Y también Courane, algo insólito en aquel exiguo pasadizo. El propietario había sacado unas pocas mesas fuera, pero nadie se sentaba en las sillas de mimbre pintadas de blanco, bajo las sombrillas de Cinzano. Shaknahyi detuvo el motor y salimos del coche patrulla. Supuse que Chiri no había llegado aún o que me esperaba dentro. Me dolía el estómago.
—¡Agente Shaknahyi!
Un hombre de mediana edad se acercó a nosotros con una sonrisa de bienvenida. Debía de ser de mi estatura, quizás unos ocho o nueve kilos más pesado, con el cabello castaño peinado hacia atrás. Se dieron las manos y luego se volvió hacia mí.
—Sandor —dijo Shaknahyi—, éste es mi compañero, Marîd Audran.
—Encantado de conocerte —dijo Courane.
—Que Alá incremente tu honor —le respondí.
El aspecto de Courane era divertido.
—Muy bien —dijo Courane—. ¿Puedo ofreceros algo de beber?
Miré a Shaknahyi.
—¿Estamos de servicio? —le pregunté.
—No —contestó.
Pedí lo habitual y Shaknahyi se tomó una bebida suave. Seguimos a Courane dentro del establecimiento. Era exacto a como lo había descrito: relucientes mesas de acero y cristal, sillas blancas de mimbre, una hermosa barra antigua de madera oscura barnizada, ventiladores de techo cromados y, tal como Shaknahyi había mencionado, montones de polvorientas plantas artificiales en cestas que colgaban del techo.
Chiriga estaba sentada a una mesa cerca del fondo.
—¿Como estáis, Jirji, Marîd? —dijo.
—Muy bien. ¿Puedo invitarte a una copa?
—Nunca en mi vida he rechazado una. —Levantó su vaso—. ¿Sandy?
Courane asintió y fue a preparar nuestras bebidas.
Me senté al lado de Chiri.
—Bueno —dije, incómodo—. Quiero proponerte que trabajes en el club.
—Yasmin me mencionó algo —dijo Chiri—. Tiene huevos que me lo pidas.
—Oye, mira, te conté cuál era la situación. ¿Cuánto tiempo vas a seguir con esto?
Chiri me sonrió.
—No lo sé —dijo—. Estoy divirtiéndome mucho.
Había llegado al límite. Me sentía tan culpable...
—Muy bien, busca trabajo en cualquier otro sitio. Estoy seguro de que a una kaffir grande y fuerte como tú no le costará encontrar a quien le interese.
A Chiri pareció afectarle de veras.
—Vale, Marîd —dijo en voz baja—, dejémoslo.
Abrió el bolso, sacó un gran sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.
—¿Qué es esto?
—Las ganancias de ayer de tu maldito club. Se supone que debes dejarte ver a la hora de cerrar, ya sabes, contar la caja y pagar a las chicas. ¿O es que no te importa?
—A decir verdad, no me importa —dije echando un vistazo al montón de dinero que contenía el sobre—. Por eso quiero contratarte.
—¿Para hacer qué?
Separé las manos.
—Quiero que controles a las chicas. Y necesito que despojes a los clientes de su dinero. Eres famosa por eso. Haz exactamente lo que solías hacer.
Frunció el ceño.
—Solía irme a casa cada noche con todo lo que hay aquí —dijo dando unos golpecitos en el sobre—. Ahora sólo voy a sacar unos pocos kiams de aquí y otros de allí, lo que tú decidas soltarme. No me hace gracia.
Courane llegó con nuestras bebidas y las pagué.
—Iba a ofrecerte mucho más de lo que sacan las chicas —le dije a Chiri.
—No esperaba menos —dijo asintiendo enfáticamente con la cabeza—. Apuéstate el culo, cielo, a que si quieres que dirija tu club por ti, tendrás que aflojar pasta en firme. El negocio es el negocio y la marcha es la marcha. Quiero el cincuenta por ciento.
—¿Has decidido convertirte en mi socia? —Debí esperar algo así. Chin sonrió lentamente, mostrando esos largos y afilados caninos suyos. Para mí valía más del cincuenta por ciento—. Está bien.
Se quedó perpleja, como si no esperase que se lo concediera con tanta facilidad.
—Debí pedirte más —dijo amargamente—. Y no bailaré si no me apetece.
—Perfecto.
—Y el nombre del club seguirá siendo Chiriga.
—Muy bien.
—Y dejarás que sea yo quien contrate y despida a las chicas. No quiero cargar con Fanya «espectáculo de suelo» si te hace cosquillas para que le des un empleo. La puta va muy cargada, vomita sobre los clientes.
—Tienes muchas exigencias, Chiri.
Me dirigió una sonrisa lobuna.
—Las deudas son muy putas.
Chiri estaba exprimiendo hasta la última gota de ventaja de esta situación.
—Vale, tú escoges tu equipo.
Se detuvo para beber.
—Por cierto —dijo—, me llevo el cincuenta por ciento de los beneficios, ¿no?
Chiri era fantástica.
