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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (36 page)

BOOK: Un día de cólera
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Sortez!
… ¡Afuega todos!

En un patio del palacio del Buen Retiro, el guardacoches del edificio, Félix Mangel Senén, de setenta años, entorna los ojos en la luz poniente y gris, bajo un cielo que de nuevo amenaza lluvia. Los franceses acaban de sacarlo a empujones de su improvisado calabozo, un almacén de la antigua fábrica de porcelana de la China donde ha pasado las últimas horas a oscuras, en compañía de otros detenidos. Mientras sus ojos se acostumbran a la claridad exterior, el guardacoches advierte que sacan también al cochero Pedro García y a los mozos de Reales Caballerizas Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y Antonio Romero, de cuarenta y dos —los tres son subordinados suyos, y juntos se han batido contra los franceses hasta caer presos en la reja del Botánico—. Con ellos vienen el alfarero Antonio Colomo, trabajador de los tejares de la puerta de Alcalá, el comerciante José Doctor Cervantes y el amanuense Esteban Sobola. Todos están mugrientos, heridos o contusos, muy maltratados después de que los capturasen luchando o con armas escondidas. Los franceses se han ensañado con el alfarero Colomo, que por resistirse cuando fueron a buscarlo al tejar donde se escondía, vino lleno de golpes y ensangrentado. Apenas se tiene en pie, hasta el extremo de que deben sostenerlo sus compañeros.


Allez!… Vite!

El modo en que los franceses aprestan los fusiles no deja lugar a dudas sobre la suerte que aguarda a los prisioneros. Al advertirlo, prorrumpen en ruegos y lamentos. Colomo cae al suelo, mientras Mangel y Martínez de la Torre, que retroceden hasta apoyar las espaldas en el muro, insultan con gruesos términos a los verdugos. De rodillas junto a Colomo, que mueve débilmente los labios rotos —está rezando en voz baja—, Antonio Romero pide misericordia con gritos desgarrados.

—¡Tengo tres hijos pequeños!… ¡Voy a dejar una mujer viuda, una madre anciana y tres criaturas!

Impasibles, los imperiales siguen con sus preparativos. Resuenan las armas al amartillarse. El amanuense Sobola, que conoce el francés, se dirige en ese idioma al suboficial que manda el piquete, proclamando la inocencia de todos. Para su fortuna, el suboficial, un sargento joven y rubio, se queda mirándolo.


Est-ce que vous parlez notre langue
? —pregunta, sorprendido.


Oui!
—exclama el amanuense, con la elocuencia de la desesperación—.
Je parle français, naturellement!

El otro aún lo observa un poco más, pensativo. Luego, sin decir palabra, lo aparta del grupo y lo aleja a empujones, devolviéndolo al calabozo mientras los soldados levantan los fusiles y apuntan al resto. Mientras se lo llevan —logrará salir de allí al día siguiente, milagrosamente vivo—, Esteban Sobola escucha los últimos gritos de sus compañeros, interrumpidos por una descarga.

Anochece. Sentado en un poyo junto a la fuente de los Caños, envuelto en su capote y cubierto con una montera, el cerrajero Blas Molina Soriano se confunde con la oscuridad que empieza a adueñarse de las calles de Madrid. Lleva un rato inmóvil, el corazón oprimido por cuanto ha visto. Se retiró a este rincón de la plaza desierta después de que unos jinetes franceses dispersaran un pequeño grupo de vecinos que, con el irreductible cerrajero entre ellos, reclamaba libertad para una cuerda de presos conducidos por la calle del Tesoro hacia San Gil. Toda la tarde, desde que salió de su casa al volver del parque de artillería, Molina ha ido de un lado a otro, consumido por la desazón y la impotencia. Nadie lucha ya, ni se resiste. Madrid es una ciudad en tinieblas, estrangulada por las tropas enemigas. Quienes se aventuran por las calles para cambiar de refugio, volver a casa o indagar el paradero de amigos y familiares, lo hacen furtivamente, apresurando el paso en las sombras, expuestos a ser detenidos o recibir, sin previo aviso, el disparo de un centinela francés. Las únicas luces encendidas son las hogueras que los piquetes imperiales hacen en esquinas y plazas con muebles de las viviendas saqueadas. Y esa luz oscilante, rojiza y siniestra, ilumina bayonetas, piezas de artillería, muros acribillados a balazos, cristales rotos y cadáveres tirados por todas partes.

Blas Molina se estremece bajo el capote. De algunas casas brotan gritos y llantos, pues las familias se angustian por la suerte de los ausentes o se duelen con tanta muerte consumada o inevitable. De camino a esta parte de la ciudad, el cerrajero se ha cruzado con parientes de presos y desaparecidos. Procurando no formar grupos que susciten la ira de los franceses, esa pobre gente acude a Palacio o a los Consejos, reclamando mediaciones imposibles: hace rato que ministros y consejeros se han retirado a sus casas; y a los pocos que interceden ante las autoridades imperiales nadie los atiende. Descargas aisladas de fusilería siguen sonando en la noche, tanto para señalar nuevas ejecuciones como para mantener a los madrileños amedrentados y en sus casas. De camino a los Caños del Peral, Molina ha visto cuatro cadáveres recientes junto al convento de San Pascual y otros tres entre la fuente de Neptuno y San Jerónimo —según contó un vecino, venían de esquilar mulas en el Retiro y los franceses les hallaron encima las tijeras—, además de mucho muerto suelto que nadie recoge y diecinueve cuerpos cosidos a tiros en el patio del Buen Suceso, todos en montón y arrimados a un muro.

