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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (36 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—El señor Ayguals sólo se relaciona con gente decente. ¡Pobrecito, sus amigos del círculo, algunas personas que frecuenta en las subastas de antigüedades y poco más! Desde que su esposa murió...

—¿Y su hijo?

—No sabemos qué relaciones pueda tener su hijo.

—Me lo imagino, pero sí sabrán cómo es.

—No es como el señor Ayguals.

—¿Es peor como persona?

—No lo conocemos como persona, bueno, lo conocemos poco, pero no me parecería correcto hablar mal de él.

La atajé, extremando mi prudencia.

—¡Por supuesto! Hablemos sólo del tema profesional.

Las miradas que se cruzaron indicaban que tampoco ese tema estaba exento de escollos.

—Bueno, el señor Juan se hizo cargo de la empresa hace tres años y... se ve que las cosas no funcionaron como deberían. Hubo un importante bajón y don Adolfo tuvo que volver a ponerse al frente.

Ahora la mirada significativa fue intercambiada por Garzón y por mí.

—No es fácil llevar una empresa —apuntó Fermín.

—¡Pueden estar seguros de que no!

—El pobre señor Ayguals no pudo jubilarse.

La mayor no fue indiferente a este comentario.

—El pobre no ha tenido suerte con este hijo. —Se volvió hacia su compañera y puso cara de firmeza, había tomado la decisión de hablar cayera quien cayera. Bendije mentalmente iniciativa tan oportuna.

—Juan Ayguals no es mala persona, pero ha estado demasiado mimado. Al ser hijo único... El caso es que siempre ha tenido todos los caprichos, mucho más a raíz de la muerte de su madre. Se casó con una chica guapísima, de la mejor familia, y ¿para qué?, al cabo de tres años ya estaban separados. Ni siquiera le dieron nietos a don Adolfo. Y, naturalmente, para la empresa tampoco sirvió. Dirigir una empresa exige muchos sacrificios. ¡Eso es lo que no sabe la gente joven!

Su compañera la miraba no teniéndolas todas consigo. Pero de repente, como sintiéndose partícipe de aquella pequeña rebelión verbal, de aquel arrebato de sinceridad después de haber aguantado tanto, añadió:

—Margarita tampoco le ayudó en nada, era una niña pija.

—¿Quién es Margarita? —le faltó tiempo para preguntar a Garzón.

—Su ex esposa. Seguro que se casó por amor, porque era diez años más joven que él, pero luego sólo pensaba en salir a divertirse, en comprarse ropa, en disfrutar de la vida sin más.

—¡La chica no se esperaba la que le caía encima, con un hombre indolente, bebedor...! Yo a ella no la culpo, de verdad.

Sin duda, aquélla era una conversación que habían mantenido entre ambas muchas veces desde tiempo atrás. Actuaban como si supieran exactamente lo que la otra iba a decir.

—¡Pues debería haberlo sabido antes de casarse, y no dejarse deslumbrar!

La vehemencia con que hablaba aquella cincuentona me hizo pensar que quizá alguna vez había concebido esperanzas en cuanto al heredero de los Ayguals.

—Sería interesante que habláramos con ella. ¿Ustedes tienen su dirección?

—¡Por supuesto que la tenemos, y el teléfono también! Se quedó con el piso buenísimo que la pareja tenía en la parte alta de la ciudad. Algo ha sacado en claro, por lo menos.

—Eso y la pensión que le pasa el señor Ayguals todos los meses.

—¡Y que le seguirá pasando si no se casa, que no se casará! Yo tampoco lo haría, ¿para qué aguantar a un hombre si tienes de todo y puedes vivir como una mariscala?

Lo de la mariscala fue la prueba definitiva de que aquella mujer le guardaba algún tipo de rencor. Bien, no hay nada como conocer profundamente los entresijos de la vida de alguien para encontrar razones que te impulsen a hablar sobre él. Garzón se mostraba encantado cuando salimos de la cafetería y yo también. Llevábamos en el bolsillo los datos de Margarita Llopart, y quizá ella también encontraría motivos para hablar sobre su ex marido. Sin embargo, el subinspector mantenía sus dudas sobre nuestra línea de investigación.

