—Pero ¿y si entre las preguntas de rigor viniese esa misma página que he aprendido?
—No vendrá. He elegido un fragmento demasiado oscuro.
Y salió del paso, aprobó el examen de francés. Es verdad que pasó con la nota mínima, pero se consoló pensando que pasar, al fin y al cabo, era pasar. Le fue muy bien en los exámenes de química y teatro.
Tal como le había indicado Ben, volvió a la semana para recoger los certificados, y, según lo convenido, se encontraron. La invitó a tomar un refresco en Huyler.
—¿Cuántos años tienes, Francie? —le preguntó mirándola por encima del refresco.
Ella calculó rápidamente. En casa, quince, en el empleo, diecisiete. Ben tenía diecinueve. No volvería a hablarle si le confesaba que sólo tenía quince años. Él notó su indecisión y le dijo:
—Lo que digas podrá usarse como testimonio en tu contra.
Haciendo de tripas corazón, balbució:
—Tengo quince años. —Y bajó la cabeza, avergonzada.
—Me gustas, Francie.
«Y yo te amo», pensó ella.
—Me gustas más que cualquiera de las chicas que he conocido, pero, claro, no tengo tiempo para mujeres.
—¿Ni siquiera una hora, los domingos? —se aventuró a preguntar.
—Mis pocas horas libres pertenecen a mi madre. Soy todo lo que posee en el mundo.
Francie jamás había oído hablar de la señora Blake hasta aquel momento. Pero empezó a odiarla porque se apropiaba de esas horas libres. Alguna de esas horas de vez en cuando habrían bastado para hacerla feliz a ella.
—Pensaré en ti —continuó él—. Te escribiré cuando tenga un momento libre. —Había apenas media hora de viaje entre sus domicilios—. Si alguna vez me necesitas (siempre que no sea por una bagatela, por supuesto), me escribes unas líneas y me las arreglaré para verte.
Le entregó una de las tarjetas del bufete en las que iba impreso, en una esquina, su nombre completo: Benjamín Franklin Blake.
Al salir de la tienda de Huyler, se separaron con un efusivo apretón de manos.
—Te veré el próximo verano —dijo él alejándose.
Francie le siguió con la vista hasta que dobló la esquina. ¡El próximo verano! Era sólo septiembre, y el próximo verano parecía estar a un millón de años de distancia.
Tanto le habían gustado las clases del verano, que deseaba matricularse en la misma universidad para el otoño, pero no tenía cómo conseguir los trescientos y pico dólares necesarios. Una mañana, en la biblioteca de la calle Cuarenta y dos de Nueva York, descubrió que existía una universidad gratis para mujeres residentes en Nueva York.
Provista de sus certificados fue a inscribirse. Le informaron de que no podía matricularse porque carecía de estudios secundarios. Francie explicó que la habían admitido en las clases de verano. ¡Ah!, muy distinto. Esas clases son auxiliares, no otorgan diplomas. Ahora bien: si tuviese más de veinticinco años, quizá se le permitiría entrar como alumna especial sin derecho a diploma. Con todo pesar, Francie declaró que aún no tenía los veinticinco. Sin embargo, había una alternativa: si aprobaba los exámenes de ingreso, se le permitiría ingresar, con o sin educación secundaria.
Se presentó a los exámenes y la suspendieron en todo menos en química.
—Ay, debí imaginarlo —le dijo a su madre—. Si fuese tan fácil ingresar en la universidad, nadie iría al instituto primero. Pero no te preocupes, mamá. Ahora ya sé cómo son los exámenes de ingreso, compraré los libros, estudiaré y me presentaré para esos exámenes el año que viene. Y pasaré el año que viene. Se puede hacer y lo haré. Ya verás.
Aunque hubiese podido inscribirse, no le habría resultado, porque la cambiaron al turno diurno. Era ya una rápida y experta operadora y la necesitaban durante el día, cuando el tráfico era más intenso. Le aseguraron que podría volver al turno anterior en verano, si así lo deseaba. Le concedieron otro aumento: ahora ganaba diecisiete dólares y medio a la semana.
Otra vez las noches solitarias. Francie paseaba por las calles de Brooklyn en aquellas hermosas noches de otoño y recordaba a Ben.
«(Si alguna vez me necesitas, escríbeme y me las arreglaré para verte)».
Sí. Le necesitaba. Pero estaba segura de que él jamás iría si ella escribía: «Me siento sola. Ven a pasear conmigo y a conversar». En el ya firme esquema de su futuro, Ben no había incluido el capítulo soledad.
Aparentemente el vecindario no había cambiado, sin embargo, había cierta diferencia. Los muchachos todavía se reunían de noche en las esquinas o delante de alguna heladería. Pero ahora, la mayoría de las veces uno de los muchachos vestía de caqui.
Los muchachos entonaban canciones populares. Alguna que otra vez el chico de caqui iniciaba canciones en boga entre los soldados. Al final, cantaran lo que cantasen, siempre terminaban con una de las canciones de Brooklyn, como «Madre Machree», «Cuando los ojos de Irish sonríen», «Deja que te llame cariño» o «La banda sigue tocando».
