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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (42 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Más tarde, Temple me contó que ella creía en una especie de existencia después de la muerte (aun cuando sólo fuera «una huella de energía» en el universo). Intensamente consciente de las emociones de los animales, de su «humanidad», tenía que concederles también a ellos una especie de inmortalidad.

Subimos lentamente por un lado de aquella suave curva, una rampa de altos muros donde el ganado caminaba en fila india, felizmente ignorante de lo que le esperaba, hasta el aparato que les disparaba la saeta letal. Temple había sido pionera en la proyección de tales rampas, y en el ramo su nombre iba asociado a la introducción de rampas curvas. Mientras subíamos la pasarela, mirando por encima de las paredes de la rampa, Temple me habló de sus virtudes especiales, de cómo las rampas curvas impedían que los animales vieran lo que había al otro extremo de la rampa hasta que ya casi habían llegado (evitando así cualquier aprensión), y, al mismo tiempo, aprovechaba la tendencia natural de la vaca a andar en círculo. Los altos muros impedían que ninguna distracción le alterara y servían para concentrar al animal en el recorrido.

En lo alto de la rampa, dentro del edificio, los animales se veían desplazados, casi sin darse cuenta, a una cinta transportadora que discurría debajo de su panza. (Esta «sujeción de doble-raíl» era otra innovación de Temple.) Un segundo después, el animal muere instantáneamente por medio de una saeta disparada con aire comprimido directamente al cerebro. Temple me dijo que para los cerdos podría utilizarse un sistema muy similar, aunque actualmente es costumbre que mueran de una descarga eléctrica, no con una saeta. Añadió un comentario interesante: «Una máquina de electroshock» —como las que se utilizan en algunos centros psiquiátricos— «y una máquina para matar cerdos funcionan casi exactamente con los mismos parámetros: más o menos un amperio, y trescientos voltios». Sólo con que los electrodos estén un poco mal colocados, añadió, el paciente muere, como un cerdo. Admitió que cuando se dio cuenta de ello se quedó un tanto escandalizada.

Me hice una idea del horror cuando Temple me enseñó el aparato que disparaba la saeta, pero el ganado, me aseguró, no sospechaba nada, no sentía ninguna aprensión de lo que iba a sucederle; todo el esfuerzo de Temple, de hecho, consistía en eliminar todo aquello que pudiese asustar o poner en tensión a los animales, a fin de que pudieran ir en paz, tranquilos e ignorantes a su muerte. Pero todo ese asunto a mí aún me repugnaba un poco. ¿Cómo se sentía Temple, cómo se sentían los demás, trabajando en lugares como aquél?

Temple ha investigado todo esto y ha escrito un ensayo ya clásico sobre el tema.
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Algunos empleados del matadero, observa, desarrollan rápidamente una coraza defensiva y comienzan a matar animales de una manera puramente mecánica: «La persona que mata enfoca su trabajo como si estuviera etiquetando cajas en una cinta transportadora. Su acto no le causa ninguna emoción.» Otros, revela Temple, «comienzan a disfrutar matando y … torturan a los animales a propósito». Al hablar de estas actitudes, la mente de Temple encontró una analogía: «Veo una gran relación», dijo, «entre la manera en que son tratados los animales y las personas discapacitadas … Georgia es una pocilga: los tratan [a los discapacitados] peor que a animales … Los estados donde existe la pena de muerte son los estados que dispensan el peor tratamiento tanto a los animales como a los discapacitados».

Todo esto provoca una furia apasionada en Temple, que siente un apasionado interés por la introducción de reformas más humanas: quiere reformar la manera de tratar a los discapacitados, especialmente los autistas, al igual que quiere reformar la manera en que se trata al ganado en la industria cárnica. (El único planteamiento adecuado a la hora de matar animales, el único que muestra respeto por el animal, es el ritual o «sagrado».)

Fue un enorme alivio salir del matadero, lejos del horrible olor que parecía impregnar cada centímetro de él, y que me hacía sujetarme el estómago y contener la respiración en un esfuerzo por no vomitar; fue un enorme alivio, una vez estuvimos fuera, respirar el aire fresco y limpio, no contaminado por el olor de la sangre y los despojos; fue un enorme alivio, desde un punto de vista moral, alejarse de la idea de matar. Le pregunté a Temple por ello mientras nos alejábamos, ya en el coche. «Nadie debería matar animales nunca», dijo, y me contó que había escrito mucho sobre la importancia de que el personal fuera rotatorio, a fin de que no estuviera constantemente dedicado a matar, desangrar o guiar a los animales. Ella también tiene necesidad de cambiar de ambiente y de ocupaciones, y éstos forman una parte más vital y agradable de su vida. En este sentido, aprovecha su renombre internacional en el campo de la psicología y el comportamiento de los animales de rebaño, que no sólo es utilizado por los mataderos americanos, sino también por los esquiladores de ovejas de Nueva Zelanda, así como por los zoos y propietarios de parques de atracciones de todo el mundo. Tuve la sensación de que quizá le gustara pasar una temporada en la sabana africana, como especialista en rebaños de elefantes y animales de presa, como los antílopes y los ñúes. Pero me pregunté si sería capaz de comprender a los monos (que poseen cierta «teoría de la mente»), tan bien como comprendía al ganado. ¿O quizá los encontraría desconcertantes, impenetrables, al igual que a los niños y a otros seres humanos? («En el caso de los animales de granja, llego a sentir su comportamiento», dijo más tarde. «En el caso de los primates, comprendo a nivel intelectual sus interacciones.»)