—Todo esto está muy bien, pero ¿de qué nos sirven en el fondo las indiscreciones de estas dos gildas y todas las que la ex mujer pueda cometer?

—¡Hombre, Fermín, ahora tenemos el móvil del crimen!

—Déjeme pensar: el hijo de Ayguals entra en la empresa como un elefante en una cacharrería, y poco tiempo después las cuentas tienen más rojo que un ejército soviético.

—Va bien.

—Entonces, para enjugar el pufo, se le ocurre lo de la fundación: no hay impuestos, puede acometer negocios sucios sin control, deja de pagar cuotas a la Seguridad Social...

—Hasta que su padre se da cuenta de por dónde van las cosas y para en seco el proceso.

—Pero el padre no ha cerrado la fundación.

—No podía hacerlo sin levantar sospechas.

—Entonces usted cree que el viejo Ayguals es inocente.

—No, indiscutiblemente él sabe lo que pasó, pero caben dos posibilidades: que no esté al tanto de toda la historia mafiosa de Arcadio Flores y sus negocios paralelos o que, por el contrario, lo sepa muy bien. En el primer caso, sólo es cómplice en un delito económico, en el segundo, lo es de un asesinato.

—Pues entonces es culpable de cualquier manera.

—No es lo mismo cometer un asesinato que encubrir a un hijo.

—¡Joder, inspectora, hay que joderse con los hijos! No traen más que complicaciones.

—No lo dirá por usted.

—Lo decía en general.

—Sólo hablan en general los filósofos.

—Los filósofos y yo. ¿Vamos entonces a por la maríscala?

—Mañana, Garzón, mañana. Hoy es muy tarde ya. Además, tengo cosas importantes que hacer. En mi vida privada, quiero decir.

—No hacía falta la precisión, cualquier cosa que tenga importancia profesional no la concibe usted sin mí.

—Ha hablado con santa verdad. Y como considero de suma importancia lo que Coronas pueda estar pensando sobre nuestra actuación, creo que será conveniente que vaya usted a redactar el informe de hoy antes de largarse a su casa.

—Me está bien empleado por hablar. Ahora me toca lidiar con el toro más fiero.

—Le aseguro que, si pudiera, cambiaría mi toro por el suyo.

Se quedó mirándome con unas ganas locas de preguntar, pero era un torero experimentado en faenas comprometidas, de modo que se contuvo y se despidió con cortesía.

Decidí llamar a Ricard desde casa. Antes de hacerlo, me miré en el espejo y me interrogué: ¿era de verdad aquello lo que quería hacer? Sí, sin ninguna duda, concluí. Y, de paso, me di cuenta de que estaba hecha una facha, con los pelos desordenados y sin ni rastro de maquillaje. En ninguna circunstancia podía permitirme acudir así a una cita importante.

—¿Ricard?

—¡Por fin! Oye, ¿hasta cuándo voy a tener que sentirme como si me hubiera tocado la lotería cada vez que contestas a uno de mis mensajes?

—Creo que deberíamos hablar. Te invito a cenar en el restaurante que prefieras.

—¿No sería mejor que cenáramos en tu casa? Yo llevo la comida.

—Prefiero un terreno neutral.

Le había dado suficientes indicios como para que empezara a entrever sobre qué iba a versar nuestra conversación. Era mejor así, no quería tratarlo como a un sospechoso al que hay que sorprender.

Me duché, me puse mi mejor vestido y me pinté bien los ojos rodeándolos de kohl. ¡Cuántas veces haría aún aquello antes de renunciar por completo a la coquetería!, me pregunté. Siempre, lo haría siempre, justo hasta el día de mi muerte. Era una importante herencia cultural que no tenía intención de abandonar. Como leer el periódico, como beber un buen vino, como saludar a un amigo. Un hábito que te mantiene dentro del sistema que conoces haciendo que te sientas más o menos segura. No se cuestiona una la función de esos hábitos; se llevan a cabo sin más renuencia. No estaba arreglándome para Ricard. ¿O sí?