Considerando todo eso con extremo dolor, Blas Molina llora al fin, de rabia y de vergüenza. Tantos valientes, concluye. Tantos muertos en el parque de Monteleón y en otros lugares, para que todo acabe bajo el telón siniestro de la noche negra, las hogueras francesas de las que llegan risas y voces de borrachos, las descargas que sobrecogen el corazón de los madrileños que hace un rato luchaban, desafiando el peligro, por su libertad y por su rey.

«Juro vengarme», se dice, erguido de pronto en la oscuridad. «Juro que me vengaré de los franceses y de cuanto han hecho. De ellos y de los traidores que nos han dejado solos. Y que Dios me mate si desmayo.»

Blas Molina Soriano mantendrá el juramento. La Historia de los turbulentos tiempos futuros ha de registrar, también, su humilde nombre. Huido de Madrid para evitar represalias, vuelto después de la batalla de Bailén a fin de colaborar en la defensa de la ciudad, huido de nuevo tras la capitulación, el tenaz cerrajero acabará por unirse a las guerrillas. Finalizada la contienda, Molina escribirá un memorial
—«Quedando abandonada mi mujer en total desamparo, para hacer yo el servicio de V.M y la Patria…» —
solicitando del rey un modesto empleo en la Corte. Pero Fernando VII, regresado a España tras pasar la guerra en Bayona felicitando a Bonaparte por sus victorias, no responderá nunca.

9

El asturiano José María Queipo de Llano, vizconde de Matarrosa y futuro conde de Toreno, tiene veintidós años. Elegante, culto, de ideas avanzadas que en otro momento lo situarían más cerca de los franceses que de sus compatriotas, será con el tiempo uno de los constitucionalistas de Cádiz, exiliado liberal con el regreso de Fernando VII y autor de una fundamental
Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
. Pero esta noche, en Madrid, el joven vizconde está lejos de imaginar todo eso; ni tampoco que dentro de veintiocho días se hará a la mar desde Gijón a bordo de un corsario inglés, con objeto de pedir ayuda en Londres para los españoles en armas.

—No hemos podido salvar a Antonio Oviedo —dice abatido, dejándose caer en un sillón.

Los amigos en cuya casa acaba de entrar —los hermanos Miguel y Pepe de la Peña— se muestran desolados. Desde media tarde, en compañía de su primo el también asturiano Marcial Mon, José María Queipo de Llano ha estado recorriendo Madrid en procura de la liberación de un íntimo de todos ellos, Antonio Oviedo; que, sin haber intervenido en los enfrentamientos, fue apresado por los franceses al cruzar una calle, yendo desarmado y sin que mediara provocación por su parte.

—¿Lo han fusilado? —pregunta Pepe de la Peña, lleno de angustia.

—A estas horas, seguro.

Queipo de Llano refiere a sus amigos lo ocurrido. Tras indagar el paradero de Antonio Oviedo, él y Mon averiguaron que lo habían llevado al Prado con otros presos, y que allí, pese a las promesas de Murat y a las afirmaciones de que todo estaba compuesto y terminado, se ejecutaba sin juicio ni procedimiento a revoltosos y a inocentes. Alarmados, los dos amigos fueron a casa de don Antonio Arias Mon, que además de gobernador del Consejo y miembro de la Junta de Gobierno es pariente del joven Marcial Mon y del propio Queipo de Llano.

—El pobre anciano, rendido de cansancio, estaba durmiendo la siesta… Confiaba, como todos, en que Murat mantendría su palabra. Y cuando logramos despertarlo y contarle lo que pasaba, no lo podía creer… ¡Tanto repugnaba a su honradez!

—¿Y qué hizo?

—Lo que cualquier persona decente. Convencido al fin de que cuanto contábamos era cierto, se lamentó, diciendo: «¡Y yo, que de buena fe, he procurado quitar las armas al pueblo, empeñando mi palabra!». Luego nos dio de su puño y letra una orden para que se pusiera en libertad a Oviedo, estuviera donde estuviese. Corrimos con ella de un lado a otro, pasando entre franceses y más franceses…

—Que nos dieron buenos sustos —apunta Marcial Mon.

—El caso es que terminamos en la casa de Correos —prosigue Queipo de Llano—, donde manda por los nuestros el general Sexti. Aunque lo de
manda
es un decir.

—Conozco a Sexti —dice Miguel de la Peña—. Un italiano estirado y fatuo, al servicio de España.

—Pues mal paga ese miserable a su patria adoptiva. Con la mayor frialdad del mundo, miró la orden, se encogió de hombros y dijo muy seco: «Tendrán que entenderse ustedes con los franceses»… De nada sirvió que le recordáramos que él es responsable, con el general Grouchy, del tribunal militar. Para evitar reclamaciones, respondió, le entrega todos los presos al francés y se lava las manos.

