Authors: Ira Levin
—De acuerdo —dijo Chip, y sonrió.
—Veamos qué dice de ti —señaló Bob. Cogió el telecomp y lo abrió sobre sus rodillas.
Chip se sentó en la cama y se acercó a él, tirando hacia arriba de la manga de su pijama para dejar al descubierto su pulsera.
—¿Crees que conseguiré un tratamiento extra? —preguntó.
—Si lo necesitas, sí —dijo Bob—. ¿Quieres conectarlo?
—¿Yo? —exclamó Chip—. ¿Puedo?
—Naturalmente —dijo Bob.
Chip apoyó cautelosamente el índice y el pulgar sobre el interruptor. Lo accionó. Inmediatamente se encendieron unas pequeñas luces, azul, ámbar, que Chip miró sonriente.
Bob, que lo estaba observando, sonrió a su vez.
—Toca —dijo.
Chip apoyó la pulsera contra la placa del escáner, y la luz azul se volvió roja.
Bob tecleó algo. Chip observó el rápido movimiento de sus dedos. El consejero siguió tecleando, finalmente pulsó el botón de respuesta y apareció una línea de símbolos verdes en la pantalla y una segunda línea debajo de la primera. Bob estudió los símbolos. Chip lo observó atentamente.
El consejero miró a Chip de reojo.
—Mañana a las 12.25 —dijo con una sonrisa.
—¡Estupendo! —exclamó Chip—. ¡Gracias!
—Gracias a Uni —dijo Bob mientras apagaba el telecomp y cerraba la tapa—. ¿Quién te habló de los incurables? ¿Jesús qué?
—DV33 algo —dijo Chip—. Vive en el piso veinticuatro.
Bob hizo chasquear los cierres del telecomp.
—Probablemente estará tan preocupado como tú —dijo.
—¿También podrá conseguir un tratamiento extra?
—Si lo necesita, sí. Avisaré a su consejero. Ahora a dormir, hermano, mañana tienes que ir a la escuela. —Bob cogió el libro de historietas de Chip y lo dejó sobre la mesilla de noche.
Chip se acostó y se abrazó sonriente a su almohada. Entonces Bob se puso en pie, apagó la lámpara, revolvió el pelo de Chip una última vez, se inclinó y le besó en la nuca.
—Te veré el viernes —dijo Chip.
—Exacto —dijo Bob—. Buenas noches.
—Buenas noches, Bob.
Los padres de Chip se levantaron ansiosamente cuando Bob entró en la sala de estar.
—Está bien —les dijo—. Ahora ya está prácticamente dormido. Recibirá un tratamiento extra mañana durante la hora del almuerzo, probablemente un poco de tranquilizante.
—Es un alivio —murmuró la madre de Chip.
—Gracias Bob —dijo el padre.
—Gracias a Uni —dijo Bob. Se dirigió al teléfono—. Quiero que ayuden también al otro chico —indicó—, el que le dijo... —apoyó su pulsera en la placa del teléfono.
Al día siguiente, después del almuerzo, Chip bajó por las escaleras mecánicas desde su escuela hasta el medicentro, tres pisos más abajo. Su pulsera, en contacto con el escáner de la entrada del medicentro, produjo un parpadeante y verde «sí» en el indicador, y otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sección de terapia, y otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sala de tratamientos.
Cuatro de las quince unidades estaban en mantenimiento, por lo que la cola era bastante larga. Sin embargo, no tardó en subir los escalones infantiles e introdujo el brazo, después de subirse la manga, en el interior de una abertura circular con los bordes forrados de caucho. Mantuvo el brazo inmóvil mientras el escáner del interior encontraba y se aferraba a su pulsera y el disco de infusión se aplicaba cálido y liso contra la suave blandura de la parte superior de su brazo. Los motores zumbaron dentro de la unidad, los líquidos gotearon. La luz azul encima de su cabeza se volvió roja, entonces el disco de infusión hormigueó, zumbó, cosquilleó en su brazo; finalmente la luz se volvió azul de nuevo.
