Un árbol crece en Brooklyn (59 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Gracias, Katherine. Por cierto que es bien poco lo que yo doy a cambio de una bonita y joven esposa y tres hijos llenos de salud —dijo con sincera humildad. Se dirigió a Francie—: Tú, que eres la mayor, ¿das tu aprobación?

Francie miró a su madre, que parecía estar esperando a que hablase. Miró a su hermano. Éste hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Me parece que a mi hermano y a mí nos gustaría tenerle por…

Se le anegaron los ojos de lágrimas al pensar en su padre, y no pudo pronunciar la palabra.

—Bueno, bueno —dijo McShane tiernamente—, no quiero que te aflijas. —Y a Katie—: No pido que los dos mayores me llamen padre. Han tenido padre, y era un hombre excelente, de los mejores que Dios trajo al mundo, siempre cantando alegre.

Francie sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—Y no pediré que adopten mi apellido. Nolan es un apellido excelente. Pero a esta criatura que tengo en brazos, que no conoció a su padre, ¿le dejaría que me llamase padre? ¿Me permitiría adoptarla legalmente y darle el apellido que nosotros dos llevaremos?

Katie miró a Francie y a Neeley. ¿Qué pensarían de que su hermanita se apellidara McShane en vez de Nolan? Francie asintió con la cabeza. Neeley también.

—Le daremos la criatura —dijo Katie.

—No le llamaremos padre —exclamó Neeley de repente—. Pero podríamos llamarle papi.

—Les doy las gracias —respondió McShane escuetamente. Se relajó y les sonrió—. Ahora me gustaría saber si me permiten encender mi pipa.

—Pero si podría haber fumado en cualquier momento sin pedir permiso —contestó Katie, sorprendida.

—No deseaba tomarme privilegios antes de tener derecho a ellos —explicó.

Francie cogió a la criatura dormida para que él pudiese fumar.

—Ayúdame a ponerla en la cuna, Neeley.

—¿Por qué? —preguntó Neeley, que gozaba de aquellos instantes y no quería irse.

—Para estirar las mantas de la cuna. Alguien tiene que hacerlo mientras yo la tengo en brazos.

¿Era posible que Neeley no entendiera nada? ¿No se daba cuenta de que quizá su madre y McShane deseaban estar solos unos minutos por lo menos?

En la oscuridad del salón, Francie le preguntó a su hermano:

—¿Qué te parece?

—Para mamá es una gran cosa. Claro que no es papá…

—No. Y nadie jamás será… papá. Pero, aparte de eso, es un hombre amable.

—Laurie sí que va a tener una vida fácil.

—Annie Laurie McShane. Jamás pasará por las penurias que pasamos nosotros, ¿verdad?

—No. Pero tampoco se divertirá tanto como nosotros.

—¡Caramba! Cómo nos divertíamos. Cierto, Neeley.

—Ya lo creo.

—Pobrecita Laurie —dijo Francie con lástima.

Libro Quinto
LV

Francie se sobresaltó cuando alguien le dio un golpecito en el hombro. Enseguida se calmó y sonrió. ¡Claro! Era la una de la madrugada, había terminado y su relevo iba a hacerse cargo de la máquina.

—Déjeme transmitir uno más —rogó.

—Qué entusiasmo tienen algunos por su trabajo —dijo, sonriendo, la chica que la relevaba.

Francie transmitió su último mensaje despacio y con cariño. Se alegraba de que fuese el anuncio de un nacimiento y no la notificación de un fallecimiento. Era su mensaje de despedida. No le había dicho a nadie que se iba. Tenía miedo de verse vencida por las lágrimas si recorría la oficina despidiéndose. Como su madre, rehuía demostrar abiertamente sus sentimientos.

En vez de ir derecha a su ropero hizo un pequeño alto en la sala de recreo, donde algunas de las empleadas aprovechaban el descanso de quince minutos de que gozaban. Estaban agrupadas alrededor de una que tocaba el piano y cantaban «¡Hola, central! Póngame con la tierra de nadie».

Cuando entró, la pianista, inspirada por el nuevo traje gris y los zapatos de gamuza gris de Francie, cambió de canción. Las muchachas cantaron «Hay una cuáquera en el barrio cuáquero». Una de las muchachas rodeó los hombros de Francie con el brazo y la incluyó en el círculo. Francie cantó con ellas:

En el fondo de su corazón, yo sé,

no es tan lerda como pensé…

—Francie, ¿de dónde sacaste la idea de hacerte un traje todo gris?

—¡Oh! No sé, de una actriz que vi cuando era pequeña. No recuerdo su nombre, pero la obra era
La novia del pastor
.

—Es precioso.

Tiene esa mirada seductora…

Mi pequeña cuáquera del barrio cuáquero.

Terminaron el estribillo a coro en un acorde final.