Los sentimientos más profundos de Temple son para el ganado; siente una ternura, una compasión por ellos, parecida al amor. Habló de ello extensamente mientras nos dirigíamos a nuestro siguiente destino, un comedero: me contó cómo intentaba mantener confiados a los animales con amabilidad, transmitirles su calma, llevarles paz en los últimos momentos de sus vidas. Este cuidar al animal en los últimos momentos de su vida es para ella algo a medio camino entre lo natural y lo sagrado, e intenta enseñarlo continuamente a la gente que trabaja en las rampas de los mataderos. Me habló de un jefe de planta que, a pesar ponerse muy a la defensiva cuando ella le asesoraba, se quedó fascinado por su poder de serenar a los animales excitados, y cómo, sin que ella lo supiera, la espiaba por un agujero del techo mientras ella trabajaba. Esto había ocurrido cuando ella era asesora en un matadero del Sur, y toda la escena, en su contexto, se revivía una y otra vez en su mente: aquella tarde me contó la historia media docena de veces, cada vez extensamente, y prácticamente con las mismas palabras.

Me sorprendió la precisión con que lo evocaba, el recuerdo que tenía de ello —parecía repetirse en su mente con extraordinario detalle—, y lo inmutable de la evocación.
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Era como si la escena original, su percepción (con todos los sentimientos que la acompañaban), se reprodujera prácticamente sin modificación. Este aspecto de la memoria de Temple (tan parecida a la de Stephen Wiltshire en cierto sentido) me parecía tan prodigioso como patológico: prodigioso en su detalle y patológico en su fijación, más parecida a un archivo de ordenador que a otra cosa. Tales analogías informáticas, de hecho, son expresadas por la propia Temple: «Mi mente es como un CD-ROM en un ordenador, como una cinta de vídeo rebobinándose. Pero una vez llego a la parte que me interesa, tengo que reproducirla toda.» No puede concentrarse, por ejemplo, en los cuidados del animal en sus últimos momentos; tiene que repetir toda la escena de memoria, desde que el animal entra en la rampa, y avanzar a velocidad constante («no es posible hacerla avanzar a velocidad rápida, por lo que tarda unos dos minutos») hasta la muerte del animal y su caída, después de que le han cortado la garganta. «Puedo hacer todo lo que hace el ordenador de
Parque Jurásico
»
,
prosiguió. «Puedo hacer todo eso en mi cabeza… De hecho tengo esa máquina en mi cabeza. La acciono en mi mente. Hago pasar la cinta… es un método de pensar lento.» Pero una manera de pensar ideal para gran parte de su trabajo. Proyecta en su mente las instalaciones más complicadas visualizando cada componente del sistema, yuxtaponiéndolos de distintas maneras, observándolos desde distintos ángulos, de cerca y de lejos. Una vez completado el proyecto, ella «hace una simulación» en su mente: es decir, imagina toda la planta en funcionamiento. Esta simulación puede mostrarle algún problema inesperado, y cuando esto sucede localiza el problema, modifica el proyecto, hace otra simulación —varias simulaciones, si hace falta— hasta que el proyecto está perfecto. Sólo entonces, cuando todo está claro en su mente, lo pasa al papel. En este punto ya no se necesita prestar atención; el resto es mecánico. «Una vez lo básico está trazado, sólo tengo que ponerlo en papel. Puedo hacerlo escuchando la televisión. No hay emoción en ello. Simplemente pongo en marcha el ordenador de mi cabeza y lo hago.»

