Un fuego en el sol (17 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un fuego en el sol
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—¿Qué demonios es todo esto, María? —gritó la mujer—. Termina de una vez, ¿quieres?

La mujer se acercó con desconfianza al pabellón.

—Hola —dijo.

Al cabo de un momento una joven vestida de blanco salió del pabellón. Andaba descalza y su rubísimo pelo caía descuidado sobre uno de sus hombros. Sonreía y llevaba una bandeja de madera.

—¿Tienes hambre? —le preguntó con voz cordial.

—Sí—dijo la mujer.

—Me llamo Maryam. Te estaba esperando. Lo siento, todo lo que tengo es pan y leche fresca.

Le sirvió leche de una jarrita de plata en un vaso de plata.

—Gracias.

La mujer comió y bebió con avidez.

Maryam ahuecó la mano para hacerse sombra en los ojos.

—¿Vas a la feria?

La mujer sacudió la cabeza.

—No sé nada de ninguna feria.

Maryam se echó a reír.

—Todo el mundo va a la feria. Vamos, te llevaré.

La mujer esperó mientras Maryam volvía a desaparecer dentro del pabellón con las cosas del desayuno. Regresó al cabo de un instante.

—Ahora ya nos hemos encontrado —dijo alegremente—. Podemos conocernos mejor mientras caminamos.

Continuaron bordeando el lago hasta que la mujer divisó unas cuantas tiendas altas de lona a rayas, con pendones flotando al viento. Oyó la risa y los gritos de mucha gente, el sonido de las hachas cortando la madera y el del metal golpeando contra el metal. Podía oler el pan en el horno, buñuelos de canela y el cordero asándose sobre ascuas de carbón. La boca se le hizo agua y su inquietud crecía sin remedio.

—No tengo dinero —dijo.

—¿Dinero? —preguntó Maryam riendo—. ¿Qué es el dinero?

La mujer pasó la tarde yendo de tienda en tienda, viendo extrañas exhibiciones y espectáculos milagrosos. Probó comidas exóticas y bebió mezclas de licores desconocidos. De vez en cuando recordaba su temor. Miraba por encima del hombro, preguntándose cuándo cambiaría el lado afable de su fantasía.

—¿Marîd? —llamó—, ¿qué estás haciendo?

—¿A quién llamas? —preguntó Maryam.

—No estoy segura —dijo la mujer.

Maryam volvió a reír.

—Mira esto —dijo, tirando de la manga de. la mujer, mostrándole una caseta donde una musculosa mujer formaba un turbador collage con uñas, dientes y ojos de lagarto.

Escucharon a unos niños tocar una curiosa música con instrumentos hechos de los esqueletos de pequeños animales, y vieron a varias viejas hilar su propio cabello blanco en una hebra y luego tejer con ella servilletas y bufandas.

Una de las viejas desdentadas vio a Maryam y a la mujer.

—Tomad —dijo con voz áspera.

—Gracias, abuela —dijo Maryam, eligiendo un par de pañuelos de pelo humano.

Las horas pasaban y por fin el sol empezó a ponerse. La luna salió tan llena como la noche anterior.

—¿Seguirá esto toda la noche? —preguntó la mujer.

—Toda la noche y todo el día de mañana —dijo Maryam—. Siempre.

La mujer se encogió de hombros.

Desde ese momento no pudo evitar un terror creciente, ni la sensación de que había sido encantada y abandonada en ese lugar. No recordaba quién era antes de despertar junto al lago, pero le parecía que la habían engañado horriblemente. Rezaba a alguien llamado María. Se preguntaba si sería Dios.

—María —murmuró temerosa—, me gustaría que pusieras fin a esto.

Pero Audran no estaba dispuesto a concluir ahí. Vio como la mujer y Maryam, soñolientas, encontraban una gran tienda llena de cómodos almohadones y sábanas de satén y fino lino. Se acostaron y se durmieron.

Por la mañana la mujer se levantó alarmada por estar aún en la feria eterna. Maryam consiguió un buen desayuno de salchichas, pan frito, tomates asados y té caliente. El entusiasmo de Maryam era ilimitado y condujo a la mujer a entretenimientos aún más inquietantes. Sin embargo, en la mujer crecía un temor malsano.

—Me has tenido aquí dos días, Marîd—imploró—. Por favor, mátame y déjame salir.

Audran no dio ninguna señal, ninguna respuesta.

Pasaron el tercer día examinando una cosa sorprendente tras otra: muchachas adolescentes que parecían tener rosas vivas en lugar de pechos, un candelero cuyas velas no alumbraban en presencia de un infiel, la representación de un combate entre un ciego y dos dragones enloquecidos, una familia que construía con hierro una maqueta a escala de la feria, proyecto que les había ocupado durante generaciones y que quizá nunca terminasen, una jaula de grillos a quienes habían enseñado a recitar el Shahada, el testamento de la fe islámica.

Pasó la tarde y volvió a caer la noche. Por toda la feria, los hombres colocaban antorchas encendidas en baluartes de hierro, sobre altos postes. Maryam seguía llevando a la mujer de tienda en tienda, pero la mujer ya no disfrutaba del espectáculo. Sentía la proximidad de la catástrofe. Sentía la urgente necesidad de escapar, pero sabía que jamás encontraría la salida del infinito territorio de la feria.