Aquel mismo día, más tarde, en el patio de juegos, Jesús DV, el niño que le había hablado de los incurables, buscó a Chip y le dio las gracias por ayudarle.
—Gracias a Uni —dijo Chip—, conseguí un tratamiento extra. ¿Tú también?
—Sí —dijo Jesús—. Y también los otros chicos y Bob UT. Fue él quien me lo dijo.
—Me asustó un poco —reconoció Chip— pensar en miembros poniéndose enfermos y escapando.
—A mí también —admitió Jesús—. Pero ya no ocurre. Eso fue hace mucho, mucho tiempo.
—Los tratamientos son mejores ahora —dijo Chip.
—Y tenemos a UniComp velando por nosotros en toda la Tierra.
—Tienes razón —dijo Chip.
Apareció una supervisora y los empujó hacia un círculo de niños que estaban jugando a pasa la pelota, era un círculo enorme de cincuenta o sesenta niños y niñas, a un dedo de distancia unos de otros, que ocupaba más de una cuarta parte del bullicioso patio de recreo.
Su abuelo le había dado el nombre de Chip. Había dado a todos los miembros de su familia nombres extra que eran distintos de los suyos auténticos: a la madre de Chip, que era su hija, la llamaba Suzu en lugar de Anna; el padre de Chip, que pensaba que la idea del abuelo era estúpida, era Mike, no Jesús, y Paz era Sauce, nombre con que ella se negaba a tener nada que ver.
—¡No! ¡No me llames así! ¡Me llamo Paz! ¡Soy Paz KD37T5002!
Papá Jan era extraño. Parecía extraño, naturalmente; todos los abuelos tenían sus peculiaridades distintivas: unos cuantos centímetros que les hacían parecer demasiado altos, aunque también había abuelos que eran demasiado bajos, una piel demasiado clara o demasiado oscura, orejas grandes, nariz aguileña. Papá Jan era más alto y de piel más oscura de lo normal, sus ojos eran grandes y saltones y tenía dos manchas rojizas en su canoso pelo. Pero no sólo era extraño por su apariencia, sino también por lo que decía; eso era lo más curioso en él. Siempre estaba diciendo cosas con voz enérgica y entusiasmo, y sin embargo a Chip le daba la impresión de que no creía en absoluto en ellas, de que, de hecho, quería decir precisamente todo lo contrario. Sobre la cuestión de los nombres, por ejemplo:
—¡Maravilloso! ¡Estupendo! —decía—. ¡Cuatro nombres para los chicos y cuatro para las chicas! ¿Qué puede haber más libre de fricciones, más igual para todos? Aun así todo el mundo llamará a sus hijos como Cristo, Marx, Wood o Wei, ¿no?
—Sí —decía Chip.
—¡Por supuesto! —decía Papá Jan—. Y si Uni proporciona cuatro nombres para los chicos, ha de dar también cuatro para las chicas, ¿no? Escucha. —Hacía pararse a Chip, se agachaba, hablaba cara a cara con él y sus saltones ojos bailaban como si estuviera a punto de echarse a reír. Era día de fiesta e iban al desfile, el día de la Unificación o el Aniversario de Wei o lo que fuera; Chip tenía siete años—. Escucha, Li RM35M26J449988WXYZ —decía Papá Jan—. Escucha, voy a decirte algo fantástico, increíble. En mis días, ¿me escuchas?, ¡en mis días había más de veinte nombres distintos sólo para los chicos! ¿No lo crees? Por el Amor de la Familia, es verdad. Estaban Jan, John, Amu y Lev. ¡Higa y Mike! ¡Tonio! ¡Y en tiempos de mi padre había mucho más aún, quizá cuarenta o cincuenta! ¿No es ridículo? ¿Todos esos nombres distintos, cuando los miembros en sí son exactamente iguales e intercambiables? ¿No es la cosa más estúpida que hayas oído nunca?
