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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un cadáver en la biblioteca (7 page)

BOOK: Un cadáver en la biblioteca
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Consiguió impregnar sus palabras de un significado y un reproche que hicieron reaccionar inmediatamente al otro.

—Póngase usted en mi lugar, señor Harper. Yo no soñé ni un instante que hubiera podido ocurrir nada malo. El señor Jefferson vino a mi despacho hecho una furia. La muchacha no había dormido en su cuarto. No había dado su número de baile la noche anterior. Debía de haber salido a dar un paseo en automóvil o sufrió un accidente quizás. ¡Era preciso informar inmediatamente a la policía! ¡Hacer indagaciones! Estaba descompuesto y se sentía autoritario. Telefoneó a la policía desde mi propio despacho.

—¿Sin consultar a la señorita Turner?

—A Josita le hizo muy poca gracia. Me di cuenta de eso. Estaba la mar de molesta por todo lo ocurrido... molesta con Rubi, quiero decir. Pero ¿qué podía hacer ella?

—Creo —dijo Melchett— que será mejor que nos entrevistemos con el señor Jefferson. ¿Eh, Harper?

El superintendente asintió.

2

El señor Prescott subió con ellos al juego de habitaciones de Conway Jefferson. Se hallaba en el primer piso, con vistas al mar. Melchett dijo, como sin darle importancia:

—Se trata a cuerpo de rey, ¿eh? ¿Es rico?

—Creo que posee una cuantiosa fortuna. No regatea nada cuando viene aquí. Se hace reservar las mejores habitaciones, come generalmente a la carta, toma vinos caros... lo mejor de todo.

Melchett movió afirmativamente la cabeza.

El señor Prescott llamó con los nudillos a la puerta y una voz de mujer dijo:

—¡Adelante!

Entró el gerente y los demás le siguieron.

El señor Prescott habló en tono de disculpa a la mujer, que, sentada junto a la ventana, volvió la cabeza al entrar ellos.

—Siento mucho molestarla, señora Jefferson; pero estos señores son... de la policía. Tienen vivos deseos de hablar con el señor Jefferson. Ah... el coronel Melchett... el superintendente Harper... el inspector... Slack... la señora Jefferson.

La señora Jefferson correspondió a la presentación inclinando levemente la cabeza.

Una mujer de facciones corrientes fue la primera impresión de Melchett. Luego, al dibujarse una leve sonrisa en los labios de la señora y hablar ella, cambió de opinión. Tenía una voz singularmente encantadora y simpática y sus ojos, claros, color avellana, eran hermosos. Vestía sobriamente, pero bien, y tendría, a juicio del coronel, unos treinta y cinco años.

Dijo ella:

—Mi suegro está durmiendo. No es fuerte ni muchísimo menos y este asunto ha sido un terrible golpe para él. Tuvimos que llamar al médico, que le dio algo sedante. En cuanto se despierte sé que querrá verles a ustedes. Entretanto, quizá pueda yo ayudarles.

El señor Prescott, ardiendo en deseos de escapar, le dijo al coronel:

—Bueno... eh... si no desean que haga ninguna otra cosa por ustedes...

Y recibió, agradecido, permiso para retirarse.

Una vez se cerró la puerta tras él, el ambiente adquirió una calidad más melosa y más sociable. Adelaida Jefferson tenía la virtud de saber crear una atmósfera sedante. Era una mujer que nunca parecía decir cosa alguna notable, pero que lograba estimular a los demás para que hablasen y se encontraran como en su casa. Ahora dio la nota más indicada al decir:

—Ese asunto nos ha horrorizado mucho a todos. Veíamos con frecuencia a la muchacha, ¿sabe? Parece increíble. Mi suegro está enormemente disgustado. Le tenía mucho afecto a Rubi. Se hacía querer.

Dijo el coronel Melchett:

—Creo que fue el señor Jefferson quien lo notificó a la policía, ¿verdad?