—Oh, sí —dije riendo—. ¿Por qué no dejas que te acompañe hasta el Budayén? Puedes empezar a trabajar esta misma tarde.
—Ya he pasado por ahí. He dejado a Indihar como encargada. —Se dio cuenta de que su vaso estaba vacío y lo levantó, moviéndolo ante Courane—. ¿Quieres jugar a una cosa, Marîd?
Señaló con el pulgar hacia el fondo del bar, donde Courane tenía una unidad Transpex.
Se trata de un juego que permite a dos personas con implantes corímbicos sentarse frente a frente y conectarse a la unidad central de proceso de la máquina. El primer jugador imagina un escenario fantástico con todo lujo de detalles y se convierte en un entorno totalmente realista para el segundo jugador, que puntúa según lo bien que se adapte o sobreviva. A su vez, el segundo jugador hace lo mismo con el primero.
Es un juego estupendo para apostar. Al principio me asustaba bastante, porque mientras juegas te olvidas de que sólo es un juego. Parece absolutamente real. Los jugadores ejercen un poder demiúrgico sobre el otro. El modelo de Courane parecía una versión antigua cuyos dispositivos de seguridad podían ser evitados por un mecánico ingenioso. Corren rumores de que la gente puede sufrir graves parálisis y oclusiones coronarias conectados a un Transpex.
—Vamos, Audran —dijo Shaknahyi—, veamos cómo te lo montas.
—Está bien, Chiri —dije—, juguemos.
Se levantó y se acercó a la cabina del Transpex. La seguí y también Shaknahyi y Courane.
—¿Deseas apostar el otro cincuenta por ciento de mi club? —dijo.
Sus ojos centelleaban por encima del borde de su vaso de cóctel.
—No puedo hacerlo. A Papa no le gustaría.
Me sentía seguro porque había leído las mejores puntuaciones de la máquina. Un Transpex perfecto eran 1.000 puntos y mi promedio era superior a los 800. Las puntuaciones máximas de esa máquina estaban por debajo de los 700. Quizá las puntuaciones eran bajas porque el bar de Courane no atraía a muchos chalados de dudosa calaña como yo.
—Apostaré sólo el contenido de ese sobre.
Le pareció bien.
—Puedo cubrir la apuesta —dijo.
No dudaba de que Chiri podía conseguir un montón de dinero en metálico cuando se lo propusiera.
Courane nos sirvió bebidas a todos. Shaknahyi acercó una silla de mimbre para poder ver las imágenes que el ordenador construiría a partir de las fantasías que Chiri y yo íbamos a concebir. Metí cinco kiams en la máquina Transpex.
—Puedes empezar, si lo deseas —dije.
—Sí —respondió Chiri—. Será divertido hacerte sudar.
Cogió uno de los moddies que incorporaba la Transpex y se lo conectó en su enchufe corímbico; entonces apretó Primer Jugador en la consola. Cogí la segunda conexión, murmuré «Basmala» y me enchufé el Segundo Jugador.
Al principio todo era una especie de niebla cálida y luminosa, veteada de iridiscencias, como los destellos de una madreperla. Audran estaba perdido en una nube, pero no sentía miedo. Todo estaba absolutamente tranquilo y en silencio, ni siquiera se oía el suspiro de la brisa. Era consciente de que un delicado aroma le rodeaba, la fragancia del aire fresco del mar. Entonces las cosas empezaron a cambiar.
Ahora flotaba en la nube, ya no sentado ni de pie, sino a la deriva a través del espacio, relajada y pacíficamente. Audran aún no estaba preocupado, era una sensación perfectamente confortable. Poco a poco la niebla comenzó a disiparse. De repente Audran se dio cuenta de que no estaba flotando, sino nadando en medio de un cálido mar moteado por el sol.
Por debajo de él se agitaban largos zarcillos de algas que se adherían a los montículos de coral de vivos colores. Anémonas de diversos tamaños y formas alargaban sus ávidos tentáculos hacia él, pero él surcaba el agua manteniéndose inteligentemente fuera de su alcance.
La visión de Audran era deficiente, pero sus demás sentidos le informaban de lo que sucedía a su alrededor. El olor a brisa marina fue sustituido por infinidad de aromas sutiles que no podía describir, pero que le resultaban dolorosamente familiares. Llegaban hasta él sonidos sibilantes y fluidos que resonaban en tonos amortiguados.
Audran era un pez. Se sentía libre y fuerte y estaba hambriento. Se zambulló hasta el ondulante fondo del mar, cerca de las anémonas urticantes donde se reunían pequeños peces en busca de protección. Se abalanzó sobre ellos, tragando bocados de criaturas escarlata y amarillas. Había saciado el hambre, al menos por el momento. La corriente le traía el olor de otros de su especie y giró hacia ellos.
Nadó un buen rato hasta que se percató de que había perdido el rastro. Audran no podía decir cuánto tiempo había transcurrido. Ni le importaba. Nada le importaba en los mares resplandecientes y soleados. Atisbo por encima de un espléndido escollo, amenazando a los delicados plumeros, precipitando la fuga de gambas a franjas escarlata y cangrejos de porcelana.
