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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (35 page)

BOOK: Un día de cólera
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—Fusilado no es… manera honrosa… de acabar.

Dos enfermeros se hacen cargo del teniente. Al levantar la camilla su cabeza cae a un lado, balanceándose al paso de quienes lo llevan. Arango lo mira alejarse, y luego echa un vistazo en torno. No tiene nada más que hacer allí —los civiles heridos están siendo llevados al convento de las Maravillas—, y las palabras de Jacinto Ruiz le producen singular desazón. Su experiencia de las últimas horas, el trato que se da a los paisanos y la enormidad de las bajas imperiales, lo preocupa. Arango sabe lo que puede esperarse de las garantías francesas y del poco vigor con que las autoridades españolas defienden a su gente. Todo dependerá, en última instancia, del capricho de Murat. Y no van a ser pundonorosos gentilhombres como el comandante Montholon los que detengan a su general en jefe, si éste decide dar amplio y sonado escarmiento. «Deberías poner tierra de por medio, Rafael», se dice con una punzada de alarma. De pronto, el recinto devastado del parque de artillería le parece una trampa de las que llevan derecho al cementerio.

Tomando su decisión, Arango va en busca del comandante imperial. Por el camino se compone la casaca, abrochándola para que adopte el aspecto más reglamentario posible. Una vez ante el francés, pide a través del intérprete licencia para ir a su casa.

—Sólo un momento, mi comandante. Para tranquilizar a mi familia.

Montholon se niega en redondo. Arango, traduce el intérprete, es su subordinado hasta nueva orden. Debe permanecer allí.

—¿Soy prisionero, entonces?

—El señor comandante ha dicho subordinado, no prisionero.

—Pues dígale, por favor, que tengo un hermano mayor que me quiere como un padre. Que también el señor comandante tendrá familia, y compartirá mis sentimientos… Dígale que le doy mi palabra de honor de reintegrarme aquí inmediatamente.

Mientras el intérprete traduce, el comandante Montholon mantiene los ojos fijos en el oficial español. Pese a la diferencia de graduación, tienen casi la misma edad. Y es evidente que, aunque sus compatriotas han pagado un precio muy alto por tomar el parque, la tenacidad de la defensa tiene impresionado al francés. También el buen trato recibido de los militares españoles cuando fue capturado con sus oficiales —se imaginaba, ha dicho antes, degollado y descuartizado por el populacho— debe de influir en su ánimo.

—Pregunta el señor comandante si lo de su palabra de honor de regresar al parque de artillería lo dice en serio.

Arango —que no tiene la menor intención de cumplir su promesa— se cuadra con un taconazo marcial, sin apartar sus ojos de los de Montholon.

—Absolutamente.

«No lo he engañado», piensa con angustia, advirtiendo un destello incrédulo en la mirada del otro. Luego, desconcertado, observa que el francés sonríe antes de hablar en tono bajo y tranquilo.

—Dice el señor comandante que puede irse usted… Que comprende su situación y acepta su palabra.


Familiale
—corrige el otro, en su idioma.

—Que comprende su situación familiar —rectifica el intérprete—. Y acepta su palabra.

Arango, que debe hacer un esfuerzo para que el júbilo no le descomponga el gesto, respira hondo. Luego, sin saber qué hacer ni decir, extiende torpemente su mano. Tras un momento de duda, Montholon la estrecha con la suya.

—Dice el señor comandante que le desea mucha suerte —traduce el intérprete—. En casa de su hermano, o en donde sea.

De nuevo se aventura por las calles José Blanco White, después de pasar las últimas horas encerrado en su casa de la calle Silva. Camina prudente, atento a los centinelas franceses que vigilan plazas y avenidas. Hace un momento, tras acercarse a la puerta del Sol, tomada por un fuerte destacamento militar —cañones de a doce libras apuntan hacia las calles Mayor y Alcalá, y todas las tiendas y cafés están cerrados—, Blanco White se vio obligado a correr con otros curiosos cuando los soldados imperiales hicieron amago de abrir fuego para estorbar que se agruparan. Aprendida la lección, el sevillano se mete por el callejón que rodea la iglesia de San Luis y se aleja del lugar, apesadumbrado por cuanto ha visto: los muertos tirados en las calles, el temor en los pocos madrileños que salen en busca de noticias, y la omnipresencia francesa, amenazante y sombría.