—¡El infame! —salta Pepe de la Peña.

—Eso mismo le dije, casi en esos términos, y me volvió la espalda. Aunque por un momento he temido que nos hiciera arrestar.

—¿Y Grouchy?

—No quiso recibirnos. Un edecán suyo nos echó del modo más grosero del mundo, y es una suerte que nos hayan dejado salir sin otra violencia. Temo que a estas horas, el pobre Oviedo…

Los cuatro amigos se quedan en silencio. A través de las ventanas cerradas llega el ruido de una descarga lejana.

—Oigo pasos en la escalera —dice Miguel de la Peña.

Se alarman todos, pues nadie está seguro esta noche en Madrid. Decidiéndose por fin, Marcial Mon se dirige a la puerta, la abre y da un paso atrás, como si acabara de ver a un espectro.

—¡Antonio!… ¡Es Antonio Oviedo!

Entre exclamaciones de alegría se precipitan todos sobre el amigo, que viene despeinado y pálido, con la ropa descompuesta. Llevado casi en brazos hasta un sofá, logra reponerse con una copa de aguardiente que le dan para que recobre el color y el habla. Después, Oviedo cuenta su historia: la de tantos madrileños que hoy se ven ante un pelotón de fusilamiento, con la venturosa diferencia de que, a punto de ser arcabuceado, debió la vida a la benevolencia de un oficial francés, que lo reconoció como cliente habitual de la Fontana de Oro.

—¿Y los demás?

—Muertos… Todos muertos.

Con el horror en la mirada, absorto en la noche que oscurece la ciudad, Antonio Oviedo bebe de un trago el resto del aguardiente. Y el joven Queipo de Llano, que atiende a su amigo con tierna solicitud, advierte espantado que algunos de sus cabellos se han vuelto blancos.

En otros infelices, las impresiones de la jornada que acaban de vivir afectan también a su razón. Es el caso del zaragozano Joaquín Martínez Valente, cuyo hermano Francisco, de veintisiete años, abogado de los Reales Colegios, tenía en la puerta del Sol un comercio en sociedad con el tío de ambos, Jerónimo Martínez Mazpule. Cerrada la tienda durante todo el día y abierta al fin con las paces de la tarde, a última hora se presentaron en ella varios soldados franceses y un par de mamelucos. Pretextando que desde allí se les hizo fuego por la mañana, rodearon a tío y sobrino en la entrada del comercio. Logró escapar Martínez Mazpule, atrancando la puerta; pero no Francisco Martínez Valente, golpeado y arrastrado hasta el portal de la tienda vecina. Allí, pese a los esfuerzos de los dependientes para meterlo dentro y salvarlo, el abogado recibió un pistoletazo que le reventó la cabeza en presencia del hermano, que acudía en su auxilio. Ahora, perdida la razón por la impresión y el terror del bárbaro sacrificio, Joaquín Martínez Valente delira recluido en casa de su tío, lanzando alaridos que estremecen al vecindario. Morirá meses más tarde, loco, en el manicomio de Zaragoza.

Muchos son los desgraciados ajenos a la revuelta que siguen cayendo víctimas de represalias, pese a la publicación de las paces, o confiados en ellas. Fuera de las ejecuciones organizadas, que seguirán hasta el alba, esta noche son asesinados numerosos madrileños por asomarse a balcones y portales, tener luz encendida en una ventana o hallarse a tiro de los fusiles franceses. Recibe así un balazo junto al río Manzanares, cuando regresa en la oscuridad con sus ovejas, el pastor de dieciocho años Antonio Escobar Fernández; y un centinela francés abate de un tiro a la viuda María Vals de Villanueva cuando ésta se dirige al domicilio de su hija, en el número 13 de la calle Bordadores. Los tiroteos esporádicos de la soldadesca borracha, provocadora o vengativa, también matan a inocentes dentro de sus casas. Es el caso de Josefa García, de cuarenta años, a quien una bala hiere de muerte al pararse junto a una ventana iluminada, en la calle del Almendro. Lo mismo les ocurre a María Raimunda Fernández de Quintana, mujer del ayuda de cámara de Palacio Cayetano Obregón, que aguarda en un balcón el regreso de su marido, y a Isabel Osorio Sánchez, que recibe un tiro cuando riega las macetas en su casa de la calle del Rosario. Mueren también, en la calle de Leganitos, el niño de doce años Antonio Fernández Menchirón y sus vecinas Catalina González de Aliaga y Bernarda de la Huelga; en la calle de Torija, la viuda Mariana de Rojas y Pineda; en la calle del Molino de Viento, la viuda Manuela Diestro Nublada; y en la calle del Soldado, Teresa Rodríguez Palacios, de treinta y ocho años, mientras enciende un quinqué. En la calle de Toledo, cuando el comerciante de lencería Francisco López se dispone a cenar con su familia, una descarga resuena contra los muros, rompe los vidrios de una ventana, y lo mata una bala.

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