Quería ver la reacción de ella. Hubo un destello, nada más que un destello, de... ¿molestia? ¿preocupación...? No supo interpretarlo con exactitud; pero había
algo
y le pareció que se veía obligada a concentrar sus facultades, como para hacer frente a una tarea desagradable, antes de continuar.

Dijo:

—Así es, en efecto. Como está impedido, se disgusta o alarma con facilidad. Intentamos persuadirle de que no había pasado nada, de que habría una explicación perfectamente lógica, y que a la propia muchacha no le gustaría que fuese avisada la policía. Él insistió. Bueno —hizo un pequeño gesto—, él tenia razón y nosotros no.

Melchett preguntó:

—¿Conocían bien ustedes a la señorita Rubi Keene, señora Jefferson?

Ella recapacitó.

—Es difícil precisar. Mi suegro es muy amante de la gente joven y le gusta verse rodeado de ella. Rubi era un tipo nuevo para él... su charla le pertía y despertaba su interés. Se pasaba muchos ratos sentada con nosotros en el hotel y mi suegro la sacaba a dar paseos en el automóvil.

La voz era reservada. Melchett se dijo: "Podría decir mucho más si quisiera."

Preguntó:

—¿Tiene la bondad de contarme lo que sepa de los acontecimientos de anoche?

—Ya lo creo. Pero me temo que habrá muy poca cosa que pueda ser de utilidad. Después de cenar, Rubi vino a sentarse con nosotros en el salón. Se quedó aún después de haber empezado el baile. Habíamos acordado jugar al bridge más tarde; pero estábamos aguardando a Marcos, es decir, a Marcos Gaskell, mi cuñado..., se casó con la hija del señor Jefferson, ¿saben...? que tenía cartas importantes que escribir. Y aguardamos también a Josita. Ella iba a hacer de cuarto jugador.

—¿Sucedía con frecuencia?

—Con mucha frecuencia. Es una jugadora de primera, claro está, y muy agradable. Mi suegro es un gran aficionado al bridge, y siempre que era posible, le gustaba que Josita jugara con nosotros en lugar de buscar a una persona extraña. Como es natural, ya que ella ha de combinar los equipos de jugadores, no siempre puede jugar con nosotros: pero lo hace siempre que puede y como —sonrieron sus ojos un poco— mi suegro gasta mucho dinero en el hotel, la gerencia está encantada de que Josita nos favorezca.

Melchett preguntó:

—¿Le es a usted simpática Josita?

—Sí, señor. Siempre está de buen humor y alegre. Trabaja mucho y parece hacerlo con gusto. Es perspicaz, aunque no muy culta. Y... bueno... nunca tiene pretensiones en nada. Es natural y no tiene ni pizca de afectación.

—Prosiga, señora Jefferson.

—Como digo, Josita tiene que combinar los jugadores, y Marcos estaba escribiendo; conque Rubi estuvo sentada charlando con nosotros un poco más tiempo que de costumbre. Luego se acercó Josita, y Rubi marchó a hacer su primer número de baile con Raimundo, un bailarín y jugador de tenis profesional. Volvió nuevamente a nuestro lado en el preciso instante en que se reunía con nosotros Marcos. Después se fue a bailar con un joven y nosotros nos pusimos a jugar al bridge.

Se interrumpió e hizo un gesto de resignada impotencia.

—¡Y eso es todo cuanto sé! La vi una sola vez de refilón cuando bailaba; pero el bridge es un juego que requiere concentración y apenas miré por la mampara de cristal hacia la sala de baile. A eso de medianoche Raimundo se acercó a Josita la mar de agitado y le preguntó dónde estaba Rubi, Josita,
naturalmente
, intentó hacerle callar, pero...

El superintendente Harper interrumpió. Dijo con voz serena:

—¿Por qué naturalmente, señora Jefferson?