José Blanco White es hombre atormentado, y a partir de hoy lo será más. Hasta hace poco, mientras las tropas francesas se aproximaban a Madrid, llegó a imaginar, como otros de ideas afines, una dulce liberación de las cadenas con las que una monarquía corrupta y una Iglesia todopoderosa maniatan al pueblo supersticioso e ignorante. Hoy ese sueño se desvanece, y Blanco White no sabe qué temer más de las fuerzas que ha visto chocar en las calles: las bayonetas napoleónicas o el cerril fanatismo de sus compatriotas. El sevillano sabe que Francia tiene entre sus partidarios a algunos de los más capaces e ilustres españoles, y que sólo la rancia educación de las clases media y alta, su necia indolencia y su desinterés por la cosa pública, impiden a éstas abrazar la causa de quien pretende borrar del mapa a los reyes viejos y a su turbio hijo Fernando. Sin embargo, en un Madrid desgarrado por la barbarie de unos y otros, la fina inteligencia de Blanco White sospecha que una oportunidad histórica acaba de perderse entre el fragor de las descargas francesas y los navajazos del pueblo inculto. Él mismo, hombre lúcido, ilustrado, más anglófilo que francófilo, en todo caso partidario de la razón libre y el progreso, se debate entre dos sentimientos que serán el drama amargo de su generación: unirse a los enemigos del papa, de la Inquisición y de la familia real más vil y despreciable de Europa, o seguir la simple y recta línea de conducta que, dejando aparte lo demás, permite a un hombre honrado elegir entre un ejército extranjero y sus compatriotas naturales.

Agitado por sus pensamientos, Blanco White se cruza en el postigo de San Martín con cuatro artilleros españoles que conducen a un hombre tendido sobre una escalera, cuyos extremos apoyan en los hombros. Al pasar cerca, la escalera se inclina a un lado y el sevillano descubre el rostro agonizante, pálido por el sufrimiento y la pérdida de sangre, de su paisano y conocido el capitán Luis Daoiz.

—¿Cómo está? —pregunta.

—Muriéndose —responde un soldado.

Blanco White se queda boquiabierto e inmóvil, las manos en los bolsillos de la levita, incapaz de pronunciar palabra. Años más tarde, en una de sus famosas cartas escritas desde el exilio de Inglaterra, el sevillano rememorará su última visión de Daoiz:
«El débil movimiento de su cuerpo y sus gemidos cuando la desigualdad del piso de la calle hacía que aumentaran sus dolores»
.

El teniente coronel de artillería Francisco Novella y Azábal, que se encuentra enfermo en su casa —es íntimo de Luis Daoiz, pero su dolencia le impidió acudir al parque de Monteleón—, también ha visto pasar, desde una ventana, el lúgubre y reducido cortejo que acompaña al amigo. La debilidad de Novella no le permite bajar, por lo que permanece en su habitación, atormentado por el dolor y la impotencia.

—¡Esos miserables lo han dejado solo! —se lamenta mientras sus familiares lo devuelven al lecho—… ¡Todos lo hemos dejado solo!