Ricard estaba guapo aquella noche. Presentaba su perfil divertido de psiquiatra despistado y un poco burlón. Yo tenía curiosidad por ver qué actitud adoptaba ante lo que podía ser una despedida definitiva. ¿Disimularía como si no sospechara nada?, ¿se mostraría seductor, despechado, violento? No, violento, no; era incapaz. Un psiquiatra se domina a sí mismo. La verdad era que me entristecía perderlo de vista, pero estar en su presencia no me hizo cambiar de parecer. No había futuro para nosotros, y él no querría que siguiéramos viéndonos como amantes a tiempo parcial.

Pedimos la cena, trajeron el vino y entonces abrió los brazos de par en par, sonriendo con cara de chico travieso.

—En fin, pues usted dirá.

—¿Es eso lo que les dices a los pacientes en la primera visita?

—Más o menos.

—¿Y ya tienes idea de por dónde van a salir?

—Nunca anticipo los hechos. Espero hasta que los pacientes se han explicado a conciencia.

—Estupendo. Vamos a ver, ¿por dónde puedo empezar?

—Te recuerdo que tú no eres mi paciente. Me sufres, pero yo soy más tu enfermedad que tu médico.

Me eché a reír:

—Vaya, me lo pones muy fácil.

—No creas, puedo ser la enfermedad, pero no soy incurable.

—Ricard, yo...

Llegó el camarero y nos sirvió el primer plato. Ricard no me quitaba los ojos de encima, no paraba de sonreír.

—Yo...

—Tú has pensado que es mejor que no vivamos juntos.

—No exactamente. He pensado que será mejor que no volvamos a vernos más.

Se quedó estupefacto ante mi andanada. Yo también, no había premeditado un ataque tan radical, pero me daba cuenta de que no valían apaños intermedios en aquella ocasión. Sirvió vino en silencio, sin ninguna reacción apreciable en el rostro. Empezó a comer. Levantó la mirada hacia mí:

—Come, se te va enfriar.

—Ricard, tú has decidido que tu vida tiene que dar un giro, y yo...

—Sí, tú pasabas por delante, ¿no es eso?, de modo que te escogí.

—No hay amor entre nosotros dos, no hay pasión.

—Deberíamos revisar el concepto amor.

—Nos falta tiempo para eso, mejor revisemos el concepto pasión.

—El concepto pasión no se puede revisar, se siente o no se siente.

—Tú lo has dicho. Ya sé que soy narcisista, que estás convencido de que me impulsa a obrar mi propia inmadurez, pero, debes creerme, no funcionaría.

—Y no quieres arriesgarte a que funcione.

—No quiero arriesgarme a que no funcione. Llevo ya dos matrimonios a las espaldas, una tercera convivencia fallida sería...

—Sería, ¿qué?, ¿quién dice dónde está el límite de lo tolerable? ¿Qué puedes perder?

—Mi tranquilidad.

—Ahora sí que me has jodido, Petra. Desde que te conozco, te he visto todo el tiempo corriendo de un lado a otro en un estado de enloquecimiento total. ¿A eso lo llamas tu tranquilidad?

—¡Me has conocido en medio de un caso!

—¿Y cuándo no estás en medio de un caso?

—Hay casos más complicados que otros.

—Ya, y cuando no estás en un caso complicado, estás solucionándole la vida a ese policía gordo que te acompaña a todos lados.

—¡No me gusta que te metas con Garzón, es un amigo! Además, ¿por qué estamos hablando de mi vida, qué más te da mi vida a ti?

—Estoy pensando en compartirla contigo, ¡mira si me importa!