—Pues... —La señora vaciló. A Melchett se le antojó que parecía algo desconcertada—. Josita no quería que se diera mucha importancia a la desaparición de la muchacha. Se consideraba a sí misma responsable de ella hasta cierto punto. Dijo que Rubi estaría probablemente en su cuarto, que había hablado de tener un dolor de cabeza anteriormente... a propósito, no creo que eso fuera verdad. Josita lo dijo nada más que como excusa. Raimundo marchó y telefoneó al cuarto de Rubi, pero según parece, no recibió contestación y volvió a nosotros enfadado... Josita se fue con él e intentó apaciguarle y acabó bailando en lugar de Rubi. Fue un acto de valor porque se notó después que le había hecho daño el tobillo. Volvió a nuestro lado al terminar la danza e intentó calmar al señor Jefferson. Se había puesto muy excitado para entonces. Conseguimos persuadirle, por fin, y le rogamos que se acostara. Le dijimos que Rubi se habría marchado, con toda seguridad, a dar una vuelta en automóvil y que se habría pinchado algún neumático. Se acostó intranquilo, y esta mañana empezó a dar guerra en seguida —hizo una pausa—. Lo demás relacionado con el asunto en cuestión, ya lo saben.

—Gracias, señora Jefferson. Ahora voy a preguntarle si tiene usted alguna idea de quién puede haber sido el autor de lo sucedido.

Ella prosiguió sin vacilar:

—No tengo la menor idea. Temo que no pueda ayudarle en absoluto por ese lado.

Él insistió:

—¿Nunca dijo nada la muchacha? ¿No habló de celos? ¿No mencionó a hombre alguno al que tuviese miedo? ¿Ni a nadie con quien intimara?

Adelaida Jefferson contestó negativamente a todas las preguntas, sacudiendo la cabeza.

No parecía haber ninguna otra cosa que pudiera ella decirles.

El superintendente propuso que se entrevistaran con el joven Jorge Barlett y que volvieran a ver al señor Jefferson más tarde. El coronel asintió y los tres hombres salieron, prometiendo la señora avisar en cuanto se hubiese despertado el señor Jefferson.

—Una mujer agradable —dijo el coronel cuando cerraron la puerta tras si.

—Muy agradable, en verdad —respondió el superintendente.

3

Jorge Barlett era un joven delgado y larguirucho con una nuez muy saliente y una inmensa dificultad para decir lo que quería decir. Se encontraba en tal estado nervioso, que resultaba difícil sacarle una declaración serena.

—Oigan, es horrible, ¿verdad? Como lo que uno lee en los sucesos... pero a uno nunca le da la sensación de que ha ocurrido de veras...

—Por desgracia, no existe la menor duda acerca de ello, señor Barlett —dijo el superintendente.

—No, no; claro que no. Pero parece la mar de raro. Y a unas millas de aquí y todo... en una casa del campo, ¿verdad? Una casa de postín y todo eso. Revolucionó a la vecindad, ¿eh?

El coronel Melchett intervino:

—¿Conocía usted bien a la muerta, señor Barlett?

Jorge Barlett pareció alarmarse.

—Oh, no... no muy bien, se... ñor. Apenas la conocía... si usted quiere entenderme. Bailé con ella una o dos veces... nos saludábamos... algo de tenis... usted ya sabe.

—Creo que fue usted la última persona en verla viva anoche., ¿verdad?

—Supongo que sí... ¿verdad que es algo terrible? Quiero decir... estaba completamente bien cuando yo la vi... absolutamente bien.

—¿Bailó con ella?

—Sí... si quiere que le diga la verdad... bueno, sí, bailé. A primera hora de la noche, sin embargo. Le diré... fue inmediatamente después de su baile de exhibición con el profesional ése. Serían las diez, la media, las once, no lo sé.

—No se preocupe de la hora. La podemos fijar nosotros. Cuéntenos exactamente lo que ocurrió anoche.

—Pues bailamos, ¿sabe?, no es que yo sea un gran bailarín.

