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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (38 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—A las cosas de la fundación sólo tiene acceso mi padre. ¿A quién buscan?

—Dos individuos de origen extranjero, quizá de la Europa del Este, jóvenes, altos y fuertes.

Sonrió con sorna:

—No tienen el perfil de la gente que contratamos, se lo aseguro.

—Está bien, señor Ayguals, puede marcharse.

—Espero que no vuelvan a llamarme, soy un hombre muy ocupado.

—Procuraremos no hacerlo.

Garzón me cedió el turno. Preparé la daga final con gusto, encantada de poder clavársela. Ya se había levantado e iba camino de la puerta:

—Por cierto, Juan, ¿puede darnos uno de sus cabellos?

Se volvió en redondo, una mueca le deformaba grotescamente la cara.

—¿Qué ha dicho?

—Un cabello, o una muestra de saliva, si lo prefiere. Es para una comprobación de ADN, tenemos pelos hallados en la oficina de la fundación, donde ya sabe que mataron a Flores.

—Les he dicho mil veces que nunca he estado en esa oficina.

—Sí, ya, pero se trata de una comprobación legal. Si no ha estado allí, naturalmente los pelos no serán suyos.

—¿Eso es constitucional, ir pidiendo pelos a la gente?

—Puede negarse, por supuesto, pero esa negativa constará en nuestro informe policial, que pasa a manos del juez.

—No siga, no quiero follones. Aquí tienen mi pelo. —Se arrancó uno de la cabeza de modo violento—. Tomen, ¿están contentos?, pueden hacerle las pruebas que quieran, también la de paternidad. Supongo que perder el tiempo así forma parte del sueldo que cobran.

—Y que no es muy elevado, créame.

Recogí el pelo de su mano con unas pinzas y lo metí en una bolsita para pruebas. Luego le sonreí cínicamente.

—Ya está, ahora puede marcharse.

El portazo resonó en el despacho como un auténtico mazazo. Garzón se frotó las manos:

—Ya está la cizaña sembrada.

—Lo ha hecho usted divinamente, Fermín, directo y sin perder el control. Yo he estado tentada de enviarlo veinte veces al cuerno.

—Es un tipo desagradable, ¿verdad?, y yo diría que miente.

—Por lo menos demuestra un empeño considerable en que no lo relacionemos ni mínimamente con la fundación. El único momento en que he tenido la impresión de que era sincero ha sido cuando ha preguntado por la necesidad de contratar a un guardaespaldas. Parecía asustado de verdad.

—¡Bah! Ahora sí que va a empezar a asustarse. ¿Le ponemos una discreta vigilancia policial?

—Pídale a Coronas dos hombres que se ocupen de él. ¿Está Coronas más conforme con nuestra gestión del caso?

—¡Como yo hago los informes con puntualidad...!

—Es usted un ángel de la guarda, Fermín.

—También está más conforme porque le he prometido que antes del fin de semana le entregaremos al culpable en bandeja.

—¡Coño!, ahí ha apurado usted demasiado.

—Usted también hubiera apurado si hubiera tenido delante a Coronas berreando como un energúmeno.

—Ya veo lo conforme que está.

—El jefe tendrá a su culpable, usted no se preocupe.

En comisaría me dijeron que Yolanda había preguntado por mí. No recordaba haberle encargado nada más sobre el caso, de modo que no le di demasiada importancia al recado. Sin embargo, dos horas más tarde me llamó por teléfono.

—Inspectora, me gustaría hablar con usted.

—¿Pasa algo?

—Bueno, se trata de un asunto personal.

—Pasa por comisaría, me quedaré un par de horas aquí.

Se presentó ante mí vestida de uniforme, pero no estaba pimpante y desenvuelta como siempre, llevaba pintada la preocupación en la cara. Se sentó, le ofrecí un café y, mientras lo tomaba, empezó a elaborar circunloquios que cada vez me iban despistando más sobre el objeto de su visita.

—Vamos a ver, Yolanda, ¿no será mejor que me digas lo que te pasa?

Tomó aire como si se dispusiera a ejecutar una profunda inmersión en el agua:

—Inspectora, el doctor Crespo, bueno, Ricard, el psiquiatra que usted me presentó en su fiesta, me ha pedido que salga con él.

Era algo tan imprevisto, tan sorprendente para mí que no di señales de haberlo comprendido. Ella insistió:

—Dice que podríamos ser buenos amigos, salir a cenar por ahí y... bueno, yo creo que lo que quiere es ligar conmigo.

Tragué saliva y sonreí de la manera más absurda. Sólo buscaba ganar tiempo hasta saber cómo debía reaccionar ante aquella revelación.

—¡Ah, qué bien!, ¿y?

—En fin, inspectora, yo no quisiera meterme en el territorio de los demás. Me gustaría estar segura de que ese hombre no es su novio ni nada por el estilo, segura de que usted no tiene ningún interés en él.