Chip, confuso, asentía, tenía la sensación de que Papá Jan quería decir precisamente todo lo contrario, que de alguna forma no era estúpido y ridículo tener cuarenta o cincuenta nombres distintos sólo para los chicos.
—¡Míralos! —decía Papá Jan. Tomaba a Chip de la mano y seguían andando, después cruzaban el parque de la Unidad hacia el desfile del Aniversario de Wei—. ¡Exactamente iguales! ¿No es maravilloso? El mismo pelo, los mismos ojos, la misma piel, la misma forma; chicos y chicas, todos iguales. Como guisantes en una olla. ¿No es espléndido? ¿No es tope velocidad?
Chip enrojecía (no su ojo verde, no era igual que los demás).
—¿Qué significa «guisantes en una olla»?
—No lo sé. —respondía Papá Jan—. Cosas que solían comer los miembros antes de las galletas totales. Sharya acostumbraba a decirlo.
Era supervisor de construcción en EUR55131, a veinte kilómetros de ’55128, donde vivían Chip y su familia. Los domingos y días de fiesta iba hasta allí y les visitaba. Su esposa, Sharya, se había ahogado al hundirse el barco turístico en que viajaba en 135, el año que nació Chip; su abuelo no volvió a casarse.
Los otros abuelos de Chip, la madre y el padre de su padre, vivían en MEX10405, y los veía solamente cuando le telefoneaban por sus cumpleaños. Eran extraños, pero no tanto como Papá Jan.
La escuela era agradable y jugar era agradable. El Museo Pre-U era agradable, aunque algunas de las cosas que se exhibían le asustaban, las «lanzas» y las «pistolas», por ejemplo, y la «celda de prisión» con su «convicto» vestido con un traje a rayas y sentado en un camastro sujetándose la cabeza entre las manos, sumido en un inmóvil pesar que se prolongaba mes tras mes. Chip lo contemplaba siempre —se escabullía del resto de la clase si tenía que hacerlo— y, una vez lo había mirado, se alejaba de él rápidamente.
Los helados, los juguetes y los libros de historietas también eran agradables. En una ocasión, cuando Chip tocó con su pulsera la etiqueta de un juguete en el escáner de un centro de suministros, el indicador parpadeó rojo, «no», y tuvo que devolver el juguete, un juego de construcción, a la cesta de objetos rechazados. No comprendió por qué Uni lo había rechazado; era el día correcto y el juguete entraba en la categoría correcta.
—Tiene que haber alguna razón, querido —le dijo el miembro que estaba detrás de él—. Llama a tu consejero y averígualo.
Lo hizo, y resultó que el juguete le había sido negado sólo por unos días, no por completo; él había estado incordiando a un escáner en alguna parte, tocándolo con su pulsera una y otra vez, y ahora Uni le enseñaba que no debía volver a hacerlo. Aquel parpadeante
no
rojo fue el primero que recibió en su vida por algo que le importaba, no simplemente por meterse en la clase equivocada o ir al medicentro el día que no correspondía; le dolió y le entristeció.
Los cumpleaños eran agradables, y las Navidades y las Marxvidades y el día de la Unificación y los Aniversarios de Wood y Wei. Más agradables aún, porque eran menos frecuentes, resultaban sus días del eslabón. El nuevo eslabón era más brillante que los otros, y seguía siendo más brillante durante días y días y días; y luego, un día, se acordaba y miraba, y sólo había viejos eslabones, todos iguales e indistinguibles. Como guisantes en una olla.