—La forma en que usted baila no tiene nada que ver con el caso, señor Barlett.

Jorge Barlett dirigió una mirada preñada de alarma al coronel y tartamudeó:

—N-ah... n-no, supongo que no. Bueno, pues como decía, bailamos, dando vueltas y más vueltas y yo hablé. Pero Rubi no dijo gran cosa y bostezó un poco. Como dije, no bailo muy bien, conque las muchachas... bueno, parecen preferir no hacerlo conmigo, si usted me entiende. Dijo que tenía dolor de cabeza... yo comprendo perfectamente cuándo me largan una indirecta, conque dije: "Está bien" y no hubo más que hablar.

—¿Qué fue lo último que vio usted de ella?

—Subir la escalera.

—¿No habló de tener que encontrarse con nadie? ¿O de ir a dar un paseo en automóvil? O... o..., ¿de tener una cita?

Barlett negó con la cabeza.

—Conmigo, no —respondió melancólico—. No hizo más que deshacerse de mí.

—¿Qué impresión le causó? ¿Parecía experimentar ansiedad, o estar abatida o preocupada?

Jorge Barlett reflexionó. Luego negó con la cabeza.

—Parecía algo aburrida. Bostezaba como ya he dicho. Nada más.

El coronel Melchett dijo:

—¿Y qué hizo usted, señor Barlett?

—¿Eh?

—¿Qué hizo usted cuando le dejó Rubi Keene?

Jorge le miró boquiabierto.

—Aguarde un momento... ¿qué hice?

—Estamos aguardando a que usted nos lo diga.

—Si, sí, claro... Es difícil recordar las cosas, ¿verdad? Vamos a ver... Nada me extrañaría que hubiese entrado en el bar a echar un trago.

—¿Entró usted en el bar a echar un trago?

—Ahí está la cosa. Sí que eché un trago. Sólo que no creo que fuera entonces. Tengo la idea de que anduve vagando por ahí, ¿sabe? Tomando el aire. Para estar en septiembre hacía bastante bochorno. Se estaba muy bien allá fuera. Sí, eso es. Anduve paseando por ahí un rato, luego entré a echar un trago, y después volví al salón de baile. Poca animación. Noté que... ¿cómo se llama...? Josita, ¿verdad?, estaba bailando otra vez. Con el del tenis. Había estado dada de baja... un tobillo torcido o no sé qué...

—Con eso queda fijada la hora de su regreso. Lo hizo a medianoche. ¿Era su intención hacernos creer que se pasó más de una hora paseando afuera?

—Verá... eché un trago, ¿sabe? Estuve... bueno, estuve pensando en cosas.

Esta declaración fue recibida con mayor incredulidad que las otras.

El coronel Melchett inquirió vivamente:

—¿En qué estuvo pensando usted?

—Oh, no sé. En cosas —respondió vagamente el joven.

—¿Tiene usted coche, señor Barlett?

—Si; tengo coche.

—¿Dónde estaba? ¿En el garaje del hotel?

—No; estaba en el patio, si quiere que le diga la verdad. Pensé que tal vez se me ocurriría dar una vuelta, ¿comprende?

—¿Y quizás iría a darla?

—No... no fui. Le juro que no.

—¿No se llevaría usted a la señorita Keene a dar una vuelta, por ejemplo?

—Eh, oiga, escuche..., ¿qué quiere decir con eso? No la llevé... Le juro que no la llevé. De veras.

—Gracias, señor Barlett. No creo que tengamos que preguntarle nada más de momento.
De momento
—repitió el coronel dando énfasis a estas dos palabras.

Dejaron al señor Barlett con cómica expresión de alarma en su nada intelectual semblante.

—¡Imbécil sin seso! —murmuró el coronel—. O..., ¿lo será de verdad?

El superintendente sacudió la cabeza.

—Nos queda mucho camino por recorrer —dijo.

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