Luis Daoiz apenas sobrevivirá unos minutos después de llegar a su casa. Sufre mucho, aunque no se queja. Los bayonetazos de la espalda le anegan de sangre los pulmones, y todos coinciden en que su muerte es cosa hecha. Atendido primero en el parque por un médico francés, llevado luego a casa del marqués de Mejorada, un religioso —su nombre es fray Andrés Cano— lo ha confesado y absuelto, aunque sin administrarle la extremaunción por haberse agotado los santos óleos. Conducido por fin al número 12 de la calle de la Ternera, siempre sobre la improvisada camilla hecha con una escalera del parque, un colchón y una manta, el defensor de Monteleón se extingue en su alcoba, acompañado por fray Andrés, Manuel Almira y cuantos amigos han podido acudir a su lado —o se atreven a hacerlo— en esta hora: los capitanes de artillería Joaquín de Osma, Vargas y César González, y el capitán abanderado de Guardias Walonas Javier Cabanes. Como fray Andrés manifiesta su preocupación por que Daoiz muera sin recibir los santos óleos, Cabanes va hasta la parroquia de San Martín en busca de un sacerdote, regresando con el padre Román García, que trae los avíos necesarios. Pero antes de que el recién llegado unja la frente y la boca del moribundo, Daoiz agarra la mano de fray Andrés, suspira hondo y muere. Arrodillado junto al lecho, el fiel escribiente Almira llora sin consuelo, como un niño.

Media hora más tarde, en su despacho de la junta Superior de Artillería y apenas informado de la muerte de Luis Daoiz, el coronel Navarro Falcón dicta a un amanuense el parte justificativo que dirige al capitán general de Madrid, para que éste lo haga llegar a la junta de Gobierno y a las autoridades militares francesas:

Estoy bien persuadido, Sr. Excmo., de que lejos de contribuir ninguno de los oficiales del Cuerpo al hecho ocurrido, ha sido para todos un motivo del mayor disgusto el que el alucinamiento y preocupación particular de los capitanes D. Pedro Velarde y D. Luis Daoiz sea capaz de hacer formar un equivocado concepto trascendental de todos los demás oficiales, que no han tenido siquiera la más mínima idea de que aquéllos pudieran obrar contra lo constantemente prevenido.

El tono de ese oficio contrasta con otros que el mismo jefe superior de Artillería de Madrid escribirá en los días siguientes, a medida que vayan sucediéndose acontecimientos en la capital y en el resto de España. El último de tales documentos, firmado por Navarro Falcón en Sevilla en abril de 1814, terminada la guerra, concluirá con estas palabras:

El 2 de mayo de 1808 los referidos héroes Daoiz y Velarde adquirieron la gloria que inmortalizará sus nombres y ha dado tanto honor a sus familias y a la nación entera.

Mientras el director de la junta de Artillería escribe su informe, en el edificio de Correos de la puerta del Sol se reúne la comisión militar presidida por el general Grouchy, a quien el duque de Berg ha encomendado juzgar a los insurrectos capturados con armas en la mano. Por parte española, la Junta de Gobierno mantiene allí al teniente general José de Sexti. Emmanuel Grouchy —cuya negligencia influirá siete años más tarde en el desastre de Waterloo— es hombre experto en represiones: en su currículum vitae consta, con letras negras, el incendio de Strevi y las ejecuciones de Fossano durante la insurrección del Piamonte en el año 99. En cuanto a Sexti, desde el primer momento decide inhibirse, dejando en manos francesas la suerte de los prisioneros que llegan atados, de uno en uno o en pequeños grupos, y a quienes los jueces no escuchan ni ven siquiera. Convertidos en tribunal sumarísimo, Grouchy y sus oficiales resuelven fríamente nombre tras nombre, firmando sentencias de muerte que los secretarios redactan a toda prisa. Y mientras los magistrados españoles que recorrieron las calles proclamando «paz, que todo está compuesto» se retiran a sus casas, convencidos de que su pobre mediación devuelve la tranquilidad a Madrid, los franceses, libres de trabas, intensifican los apresamientos, y la matanza se establece ahora de un solo signo, a modo de venganza implacable.

