contiguo hubo un murmullo de voces. La puerta que comunicaba ambas habitaciones no estaba cerrada del todo. Las voces se acallaron y la casa volvió a sumirse en el silencio matinal.

Vickers se levantó de la silla y dio en pasearse entre la ventana y el hogar. ¿Quién estaría en el cuarto contiguo? ¿Por qué seguía esperando? ¿A quien vería si franqueaba esa puerta, y qué podría decirle?

Dio una vuelta por la habitación, caminando con mucha suavidad, y se detuvo junto a la puerta, de espaldas a la pared, conteniendo el aliento para escuchar.

Allí estaba el murmullo de voces, pero pudo distinguir las palabras.

—...será una verdadera conmoción.

Una voz profunda y gruñona dijo:

—Siempre causa conmoción. No se puede hacer nada por remediarlo. De cualquier modo que se lo mire es siempre degradante.

Otra voz, lenta y pesada, agregó:

—Es una lástima que nos veamos obligados a actuar así. ¡Cuánto mejor sería dejarlos ocupar sus propios cuerpos!

El primero que había hablado indicó en tono preciso, medido y comercial:

—Casi todos los androides lo aceptan bastante bien, aún sabiendo lo que significa. Logramos que comprendan. Además, por supuesto, de cada tres hay siempre un afortunado que puede volver al cuerpo real.

—Tengo el presentimiento de que con Vickers nos hemos apresurado —dijo la voz áspera.

—Flanders dijo que era necesario. Piensa que Vickers es el único que puede manejar a Crawford.

Fue la voz de Flanders la que respondió:

—Estoy seguro de que así es. Comenzó tarde, pero estaba avanzando con celeridad. Le dimos una verdadera paliza. En primer lugar, el ojoespía se descuidó y se dejó atrapar; eso le dio en qué pensar. Después combinamos lo del linchamiento. Más tarde encontró el trompo que dejamos y asoció las ideas. Con uno o dos impulsos más...

—¿Y la chica, Flanders? ¿Esa tal... cómo se llama?

—Ann Carter —respondió Flanders—. Hemos estado impulsándola un poco, pero no tanto como a Vickers.

—¿Cómo reaccionarán cuando descubran que son humanoides? —preguntó la voz lenta.

Vickers se apartó de la puerta moviéndose con mucha cautela, con las manos extendidas hacia adelante, como si avanzara en la oscuridad por un cuarto lleno de obstáculos. Alcanzó la puerta que conducía al vestíbulo y se aferró a ella.

"Usado", pensó. "Ni siquiera humano". Y agregó a medía voz:

—Maldito sea, Flanders.

No sólo él, sino también Ann. No eran mutantes, seres superiores, ni siquiera humanos. ¡Androides, humanoides!

Tenía que escapar. Tenía que ocultarse, buscar un refugio donde echarse a lamer sus heridas mientras se calmaba y elaboraba sus planes.

Porque debía hacer algo. Las cosas no podían quedar así. Tomaría cartas en el asunto e intervendría en el juego.

Cruzó el vestíbulo, llegó hasta la puerta y la abrió apenas para ver si había alguien a la vista. El prado estaba desierto.

Cerró suavemente la puerta tras de sí. Bajó al prado de un salto y echó a correr. Saltó el cerco y siguió corriendo del otro lado, sin detenerse.

Sólo al verse entre los árboles se atrevió a mirar hacia atrás. Allí estaba la casa, majestuosa y serena, sobre la cumbre de la colina que cerraba el valle.

Capítulo 34

Conque era un androide, un hombre artificial, un cuerpo fabricado con unos cuantos productos químicos, moldeado por la astucia de la mente humana y la brujería tecnológica..., pero esa astucia y esa hechicería correspondían al cerebro mutante, pues los hombres normales que habitaban la madre Tierra, la Tierra original, no disponían de ellas. Eran los mutantes, sólo ellos, quienes podían crear un hombre artificial con tanta destreza que ni él mismo lo sabría de seguro. Y también mujeres artificiales, como Ann Carter.

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