Sabía que los hombres a veces hacen cosas como la que Yolanda estaba haciendo conmigo: compañerismo y avisos previos ante el interés por una misma mujer, pero nunca había visto una conducta semejante entre mujeres. Encendí un cigarrillo procurando parecer natural.

—Eso quiere decir que vas a aceptar su petición...

—Es que he roto con mi novio, inspectora. Usted llevaba razón, es demasiado posesivo y demasiado bruto. Le he dicho que todo se ha acabado para siempre. No se ha conformado del todo, pero ya se dará cuenta de que es algo que no tiene vuelta atrás. Entonces... como estoy afectada... he pensado que quizá salir con otro hombre me vendría bien. Y nada de un jovenzuelo que no tiene más mundo del que hay frente a sus narices, sino un hombre maduro, experimentado, con clase.

—Entiendo.

—Claro que si usted me dice que está saliendo con él o que tiene el más mínimo interés en...

Solté una carcajada digna de una representación teatral de aficionados:

—¡Por supuesto que no! Ricard y yo hemos tenido un ligero
affaire
sentimental, pero yo misma decidí acabar.

—Me quita un peso de encima, inspectora.

—¿No es Ricard un poco mayor para ti?

—No voy a casarme con él.

—No estés tan segura de eso.

—Sería la primera sorprendida, aunque es verdad, nunca digas nunca jamás.

Se puso en pie ligera como el viento. Me sonrió de modo encantador y se despidió de mí en plan medio amistoso medio oficial. Yo le hice una ridícula señal de adiós con la mano.

En cuanto me quedé sola encendí un nuevo cigarrillo con mano temblorosa. Me sentía fatal, humillada y colérica. ¿Pretendía Ricard que me pusiera celosa? ¿Quería hacerme reflexionar sobre mi decisión de cortar? Improbable. Él no podía saber cómo reaccionaría Yolanda frente a mí. Seguramente creería que nunca iba a enterarme de sus invitaciones galantes. No, lo que había sucedido era prueba de que la razón por la que lo había mandado al infierno estaba bien fundada. Le daba igual una mujer que otra. Era algo que sabía de antemano, pero no esperaba recibir un golpe semejante en mi orgullo personal. Pero entonces, ¿qué esperaba yo después de la última noche en el restaurante: que, desesperado, se arrojara desde un quinto piso, que ingresara en un cenobio, que después de haber pasado por mis maravillosos brazos no volviera a conocer mujer? ¡Por Dios, ya era hora de que dejara de comportarme como quien guarda todos los triunfos en la mano, como la reina de Egipto, como la Venus que debe ser adorada hasta que ella levante una mano y ponga punto final! ¡Y qué absurdo modo de reaccionar frente a Yolanda! «Un ligero
affaire
sentimental», ¿dónde había aprendido ese vocabulario de fiesta social frívola? «¡En fin, Petra! —pensé—, te está bien empleado por creerte irresistible.» Aunque ése no era el máximo reproche que debía hacerme. Lo peor residía en haber siquiera contemplado la posibilidad de tener un amante fijo. Si no quería vivir con nadie, lo más prudente era dar al sexo lo que es del sexo y dejarse de cómodos planes. Concebir la aventura sin aventura era como hacer un
trekking
en coche, beber un cubalibre sin alcohol, ser monja seglar: una engañifa y una pura contradicción.

Todas aquellas consideraciones mentales me devolvieron más o menos la tranquilidad. Sin embargo, me largué a La Jarra de Oro y pedí un coñac; dicen que sienta bien cuando has recibido un impacto imprevisto.

Al regresar, el guardia de la puerta me avisó de que tenía visita. ¿Y ahora, quién coño podía aparecer ante mí, y con qué comisión?

—Es un tal señor Ayguals.

—¿El padre o el hijo?

—Debe de ser el padre, porque es muy mayor.

Lo era, y Domínguez le había hecho pasar a mi despacho en honor a su edad y dignidad, de modo que no tuve tiempo de prepararme mentalmente para saber en qué términos debía hablar con él. Lo dejé al cuidado de mi intuición y del copazo que acababa de atizarme.

—Inspectora, disculpe, sé que tiene mucho trabajo, pero...

Le rogué que volviera a sentarse, se había levantado con ademanes corteses en cuanto me vio entrar.

—Me imagino que ustedes saben muy bien lo que hacen, que tienen sus sistemas de investigación y que... perdone, inspectora, pero creo que cometen un error.

—¿Un error?

—Sé que piensan practicarle una prueba de ADN a mi hijo.

—¿Y eso le parece un error?

—Verá, inspectora, seguramente mi hijo no es un hombre demasiado brillante, es probable que incluso se haya mostrado torpe o poco colaborador en los interrogatorios, pero puedo asegurarle que no es en absoluto un asesino.

—Nadie ha asegurado que lo sea.

—A nadie se le oculta que una prueba de ADN se practica a alguien sobre quien recaen serias sospechas.

—Tómelo como si fuera una prueba exculpatoria.

—¡Vamos, inspectora, no nací ayer!

—Señor Ayguals, ¿para qué ha venido a verme exactamente?