Y Francie pasaba frente a ellos y se preguntaba por qué serían tan tristes todas las canciones.
Sissy esperaba la criatura para finales de noviembre. Katie y Evy daban mil rodeos para evitar hablar de ello con Sissy. Estaban seguras de que sería otro parto estéril, y creían que, cuanto menos se hablase de él, menos tendría que recordar Sissy después. Pero Sissy hizo algo tan revolucionario que forzosamente tuvieron que hablar del asunto. Les anunció que la atendería un médico y que ingresaría en un hospital.
Su madre y sus hermanas quedaron estupefactas. Nunca ninguna Rommely había requerido servicios médicos para dar a luz. No parecía bien. Se llamaba a una matrona, una vecina, o su propia madre, y se ponía en práctica el procedimiento furtivamente, a puerta cerrada y excluyendo a los hombres. El nacimiento de criaturas era cosa de mujeres. Y en cuanto a los hospitales, todo el mundo sabía que uno iba allí sólo para morir.
Sissy les dijo que eran unas atrasadas, que las matronas habían pasado de moda. Además les dijo, orgullosa, que ella nada tenía que ver en la decisión. Su Steve insistía en tener médico y hospital. Y eso no era todo.
¡Sissy tendría un médico judío!
—Pero ¿por qué, Sissy, por qué? —preguntaron sus escandalizadas hermanas.
—Porque los médicos judíos son más considerados en un momento como ése.
—No tengo nada en contra de los judíos —empezó Katie—. Pero…
—Mira. El hecho de que el doctor Aaronstein contemple una estrella en vez de una cruz al rezar, no tiene nada que ver con que sea un buen médico o no.
—Pero yo estaba completamente convencida de que querrías un médico de tu propia religión en el momento de… —Katie estaba a punto de decir «tu muerte», pero alcanzó a corregirse a tiempo—, del nacimiento.
—Oh, querida —exclamó Sissy con desdén.
—Los de la misma religión deberíamos mantenernos unidos. No encontrarás un judío que llame a un médico católico —dijo Evy, considerando haber acertado.
—¿Para qué? —contestó Sissy—. Ellos, y el resto del mundo, saben que los médicos judíos son más expertos.
El parto fue como todos los anteriores. Además de su acostumbrada facilidad, la pericia del médico ayudó a que fuera incluso mejor. Cuando hubo nacido la criatura, ella cerró los ojos con fuerza. Tenía miedo de mirarla. Había estado muy segura de que viviría, pero ahora que había llegado el momento, sentía en su alma que no sería así. Finalmente abrió los ojos. La criatura yacía en una mesa cercana. Estaba quieta y amoratada. Ella volvió la cabeza.
«Otra vez —pensó—. Otra, y otra, y otra. Once veces. ¡Oh, Dios mío! ¿No podías dejarme tener uno? ¿Siquiera uno de los once? En unos cuantos años mi capacidad para fecundar se habrá terminado. Quieres que esta mujer muera sin haber dado nunca a luz. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me maldices así?».
En aquel instante escuchó una palabra. Una palabra que jamás había oído. Escuchó la palabra «oxígeno».
—Rápido. Oxígeno —decía el médico.
Le observó ocupado con la criatura. Vio un milagro que trascendía los milagros de los santos que le había contado su madre. Vio cómo el amoratado color se convertía en blanco vivo. Vio resollar a una criatura aparentemente sin vida. Por primera vez escuchó el lloriqueo de una criatura de sus entrañas.
—¿Es… es… está vivo? —preguntó, temerosa de creerlo.
—¿Por qué no? —contestó el médico con un elocuente encogimiento de hombros—. Tiene usted el niño más hermoso que haya visto en mi vida.
—¿Está seguro de que vivirá?
—Pero ¿por qué no? —Se encogió de hombros otra vez—. Salvo que usted lo deje caer de un tercer piso.
Sissy le cogió las manos y las cubrió de besos. Y al doctor Aaronstein esa intensa emoción de una madre no le fastidió como habría fastidiado a un médico cristiano.
Y Sissy decidió llamar a su hijo Stephen Aaron.
—Jamás supe que fallara —dijo Katie—. Basta que una mujer sin hijos adopte una criatura, y ¡zas!, al año o dos, seguro que tiene ella uno propio. Es como si Dios reconociera por fin sus buenas intenciones. Me alegro de que Sissy tenga hijos, porque no es bueno criar un niño solo.
—La pequeña Sissy y Steve se llevan dos años de diferencia —dijo Francie—. Casi como Neeley y yo.
—Sí. Se harán compañía.
El hijo con vida de Sissy fue la maravilla de la familia hasta que el tío Willie Flittman le desplazó. Willie trató de enrolarse en el ejército y le rechazaron, entonces abandonó su empleo en la lechería, fue a su casa, se declaró un inútil y se metió en cama. Ni a la mañana siguiente, ni la que siguió después, quiso levantarse. Dijo que se quedaría en cama y jamás se levantaría otra vez. Toda la vida había sido un inútil y ahora iba a morir como un inútil, y añadió:
—Cuanto antes, mejor.