Y entonces sonó un grito de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó atónita.

La gente huía a su alrededor.

—Yallah! —gritó Maryam, con el rostro lleno de horror—. ¡Corre! ¡Corre y salva tu vida!

—¿Qué es eso? —gritó la mujer —. ¡Dime qué es eso!

Maryam cayó al suelo, llorando y sollozando.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —murmuraba una y otra vez.

La mujer no pudo obtener más información de ella.

La dejó allí y siguió al río de gente aterrorizada que corría entre las tiendas. Y entonces la mujer los vio: dos inmensos gigantes, de un tamaño utópico, cientos de metros de altura, aplastando el paisaje al aproximarse. Caminaron por las remotas montañas y el estruendo de sus impresionantes pisadas agitaba las aguas del lago. La tierra palpitaba a medida que se acercaban. La mujer se llevó una mano al pecho, luego retrocedió unos pasos, temblorosa.

Uno de los gigantes volvió la cabeza y la miró directamente. Era espantoso y horrible, con una gran cicatriz que le surcaba la cuenca vacía de un ojo y un puñado de colmillos podridos y rotos. Extendió el brazo y señaló hacia ella.

—No —dijo ella, con la voz enronquecida por el miedo—, ¡a mí no!

Quiso correr pero no podía moverse. El gigante se detuvo ante ella, feroz y amenazador. Se inclinó para cogerla en su enorme mano.

—¡María! —sollozó la mujer—. ¡Por favor!

No ocurrió nada. El puño del gigante la atenazó.

La mujer intentó desconectarse el moddy, pero sus brazos estaban paralizados.

El gigante desfigurado la levantó del suelo y se la acercó a su único ojo. Esbozó una horrible sonrisa y se echó a reír del terror de la mujer. Su apestoso aliento le producía náuseas. Luchó por levantar las manos y quitarse el moddy. Pero sus manos estaban rígidas. Lloraba y lloraba y, por fin, se desmayó.

Se me nublaron los ojos por un instante y pude oír a Chiri recuperando el aliento a mi lado. No creí que estuviera tan alterada. Después de todo sólo era un juego Transpex, no era la primera vez que lo hacía. Sabía lo que le esperaba.

—Eres un cabrón morboso, Marîd —dijo por fin.

—Oye, Chiri, sólo estaba...

Movió la mano ante mí.

—Lo sé, lo sé. Has ganado el juego y la apuesta. Aún estoy un poco aturdida, eso es todo. Te daré el dinero esta noche.

—Olvídate del dinero, Chiri, yo...

No debí decir eso.

—Hey, hijo de puta, cuando pierdo una apuesta, pago. Cogerás el dinero o te lo haré tragar. Pero, Dios, tienes una imaginación retorcida.

—Esa última parte —dijo Courane con aprobación—, cuando no podía levantar las manos para desenchufarse el moddy, fue realmente desalmada.

—Algo endiabladamente sádico, por tu parte —dijo Chiri, temblando aún—. Es la última vez que toco un Transpex contigo.

—Unos cuantos puntos adicionales, eso es todo, Chiri. No sabía cuál era mi puntuación. Podía haber necesitado dos puntos más.

—Has terminado con novecientos cuarenta y uno —dijo Shaknahyi. Me miraba con extrañeza, impresionado por mi puntuación y al mismo tiempo con repugnancia—. Tenemos que irnos.

Se levantó y echó el último trago de su bebida floja.

Yo también me levanté.

—¿Estás bien ya, Chiri? —dije, poniéndole la mano en el hombro.

—Estoy perfectamente. Aún tiemblo por el juego. Fue como una pesadilla —dijo mientras respiraba hondo—. Tengo que regresar al club para que Indihar pueda irse a casa.

—¿Te acercarnos? —dijo Shaknahyi.

—Gracias —dijo Chiri—, pero tengo mi propio vehículo.

—Entonces, nos vemos luego —le dije.

—Kwa herí, bastardo.

Al menos se rió al decirlo. Pensé que quizás las cosas se habían arreglado entre nosotros. Me alegraba mucho de eso.

Una vez afuera, Shaknahyi sacudió la cabeza y sonrió.

—Ella tenía razón, sabes. Fue algo muy sádico. Como una tortura innecesaria. Eres un degenerado hijo de puta.

—Tal vez.

—Y tengo que circular por la ciudad contigo.

Ya estaba harto de hablar de eso.

—¿Es hora de fichar? —pregunté.

—Casi. Vayamos a la comisaría y luego ¿por qué no vienes a cenar a mi casa? ¿Tienes algún plan? ¿Crees que Friedlander Bey se las arreglará sin ti por una noche?

No soy una persona muy sociable y siempre me siento incómodo en las casas de los demás. Sin embargo, la idea de pasar una noche lejos de Papa y su circo de emociones me resultó extraordinariamente atractiva.

—Seguro —dije.

—Déjame llamar a mi esposa y preguntarle si le va bien esta noche.