De súbito el océano se oscureció por encima de él. Una sombra nadaba sobre él y Audran sintió un escalofrío de alarma. No podía mirar hacia arriba, pero la frecuencia de las olas le avisó de que algo enorme le acechaba. Audran recordó que no estaba solo en ese océano: había llegado el momento de huir. Se zambulló sobre el arrecife y describió un recorrido zigzagueante a pocos centímetros del suelo de arena.
La voraz sombra le perseguía de cerca. Audran buscó algún sitio para esconderse, pero no había dónde, ni restos de naufragios, ni rocas, ni cuevas ocultas. De un brusco y evasivo coletazo giró y volvió apresuradamente por donde había venido. La cosa que le perseguía continuó a la zaga, perezosa e indolente.' De improviso, se lanzó sobre él una ávida y rabiosa máquina de matar, toda insensibles ojos negros y brillantes dientes de acero. Huyó del fondo del mar. Audran surcó el agua verde hacia la superficie, aunque sabía que allí no existía ningún refugio. La gran bestia le seguía de cerca. Audran cortó las olas dejando una estela de espuma, hasta el temible y denso aire, y... voló. Se deslizó sobre el agua vestida de blanco hasta que, por fin, se desplomó exhausto en el grato elemento.
Y ahí estaba la criatura de pesadilla, con la horrible boca abierta para devorarlo. La afilada mandíbula se cerró despacio, victoriosa, hasta que para Audran sólo hubo oscuridad y la certeza de la agonía venidera.
—Jo —murmuré, cuando el Transpex me devolvió la consciencia.
—Vaya juego —dijo Shaknahyi.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Chiri.
Parecía encantada.
—Muy bien —dijo Courane—, seiscientos veintitrés. Era un escenario prometedor, pero no llegaste a provocarle pánico.
—Pues juro que lo he intentado —dijo ella—. Quiero otra copa.
Me dedicó una sonrisa caprichosa.
Saqué mi caja de píldoras y me tragué ocho Paxium con un sorbo de ginebra. Puede que como pez no me hubiera paralizado el terror, pero ahora sentía una fuerte reacción nerviosa.
—Yo también quiero otra copa. Invito a todos a una ronda —dije.
—Pez gordo —bromeó Shaknahyi.
Tanto Chiri como yo esperamos a que nuestros latidos se ralentizaran hasta la normalidad. Courane trajo una bandeja con bebidas frescas y observé como Chiri se acababa la suya de dos largos tragos. Se estaba vacunando contra las maldades que yo me disponía a infligir a su mente. Lo necesitaría.
Chiri apretó Segundo Jugador en la consola del juego y vi como sus ojos se cerraban despacio. Parecía dormitar plácidamente. Terminaría en una huida infernal. En la pantalla holo apareció el mismo haz opalescente por el que yo vagaba hasta que Chiri decidió que era un océano. Alargué la mano y apreté el panel de Primer Jugador.
Audran miraba por encima de la bola de niebla, como Alá desde los cielos. Se concentró en construir una fantasía rica en detalles y le complacían sus progresos. En lugar de permitir que poco a poco tomara forma y realidad, Audran liberó una explosión de información sensorial. Mucho más abajo, la mujer se maravillaba de la pureza del color de ese mundo, la claridad del sonido, la intensidad del gusto, de la textura y el olor. Gritó y su voz reverberó como un carillón en el aire fresco y limpio. Cayó de rodillas, cerró fuertemente los ojos y se tapó los oídos con las manos.
Audran tenía paciencia. Deseaba que la mujer explorara su creación. No iba a esconderse tras un árbol, saltar y asustarla. Ya habría tiempo para el terror.
Después de un rato, la mujer bajó las manos y se levantó. Miró a su alrededor desconcertada.
—¿Marîd? —llamó.
Una vez más el sonido de su propia voz resonó con una estridencia artificial. Miró detrás de ella, hacia las montañas de niebla púrpura del oeste. Luego se volvió hacia el este, hacia la costa de un lago pantanoso que reflejaba el azul imposible del cielo. A Audran no le importaba la dirección que ella tomase, al final daría lo mismo.
La mujer decidió seguir la línea pantanosa hacia el sudeste. Caminó durante horas, escuchando el trino límpido de los pájaros cantores e inhalando el penetrante perfume de flores desconocidas. Después de un rato el sol descansó sobre los hombros de las colinas púrpura que había dejado atrás y luego se hundió, sumiendo la fantasía de Audran en la oscuridad. La dotó de una luna llena, enorme y brillante, plateada como una bandeja. La mujer empezaba a sentir cansancio y decidió acostarse sobre la hierba de olor dulce y dormir.
Audran la despertó por la mañana con una plácida lluvia.
—¿Marîd? —volvió a gritar, sin obtener respuesta alguna—, ¿cuánto tiempo piensas dejarme aquí? —dijo temblando.
El dorado sol se elevó aún más y, aunque entibiaba la mañana, el calor nunca era sofocante. Justo después del mediodía, cuando la mujer había recorrido casi la mitad del camino alrededor del lago, llegó hasta un pabellón hecho de seda carmín y azul zafiro.