Evy reunió a las hermanas.
Evy, Katie, Sissy y Francie rodearon la cama de bronce en la que el inútil voluntario se había instalado. Willie dio un vistazo al grupo de tenaces mujeres Rommely que le rodeaban.
—Soy un inútil —se lamentó, y se cubrió la cabeza con la manta.
Evy dejó a su esposo en manos de Sissy, y Francie observó cómo ésta acometía el caso. Le abrazó, estrechó contra su pecho al fútil hombrecillo. Sissy le convenció de que no todos los hombres valientes estaban en las trincheras, que había muchos héroes que diariamente exponían sus vidas en las fábricas de municiones. Habló y habló hasta que Willie se entusiasmó tanto con el deseo de ayudar a ganar la guerra, que saltó de la cama y mandó a Evy que le llevase los pantalones y los zapatos.
Steve era entonces capataz de una fábrica de pertrechos de guerra en Morgan Avenue. Le consiguió a Willie un empleo bien pagado y con jornal y medio para las horas extraordinarias.
Era tradición en la familia Rommely que los hombres guardasen cualquier propina o dinero extraordinario que ganaran. Con su primera paga por horas extraordinarias Willie se compró un tambor y un par de platillos. Se pasaba todas las noches (cuando no tenía que hacer horas extras) tocando el tambor y los platillos en la sala. Francie le regaló para Navidad una armónica de un dólar. La fijó en un palo y ató éste a su cinturón, de modo que podía soplar la armónica como un ciclista que monta sin agarrar el manillar. Intentaba tocar la guitarra, la armónica, el tambor y los platillos, todo a la vez. Estaba practicando para convertirse en hombre-orquesta.
Y así pasaba las noches, sentado en la sala. Soplaba la armónica, rasgueaba la guitarra, golpeaba el tambor y chocaba los platillos. Mientras, se lamentaba de que era un inútil.
Cuando las noches fueron demasiado frías para caminar, Francie se apuntó a clases de costura y baile en un instituto nocturno. Aprendió a descifrar patrones de papel y a coser a máquina. Esperaba que con el tiempo sería capaz de confeccionar su propia ropa. Aprendió bailes de salón, aunque ni ella ni sus compañeros de baile esperaban poner jamás los pies en un salón. Algunas veces le tocaba por compañero uno de esos jóvenes engominados, elegantón y muy apuesto, un buen bailarín que la obligaba a dedicar toda su atención a los pasos de baile. El baile la fascinaba y lo asimilaba instintivamente. Y el año empezó a tocar a su fin.
—¿Qué libro estás estudiando, Francie?
—El de geometría de Neeley.
—¿Qué es la geometría?
—Una cosa que hay que estudiar para entrar en la universidad, mamá.
—Bueno. No te desveles demasiado.
—¿Qué noticias me trae usted de mi madre y mis hermanas? —preguntó Katie al cobrador de seguros.
—Para empezar, acabo de asegurar a los hijos de su hermana Sissy, Sarah y Stephen.
—Pero si están asegurados desde el día que nacieron, cinco centavos semanales de prima.
—Ahora tienen otra clase de póliza: una póliza dotal.
—¿Y qué quiere decir dotal?
—No tienen que morir para poder cobrar. Cobrarán mil dólares cada uno al cumplir dieciocho años. Es un seguro para gastos de estudio.
—¡Oh, qué cosa! Primero médico y hospital para el parto y ahora seguro para estudios. ¿En qué más pensarán?
—¿Hay cartas, mamá? —preguntó Francie al llegar del trabajo.
—No. Sólo una tarjeta de Evy.
—¿Qué cuenta?
—Nada, excepto que han tenido que trasladarse otra vez por culpa del tambor de Willie.
—¿Y adónde se trasladan ahora?
—Evy ha encontrado una casa en Cypress Hills. ¿En qué parte de Brooklyn está eso?
—Hacia el este, en dirección a Nueva York, más o menos donde Brooklyn linda con Queens. Está cerca de Crescent Street, la última estación del elevado. Mejor dicho, era la última hasta que alargaron la línea hasta Jamaica.
Mary Rommely estaba acostada en su estrecha cama blanca. En la desnuda pared, sobre su cabeza, destacaba un crucifijo. Sus tres hijas y Francie, la mayor de sus nietas, la rodeaban.
—Sí. Tengo ochenta y cinco años y presiento que ésta es mi última enfermedad. Espero la muerte con el valor que adquirí de la vida. Pero no sería sincera si dijera: «No lloréis mi desaparición». He amado a mis hijos y he tratado siempre de ser una buena madre y es justo que me lloren. Pero que vuestra pena sea tierna y breve. Y permitid que la resignación vaya aminorándola. Sabed que seré feliz. Veré cara a cara a todos los santos que veneré durante todos los años de mi vida.
Francie mostró las instantáneas a un grupo de muchachas durante el descanso.
—Ésta es Annie Laurie, mi hermanita. Sólo tiene dieciocho meses, pero ya corre por todas partes. ¡Y cómo habla!