Los primeros en sufrir ese rigor son los prisioneros depositados en las covachas de San Felipe, a los que acaban de unirse el impresor Cosme Martínez del Corral, traído desde su casa de la calle del Príncipe, el cerrajero de veintiséis años Bernardino Gómez y el panadero de treinta Antonio Benito Siara, apresado cerca de la plaza Mayor. De camino, mientras un piquete francés conducía a los dos últimos, una ronda de Guardias de Corps se topó con ellos e intentó liberarlos. Discutieron unos y otros, porfiaron los Guardias y acudieron mas franceses al tumulto. Al fin, los militares españoles no lograron impedir que los imperiales se salieran con la suya. Encerrados ahora en las covachuelas, un suboficial francés lleva a Correos la lista de ese depósito, donde Martínez del Corral, Gómez y Siara figuran junto al maestro de esgrima Vicente Jiménez, el contador Fernández Godoy, el corredor de letras Moreno, el joven criado Bartolomé Pechirelli y los otros detenidos, hasta un total de diecinueve. Firma el general Grouchy todas las sentencias de muerte —ni siquiera las lee— mientras el teniente general Sexti observa sin despegar los labios. Al instante, para angustia de los amigos y parientes que se atreven a permanecer en la calle y siguen de lejos a los presos que caminan entre bayonetas, éstos son llevados al Buen Suceso. En el trayecto, que es cono, los detenidos cruzan la puerta del Sol, llena de soldados y cañones, en cuyo pavimento, entre grandes regueros de sangre seca, yacen los caballos destripados por las navajas durante el combate de la mañana.

—¡Nos van a matar! —grita el napolitano Pechirelli a la gente con la que se cruzan junto a la Mariblanca—. ¡Estos canallas nos van a matar!

De la cuerda de presos se alza un clamor desgarrado, de protesta y desesperación, coreado por los familiares que siguen el triste cortejo. A todas esas voces y llantos acuden más soldados franceses, que dispersan a la gente y empujan entre culatazos a los hombres maniatados. Llegan así al Buen Suceso, en una de cuyas salas vacías son confinados los prisioneros mientras sus verdugos los despojan de los escasos objetos de valor y prendas de buena ropa que aún conservan. Luego, sacados de cuatro en cuatro, son puestos ante un piquete de fusileros dispuesto en el claustro, que los arcabucea a quemarropa mientras los amigos y familiares, que aguardan afuera o en los corredores del edificio, gritan horrorizados al oír las descargas.

El Buen Suceso es el comienzo de una matanza organizada, sistemática, decretada por el duque de Berg pese a sus promesas a la Junta de Gobierno. A partir de las tres de la tarde, el estrépito continuo de fusilería, los gritos de los torturados y el vocerío de los verdugos sobrecoge a los pocos madrileños que, buscando noticias de los suyos, se aventuran cerca del Buen Retiro y el paseo del Prado. La alameda y el terreno comprendido entre los Jerónimos, la fuente de la Cibeles, las tapias de Jesús Nazareno y la puerta de Atocha se convierten en vasto campo de muerte donde irán amontonándose cadáveres a medida que decline el día. Los fusilamientos, que empezaron de forma espontánea por la mañana y se intensifican ahora con las sentencias de muerte oficiales, se suceden hasta la noche. Sólo en el Prado, los sepultureros llenarán al día siguiente nueve carros de cadáveres, pues la cantidad de ejecutados allí es enorme. Entre ellos se cuentan el zapatero Pedro Segundo Iglesias, que tras matar a un francés fue delatado por un vecino en la calle del Olivar, el mozo de labor del real sitio de San Fernando Dionisio Santiago Jiménez
Coscorro
, el toledano Manuel Francisco González, el herrero Julián Duque, el escribiente de lotería Francisco Sánchez de la Fuente, el vecino de la calle del Piamonte Francisco Iglesias Martínez, el criado asturiano José Méndez Villamil, el mozo de cuerda Manuel Fernández, el arriero Manuel Zaragoza, el aprendiz de quince años Gregorio Arias Calvo —hijo único del carpintero Narciso Arias—, el vidriero Manuel Almagro López, y el joven de diecinueve años Miguel Facundo Revuelta, jardinero de Griñón que combatió junto a su padre Manuel Revuelta, en cuya compañía vino a Madrid para intervenir contra los franceses. También fusilan a otros infelices que no han participado en la lucha, como es el caso de los albañiles Manuel Oltra Villena y su hijo Pedro Oltra García, apresados en la puerta de Alcalá cuando, ajenos a todo, venían de trabajar fuera de la ciudad.

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