Luego cantaron «Encontrarás el viejo Dixieland en Francia». Francie fue a apoyarse contra la ventana; desde allí podía ver el East River veinte pisos más abajo. Los últimos momentos siempre tienen la aspereza de la muerte. «Esto que veo ahora —pensó— no lo veré más así. ¡Oh! Con qué claridad se ven las cosas por última vez, como si las iluminara una luz resplandeciente. Y luego se aflige porque no supo apreciarlas cuando las veía todos los días».

¿Qué era lo que había dicho la abuela Rommely? «Hay que mirarlo todo como si fuese la primera o la última vez. Así tu paso por la tierra estará repleto de dicha».

¡Abuela Mary Rommely!

Había ido consumiéndose durante meses en su última enfermedad. Pero llegó el día en que Steve fue antes del amanecer para anunciarles el fin.

—La voy a añorar —dijo—. Era una gran dama.

—Una gran mujer, querrás decir —contestó Katie.

¿Por qué, se preguntaba Francie, había elegido tío Willie aquel momento para abandonar a su familia? Observó el paso de un pequeño bote bajo el puente antes de reanudar sus pensamientos. ¿Sería porque había una Rommely menos a quien rendir cuentas y eso le hacía sentirse más libre? ¿La muerte de la abuela le habría sugerido la idea de que existía una posible liberación? ¿O sería acaso (como aseguraba Evy) que en su mezquindad era capaz de aprovechar la confusión creada por el funeral para escapar de su familia? Fuese lo que fuese, Willie se había ido.

¡Willie Flittman!

Había practicado con tanto ahínco que llegó a tocar todos sus instrumentos al mismo tiempo. Como hombre—orquesta se presentó al concurso para aficionados que organizaba un salón de variedades. Ganó el primer premio de diez dólares.

Jamás volvió a su casa con el dinero del premio ni los instrumentos, y nadie de la familia volvió a verle.

De vez en cuando tenían noticias indirectas de él.

Al parecer, rondaba las calles de Brooklyn haciendo de hombre-orquesta y vivía de los centavos que le daban. Evy dijo que volvería a casa cuando empezara a nevar, pero Francie lo dudaba.

Evy consiguió un empleo en la fábrica donde había trabajado él. Ganaba treinta dólares a la semana y salía adelante sin demasiados problemas, excepto por la noche, pues, al igual que todas las Rommely, le resultaba difícil vivir sin hombre.

De pie ante la ventana que daba al río, Francie recordaba que tío Willie siempre le había parecido salido de un sueño. Pero también era cierto que muchísimas otras cosas le parecían sueños. Aquel hombre en el vestíbulo de su casa ¡sin duda había sido un sueño! Que McShane esperase a su madre todos aquellos años: un sueño. La muerte de su padre había sido un sueño durante mucho tiempo, pero ahora su padre era como alguien que nunca hubiese existido. Laurie pareció surgir de un sueño: nacida con vida de un padre fallecido cinco meses antes. Brooklyn era un sueño. Todas las cosas que sucedían allí no podían suceder. Todo era efecto de los sueños. ¿O sería todo real y verdadero, y era ella, Francie, la soñadora?

Bueno, ya lo sabría cuando llegase a Michigan. Si persistía esa condición soñadora en Michigan, Francie sabría que la soñadora era ella.

¡Ann Arbor!

La Universidad de Michigan existía. Y dentro de dos días ella estaría en el tren rodando hacia Ann Arbor. Las clases de verano habían terminado. Había cursado con éxito las cuatro asignaturas que había elegido. Tras los últimos repasos con Ben, había aprobado los exámenes de ingreso a las universidades regulares. Esto significaba que ella, una muchacha de dieciséis años y medio, podía ingresar en la universidad con medio año de estudios adelantados.

Ella quería ir a la Universidad de Columbia, en Nueva York, o a la de Adelphi, en Brooklyn, pero Ben le dijo que parte de su educación consistía en adaptarse a un nuevo ambiente. Su madre y McShane estuvieron de acuerdo. Hasta Neeley dijo que le haría bien irse a una universidad distante, quizá perdería el acento de Brooklyn. Pero Francie no deseaba cambiar su forma de hablar, como tampoco deseaba cambiar de nombre. Ello significaba que pertenecía a alguna parte. Era una muchacha de Brooklyn, con un nombre de Brooklyn y la forma de hablar de Brooklyn. No quería convertirse en un mosaico de trocitos de piedra traídos de aquí y de allá.

Ben le había elegido Michigan. Dijo que era una universidad liberal del estado, donde se enseñaba un inglés excelente, y no era muy cara. Francie se preguntaba por qué, si era tan ventajosa, él no se había matriculado allí en vez de escoger aquella universidad de un estado del Medio Oeste. Ben le explicó que con el tiempo tendría su bufete en aquel estado, y participaría en la política de allí, y que así quizá sería condiscípulo de los que serían ciudadanos prominentes del futuro.

Ben tenía ya veinte años. Estaba en el campamento de entrenamiento de oficiales de la reserva, muy apuesto con su uniforme.

¡Ben!