Pero este tipo de simulación de imágenes concretas no resulta tan ventajoso cuando tiene que poner en práctica otros tipos de pensamiento: simbólico, conceptual o abstracto. Para comprender el refrán «Piedra que rueda no cría moho», dijo, «tengo que pasar el vídeo de una piedra rodando y sacudiéndose el moho antes de pensar en lo que "significa”.» Tiene que concretar antes de generalizar. En la escuela no comprendió el padrenuestro hasta que lo «vio» en imágenes concretas: «‘‘tu reino" y “tu voluntad" eran cables eléctricos de alta tensión y un sol abrasador; y la expresión “no nos dejes caer en la tentación"… se convertía en un cartel publicitario de la época que rezaba “No caiga en la tentación".»
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En su autobiografía, y más concisamente en un artículo publicado un poco antes del libro —«Mis experiencias como niña autista», que apareció en el
Journal of Orthomolecular Psychiatry
en 1984—, Temple señala cómo, incluso de niña, sacaba la máxima puntuación en los tests visuales y espaciales, pero lo hacía bastante mal en las partes abstractas y secuenciales. (Este tipo de «perfil» es característico de los autistas, quienes tienden a mostrar «dispersión» o una extrema desigualdad en los así llamados tests de inteligencia.) En algunos casos, escribe Temple, las puntuaciones eran engañosas, pues las pruebas que podían haber sido muy difíciles para ella si las hubiera hecho de la manera «normal» eran muy fáciles porque las resolvía de un modo idiosincrásico, visual: de este modo, frases y poemas, o series de números, generaban instantáneamente imágenes visuales, y éstas eran lo que ella recordaba, no las palabras ni los números como tales. Los cálculos complejos, imposibles para ella de la manera normal, entrañaban menos dificultad si los transformaba en imágenes visuales.
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El pensamiento visual no es anormal en sí mismo, y Temple rápidamente señaló que conoce a varias personas no autistas —ingenieros, arquitectos— que parecen capaces de «ver» lo que deben proyectar, de hacer proyectos en su mente y ponerlos a prueba mediante simulaciones, al igual que hace ella.
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De hecho, suele llevarse bien con estas personas, especialmente con su amigo Tom, que, al igual que Temple, es un visualizador poderoso y creativo, y también, de nuevo al igual que Temple, una persona poco convencional, traviesa, y a quien le gustan las bromas, «Estoy en la misma longitud de onda que Tom», dijo Temple, «aunque sea una longitud de onda infantil.» Pero, por encima de todo, disfruta trabajando con Tom: esto también es «infantil», aunque una forma de infantilismo esencialmente creativa. «Tom y yo somos como niños pequeños», dijo. «El cemento es el barro de los adultos, el acero es el cartón de los adultos, la construcción es el jugar a las casitas de los adultos.»

Esta conmovedora analogía entre la creatividad de los adultos y los juegos infantiles me hizo reflexionar: en ella eso había sido un desarrollo de lo más saludable. Y también me conmovió oírla hablar de su relación con Tom. Me pregunté si de hecho ella le amaba y había pensado en tener relaciones sexuales o en casarse con él. Se lo pregunté, le pregunté si alguna vez había tenido relaciones sexuales, o si había salido con alguien, o si se había enamorado.

No, me dijo. Era virgen. Tampoco había salido nunca con nadie. Encontraba esas interacciones completamente desconcertantes y demasiado complejas para poder afrontarlas; nunca estaba segura de lo dicho, lo implícito o lo esperable. En esas circunstancias no entendía las motivaciones de las personas, ni sus pretensiones, presuposiciones o intenciones. Esto era corriente entre autistas, dijo, y una de las razones por las que, aunque tenían impulsos sexuales, rara vez conseguían salir con alguien o tener relaciones sexuales.

Pero el problema no era sólo salir o relacionarse.

—Nunca me he enamorado —me dijo—. No sé lo que es enamorarse perdidamente.

—¿Qué imagina que es “enamorarse”? —pregunté.

—Quizá es como desvanecerse… si no es eso, no sé.

Pensé que a lo mejor no resultaba muy acertado utilizar la expresión «enamorarse perdidamente», pues sugiere sentimientos o arrebatos arrolladores. Cambié mi pregunta por: «¿Qué es “amar”?»

—Preocuparse por alguien… Creo que la amabilidad tiene que ver con ello.

—¿Alguien se ha preocupado alguna vez por usted? —le pregunté.

Vaciló un momento antes de responder.

—Creo que a lo largo de mi vida me he perdido muchas cosas.

—¿Le resulta doloroso?

—Sí… Supongo. —A continuación añadió—: Cuando empecé a interesarme por el ganado, pensé: ¿Qué me está ocurriendo? Me pregunté si aquello era amor… ya no era algo intelectual.

El amor le provoca cierta melancolía, pero lo cierto es que es incapaz de imaginar lo que sería sentir pasión por otra persona.

—Soy incapaz de comprender cómo mi compañera de habitación desfallecía por nuestro profesor de ciencias —recordó—. Estaba abrumada por la emoción. Yo pensaba: Es un hombre agradable, entiendo que le guste. Pero eso era todo lo que yo alcanzaba a comprender.

La capacidad de «desfallecer», de experimentar una respuesta emocional apasionada, parece muy escasa también en otras áreas, no sólo en su relación con los demás. Por ejemplo, después de hablar con su compañera de habitación, Temple dijo inmediatamente: «Algo parecido ocurre con la música… no desfallezco.» Ella tiene un oído perfecto, añadió (esto es muy raro entre las personas normales, pero relativamente común en personas autistas), y una memoria musical precisa y retentiva, aunque, por lo general, la música no la emociona. La encuentra «bonita», pero no evoca nada profundo en ella, sólo asociaciones literales: «Siempre que oigo la música de
Fantasía
veo esos estúpidos hipopótamos que bailan.» La música no parece «atraerla». Temple no «entiende» la música, no ve qué «sentido» tiene. Podríamos suponer que Temple es simplemente una «persona poco musical», a pesar de su oído perfecto. Pero su incapacidad para responder profunda, emocional y subjetivamente no se limita a la música. Existe una similar pobreza en su respuesta emocional o estética a muchas escenas visuales: puede describirlas con gran exactitud, pero eso no parece corresponder a ningún estado de ánimo profundamente sentido, ni tampoco evocarlo.

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