En la primavera de 145, cuando Chip tenía diez años, él, sus padres y Paz obtuvieron un viaje a EUR00001 para ver UniComp. Estaba a más de una hora de camino de autopuerto a autopuerto, y era el viaje más largo que Chip recordaba haber hecho nunca, aunque según sus padres había volado de Mex a Eur cuando tenía sólo año y medio, y de EUR20140 a ’55128 unos meses más tarde. Hicieron el viaje a UniComp un domingo de abril, junto con una pareja que había cumplido ya los cincuenta (los extraños abuelos de alguien, ambos de piel más clara que lo normal, ella con el pelo cortado de una forma irregular) y otra familia, cuyos hijos, un niño y una niña también, tenían un año más que Chip y Paz. El otro padre condujo el coche desde el desvío de EUR00001 al autopuerto cerca de UniComp. Chip miró con interés mientras el hombre accionaba la palanca y los botones del coche. Resultaba curioso moverse lentamente sobre ruedas de nuevo después de haber volado a toda velocidad.
Hicieron fotos fuera de la cúpula de mármol blanco de UniComp más blanca y más hermosa de lo que era en los reportajes y en la televisión, del mismo modo que las montañas con los picos cubiertos de nieve más allá eran más majestuosas, el lago de la Hermandad Universal más azul y extenso y se unieron a la cola de la entrada, tocaron el escáner de admisión y entraron en el curvo vestíbulo blancoazulado. Un sonriente miembro vestido de azul pálido les indicó la hilera de ascensores. Fueron hacia allá, y de pronto Papá Jan se unió a ellos, sonriendo ante su sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el padre de Chip mientras Papá Jan besaba a su hija. Le habían dicho que les había sido concedido el viaje, pero no les había dicho nada de que él también lo hubiera solicitado.
Papá Jan besó al padre de Chip.
—Oh, simplemente decidí daros una sorpresa, eso es todo —explicó—. Quería contar a mi amigo —apoyó una ancha mano sobre el hombro de Chip— algunas cosas más sobre Uni de las que cuentan los auriculares. Hola, Chip. —Se inclinó y le besó en la mejilla, y Chip, sorprendido de ser la razón de que Papá Jan estuviera allí, le devolvió el beso.
—Hola, Papá Jan —dijo.
—Hola, Paz KD37T5002 —dijo Papá Jan gravemente, y besó a Paz. Ella le devolvió el beso y dijo hola.
—¿Cuándo pediste el viaje? —preguntó el padre de Chip.
—Unos pocos días después que vosotros —dijo, sin apartar la mano del hombro de Chip. La cola avanzó unos metros, y ellos se movieron con ella.
—Pero tú estuviste aquí hace sólo cinco o seis años, ¿no? —dijo la madre de Chip.
—Uni sabe quienes lo montaron —dijo Papá Jan con una sonrisa—. Obtenemos favores especiales.
—Eso no es cierto —dijo el padre de Chip—. Nadie obtiene favores especiales.
—Bien, de todos modos, aquí estoy —dijo Papá Jan, y dirigió su sonrisa hacia Chip—. ¿No es así, muchacho?
—Sí —dijo Chip, y le devolvió la sonrisa.
Papá Jan había ayudado a construir UniComp cuando era joven. Había sido su primera tarea.
El ascensor tenía cabida para una treintena de miembros, y en lugar de música se oyó una voz masculina:
—Buenos días, hermanos y hermanas. Bienvenidos al emplazamiento de UniComp. —Era una voz cálida y amistosa, que Chip reconoció de la televisión—. Como podéis apreciar, hemos empezado a movernos, y ahora estamos descendiendo a una velocidad de veintidós metros por segundo. Nos tomará un poco más de tres minutos y medio alcanzar la profundidad de cinco kilómetros de Uni. Este pozo por el que estamos bajando...
La voz siguió dando datos estadísticos acerca del tamaño del alojamiento de UniComp y el espesor de sus paredes, y les habló de su inmunidad contra cualquier trastorno natural o producido por el hombre. Chip había oído toda esa información antes, en la escuela y en la televisión, pero oírla entonces, mientras entraba en aquel alojamiento y cruzaba aquellas paredes, a punto de ver UniComp, la convertía en algo nuevo y excitante. Escuchó con atención, con la mirada fija en el disco del altavoz encima de la puerta del ascensor. La mano de Papá Jan seguía aún sobre su hombro, como si quisiera retenerle.