—Conozco a mi hijo. En los últimos tiempos ha desarrollado ideas propias... pero nunca hubiera recurrido al asesinato en caso de enfrentarse con problemas, no tiene valor para eso. Se desmaya si ve un poco de sangre, créame.

—Todos los padres dicen conocer a sus hijos, señor Ayguals, y muy pocos de ellos llegan a creer nunca que sean asesinos, incluso si existen abundantes pruebas en su contra. De cualquier modo, creo que estamos adelantando acontecimientos, a no ser que... a no ser que usted sepa algo que nosotros ignoramos sobre su hijo y que crea prudente comunicarnos. Quizá haga usted algo que incluso pueda ser beneficioso para él.

—¿Está insinuando que le delate?

—¿Es que hay algo por lo que deba delatarle?

—Se trata de un modo de hablar. No se ofenda conmigo, inspectora Delicado, sólo quería pedirles que fueran justos y que no se precipitaran, pero esperaba obtener un poco más de clemencia y comprensión siendo usted una mujer. Sólo puedo añadir que, si cometen un error acusando a mi hijo sin datos suficientes, los perseguiré personalmente hasta donde me permita la ley.

Había hablado con la entereza y la decisión de un hombre fuerte. Por supuesto, puede que Ayguals hubiera envejecido, pero no podíamos olvidar que se trataba de un empresario que había creado su negocio y lo había defendido durante años por entre todos los avatares económicos. Era un hombre duro y firme que, a pesar de las circunstancias, manifestaba su naturaleza de padre frente a mí. Salió saludando con educación y orgullo. Se cruzó en la puerta con Garzón.

—¿Le ha llamado usted? —me preguntó mi compañero.

—No, ha venido a interceder por su hijo, pidiendo comprensión y jurando que no es un asesino.

—Eso es que ve mal la cosa.

—El hijo le ha contado lo de la prueba de ADN.

—Estoy convencido de que el viejo sabe cosas de su angelito que nos interesarían un montón.

—Si es así, nunca las dirá.

—¿Ni apelando a su honor?

Miré al subinspector con sorna.

—¿Usted haría algo por su honor?

—¿Yo?, ¡ni de coña!, el honor es cosa de mafiosos, pero como Ayguals es un caballero antiguo... Los caballeros antiguos son un caso especial.

—En teoría. En la práctica, ya lo ve usted, ha venido corriendo para hablar a favor de su hijo.

—Eso de los hijos se ve que tira mucho, sobre todo si tienes una herencia que dejarles. Si los proteges a ellos, es como si estuvieras protegiendo tu patrimonio.

Me miraba con cara de cachondeo.

—¿Usted no le dejará ninguna herencia al suyo?

—¡Joder, ni siquiera mi pistola le puedo dejar porque no es mía!, le dejaré la funda. No se pueden tener hijos cuando se es un pringao.

—¡Usted no es ningún pringao!, le dejará el ejemplo de sus buenas obras.

—Sí, ¡menudo ejemplo!

Nos reíamos los dos porque estábamos en plan tonto, cansados, al final de un caso que se resistía a clarificarse por completo. Nos reíamos porque existía entre nosotros la complicidad de los pringados, de los que pueden pitorrearse de cosas tan santas como el patrimonio, la herencia, el ejemplo y el honor.

—Oiga, Fermín, ¿qué ha hecho el «niño» Ayguals desde que lo dejamos solo?

—¡No se lo pierda!, ha ido a visitar a su ex mujer.

—¿Le parece sospechoso?

—No demasiado. Supongo que se da cuenta de que el círculo se cierra en torno a él y hace movimientos precipitados en todas direcciones. Muy típico de alguien acosado.

—¿Ha reclamado usted los análisis de ADN?

—Diez veces en los últimos dos días.

—Una docena de veces hubiera estado mejor.

—Los compañeros no paran de repetirme que es usted una mujer demasiado impaciente, que es incapaz de esperar su turno y que pide un trato de favor.

—¿Y usted cree que es verdad?

—Sí.

—Bueno, menos mal, eso indica que estoy haciendo las cosas a conciencia. No hay como una crítica negativa para corroborar nuestras impresiones.

Sangüesa no pudo darme datos de interés, o al menos no los que yo hubiera querido. Al parecer, las cuentas de Textiles Ayguals no tenían fallos detectables.

—Sí, es verdad que desde hace dos años hay aportaciones de capital cuya procedencia no está bien documentada. Si quieres puedo investigar, pero no es fácil dar con la fuente de dinero. Normalmente hay empresas subsidiarias que pertenecen al mismo dueño y cuesta bastante localizarlas. En otras ocasiones pueden tener hombres de paja. Pero, en cualquier caso, una aclaración definitiva de las cuentas tardará.

—¡Joder!, ¿tantas guarradas se pueden hacer legalmente?

—Puedes apostar a que sí.

—Y luego...

—No, Petra, por favor, no vayas a decirme eso de que luego un desgraciado roba una manzana y se pasa un año en la cárcel.

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