Francie miró el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda. El anillo universitario de Ben. «¡M.H.S. 1918!». En el interior estaba grabado «B. B. a F. N.». Le dijo que si bien él estaba seguro de sí mismo, ella era demasiado joven para estar segura de sí misma. Le dio el anillo para sellar lo que él llamaba «nuestro entendimiento». Por supuesto, dijo, tendrían que pasar cinco años antes de que estuviera en condiciones de casarse. Entonces ella ya tendría edad suficiente para estar segura de sí misma, y, si aún persistía el entendimiento, le rogaría que aceptase otra clase de anillo. Puesto que Francie tenía cinco años por delante, la responsabilidad de tomar una decisión con respecto a Ben no le pesaba gran cosa.

¡Asombroso Ben!

Había terminado los estudios superiores en enero de 1918, ingresó de inmediato en la universidad, se matriculó en un alarmante número de materias preparatorias, y había vuelto a Brooklyn para las clases de verano a fin de ampliar los estudios y, como confesó al final de los cursos, para estar de nuevo cerca de Francie. Y ahora, en septiembre de 1918, volvía a la universidad para iniciar su primer año.

¡Gran muchacho, Ben!

Decente, honorable y brillante. Él estaba seguro de sí mismo. Él jamás pediría a una muchacha que se casase con él y saldría al día siguiente para casarse con otra. Él jamás le rogaría que le escribiese cartas de amor para dejar que otra las leyera. Ben, no… Ben, no. Ben era maravilloso. Estaba orgullosa de tenerle por amigo. Pero pensaba en Lee.

¡Lee!

¿Dónde estaría Lee ahora?

Se había embarcado para Francia en un buque de transporte exactamente igual al que en aquel momento veía salir del puerto —un barco largo—, con los lados pintarrajeados de camuflaje y mil soldados a bordo, que desde donde ella estaba parecían alfileres de cabeza blanca pinchados en un extraño alfiletero.

«(Francie, tengo miedo… tengo miedo… Tengo miedo de que si me voy te perderé… que nunca volveré a verte. Dime que no me vaya…)».

«(Creo que es justo que veas a tu madre antes de… No lo sé…)».

Estaba en la división Arco Iris, la división que en aquel momento pugnaba por entrar en el bosque de Argonne. ¿Yacería ahora mismo en Francia bajo una cruz blanca? ¿Quién le daría la noticia si él llegase a morir? Ciertamente, no sería aquella mujer de Pensilvania.

«(Elizabeth Rhynor, señora)».

Salió huyendo de la sala. Arrebató de su ropero el sombrero gris y el bolso nuevo y los guantes. Corrió hacia el ascensor.

Miró hacia uno y otro extremo de la calle, estrecha como una quebrada. Estaba oscura y desierta. Había un hombre alto, de uniforme, esperando en la oscuridad de la puerta del edificio siguiente. Salió de la oscuridad y se le acercó con una sonrisa tímida.

Ella cerró los ojos. La abuela decía que las mujeres Rommely tenían poder para ver la aparición de los muertos que habían amado. Francie nunca lo había creído, porque jamás había visto a papá. Pero ahora…, ahora…

—¡Hola, Francie!

Abrió los ojos. No, no era un fantasma.

—Pensé que estarías triste al salir del trabajo por última vez, así que he venido a acompañarte a casa. ¿Estás sorprendida?

—No. Esperaba que vinieses —contestó.

—¿Tienes apetito?

—Estoy hambrienta.

—¿Adónde te gustaría ir? ¿Quieres tomar café con leche en el Automat o un shop suey?

—¡No! ¡No!

—¿Prefieres ir al Child?

—Sí. Vamos al Child a tomar café y pasteles.

Él le cogió la mano y se la hizo pasar por debajo de su brazo.

—Francie, te encuentro algo extraña esta noche. No estás enfadada conmigo, ¿verdad?

—No.

—¿Estás contenta de que haya venido?

—Sí —dijo ella suavemente—. Me alegro de verte, Ben.

LVI

¡Sábado! Era el último sábado que pasaba en su vieja casa. Al día siguiente se celebraría la boda de Katie e irían todos directamente de la iglesia al nuevo hogar. El lunes los encargados de la mudanza llevarían sus pertenencias, dejando la mayoría de los muebles para la nueva portera. Solamente se llevarían sus efectos personales y los muebles de la sala. Francie deseaba llevar la alfombra verde con grandes rosas, las cortinas color crema y el piano. Todo esto sería para la habitación de Francie en la nueva casa.

Katie insistió en trabajar como de costumbre aquel último sábado por la mañana. Todos rieron cuando la vieron salir armada de escoba y balde. McShane le había abierto una cuenta corriente en el banco con un depósito inicial de mil dólares como regalo de bodas. Para los Nolan, Katie era rica y ya no tenía necesidad de levantar un dedo para ganarse la vida. No obstante, ella insistió en trabajar el último día. Francie sospechaba que lo hacía por sentimentalismo, y que quería hacer una concienzuda limpieza de las casas antes de abandonarlas.

Dejando a un lado todo escrúpulo, Francie buscó el talonario en el bolso de su madre y examinó el único talón utilizado en la fabulosa libreta.

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