—Pues deja de pensar en ello porque ya te he dicho que no. ¿Qué pasa, no puedes creértelo? ¿Debo arrodillarme frente a ti y darte las gracias por darme esa maravillosa oportunidad de ser feliz?

—Eres una mujer brutal, injusta, egoísta, superficial... eres...

—Y tú eres un psiquiatra que ni siquiera sabe guardar su autocontrol, ¡no comprendo cómo nadie puede confiarte su salud mental!

Habíamos subido el tono de voz. Nos quedamos callados. El camarero retiró los platos. Ricard me miró, esta vez sí se encontraba disgustado de verdad.

—¿Volvemos a empezar como si no nos hubiéramos visto aún?

—De acuerdo. Hola, Ricard, ¿cómo estás?, por cierto, debo decirte que he decidido que no nos veamos más.

Su mirada de paciencia se transformó en mirada de furia:

—Muy bien, Petra, muy bien. Si no quieres verme, no me verás. Creo que voy a marcharme, es absurdo que continuemos cenando como si nada hubiera pasado. No voy a seguir persiguiéndote por toda Barcelona, ni dejándote mensajes a todas horas, ni durmiendo a salto de mata hoy en mi casa, mañana en la tuya, ni viendo cómo intentas huir de mí sólo porque tu ego no se ve suficientemente colmado por la pasión amorosa. Quizá lleves razón, sería un error que viviéramos juntos.

Se levantó y se fue. Nadie nunca me había hecho algo así. Llegó el camarero con el segundo y preguntó muy profesionalmente:

—¿El señor no acabará de cenar?

—El señor ha tenido que marcharse. Deje el plato en su sitio, yo me lo comeré.

Y lo hice, con una fiereza desusada, como un perro callejero, como si nunca hubiera probado ni una migaja de pan. Estaba cabreada, cabreada hasta el tuétano, hasta las mismas entretelas. ¿Yo era narcisista, sí? ¿Y qué podía decirse de un tipo que consideraba un error imperdonable la decisión de no vivir con él? Pero lo que más me jodía era la bronca en sí. Nunca había conseguido hablar con Ricard sin encresparnos en una discusión al uso. Detesto las broncas, pero mucho más aquellas que respetan los roles característicos: entre marido y mujer, novio y novia, madre e hija... ¡Dios!, ¿cómo se puede alcanzar la madurez si para todo hay que zaherirse, gritar, ponerse en guardia y lanzar un ataque?

Me castigué sin postre y pedí la cuenta. El camarero sonrió levemente y me dijo:

—Ha pagado el señor antes de salir.

—¿Cómo?, ¿y sabía el importe?

—Ha dejado el número de su tarjeta de crédito.

—Insisto en pagar yo.

—No es posible, señora, lo siento. El señor es cliente habitual y seguimos sus indicaciones.

—¡Pues yo soy policía e insisto en pagar lo que he comido como cualquier ciudadano normal!

—Lo consultaré a la dueña.

—¡Usted no consultará absolutamente nada, cobrará la mitad de la cuenta y en paz! ¿De acuerdo?

Se alejó con mi tarjeta de crédito, poniendo cara de ofendido.

Decidí llegar andando a mi casa, quizá el aire fresco me serenara. ¡Broncas, broncas...! La del camarero con el cliente también era prototípica, y la del viajero con el taxista, y la del operario que nunca acaba de reparar los grifos y al que pides explicaciones al cabo de un mes. ¡Broncas, broncas...! La miseria de la existencia normal está bien condimentada en ellas. ¡Cuánta razón llevaba yo al admirar como gente superior a los mendigos! Altivos, aristocráticos, no cogen autobuses, no pagan facturas, no se encuentran encerrados en un minúsculo mundo pequeñoburgués, y pueden tener como mayor ilusión de su vida el poseer un barco cargado de arroz. ¡Un barco cargado de arroz!, una quimera llena de promesas: paellas, risottos, arroces chinos, arroz a la cubana, dulces arroces con leche... ¡El absurdo por encima de una razón que tampoco se aplica en la vida convencional!

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