—No sabía que estuvieras casado, Jirji.

Se limitó a levantar las cejas y dictar su código al teléfono. Mantuvo una breve conversación con su esposa y luego volvió a colgarse el teléfono en el cinturón.

—Dice que perfecto. Ahora se dedicará a limpiar y a cocinar. Se vuelve loca cuando llevo a alguien a casa.

—No tiene que molestarse por mí —le dije.

Shaknahyi sacudió la cabeza.

—No es por ti, créeme. Procede de una familia anticuada y se pasa todo el tiempo demostrando que es la perfecta esposa musulmana.

Nos detuvimos en la comisaría, cedimos el coche patrulla a los muchachos del turno de noche y nos reportamos brevemente a Hajjar. Luego fichamos y bajamos la escalera hacia la calle.

—Normalmente voy a casa caminando a no ser que llueva —dijo Shaknahyi.

—¿A cuánto queda? —pregunté.

Era una tarde agradable pero no deseaba dar una larga caminata.

—A unos cinco kilómetros o cinco y medio.

—Olvídalo —dije—. Buscaré un taxi.

Siempre había siete u ocho taxis esperando pasajeros en el bulevar il—Jameel, cerca de la puerta este del Budayén. Busqué a mi amigo Bill, pero no lo vi. Tomamos otro taxi y Shaknahyi indicó la dirección al taxista.

Era una casa de apartamentos en una zona de la ciudad llamada Haffe al—Khala, el umbral del desierto. Shaknahyi y su familia vivían tan al sur como se extendía la ciudad, tan cerca del desierto que montañas de arena, que parecían pequeñas dunas, reptaban hasta las paredes de los edificios. En estas calles no había ni árboles ni flores. Estaban desiertas, silenciosas y muertas, era el lugar más triste que había visto en mi vida.

Shaknahyi debió de adivinar lo que estaba pensando.

—Es todo lo que puedo pagar —dijo amargamente—. Vamos, es mejor por dentro.

Lo seguí hasta el zaguán de la casa y luego escalera arriba hasta su piso de la tercera planta. Abrió la puerta de la entrada y de inmediato fue atajado por dos niños pequeños. Se colgaron de sus piernas mientras entraba en el recibidor. Shaknahyi se inclinó riendo y puso las manos en las cabezas de los niños.

—Mis hijos —dijo con orgullo—. Éste es el pequeño Jirji, tiene ocho años, y Hakim de cuatro. Zahra tiene seis. Seguramente está ayudando a su madre en la cocina.

Bueno, no tengo demasiada paciencia con los niños. Supongo que a los demás les gustan, pero yo nunca he comprendido para qué son. Sin embargo, cuando se tercia puedo ser educado con ellos.

—Tienes unos hijos muy guapos —dije—. Te hacen honor.

—Es la voluntad de Alá —dijo Shaknahyi, encendido de orgullo como una maldita linterna.

Dijo al pequeño Jirji y a Hakim que fueran a jugar y, para mi desilusión, me dejó a solas con ellos mientras iba a comprobar los progresos de la cena. A los niños no les deseo ningún mal, pero mi filosofía sobre la crianza de los niños es algo excesiva. Creo que se debe conservar al niño unos pocos días después de su nacimiento —hasta que la sensación de novedad se extingue— y entonces meterlo en una gran caja de cartón con los mejores libros de las civilizaciones oriental y occidental. Luego enterrar la caja y abrirla cuando el niño tenga dieciocho años.

Miré con aprensión primero al pequeño Jirji y luego a Hakim, que me controlaban mientras me sentaba en el sofá. Hakim se me acercó con un muñeco de juguete de color encarnado intenso y otro en su boca.

—¿Y ahora qué hago? —murmuré.

—¿Muchachos, cómo lo estáis pasando ahí fuera? —dijo Shaknahyi.

Estaba salvado. Shaknahyi regresó al salón y se sentó a mi lado en un viejo y ruinoso sillón.

—Fantástico —dije.

Elevé una pequeña oración a Alá. Parecía que iba a ser una noche muy larga.

Una niña muy guapa, con una cara muy seria, entró en la habitación, llevando una bandeja de porcelana con hummus y pan. Shaknahyi le cogió la bandeja y la besó en ambas mejillas.

—Ésta es Zahra, mi pequeña princesa —dijo—. Zahra, éste es el tío Marîd.

¡Tío Marîd! Nunca había oído algo tan grotesco.

Zahra me miró, se sonrojó violentamente y corrió a la cocina mientras su padre reía. Siempre he causado ese efecto en las mujeres.

Shaknahyi señaló la bandeja de hummus.

—Por favor —dijo—, sírvete tú mismo.

—Que crezca tu prosperidad, Jirji.

—Que Dios prolongue tu vida. Voy a buscar un poco de té —dijo, levantándose y entrando en la cocina.

Deseaba que cesara de preocuparse. Me ponía nervioso y además me dejaba en inferioridad numérica con los niños. Corté un trozo de pan y lo mojé en el hummus, sin perder de vista al pequeño Jirji y a Hakim. Parecían jugar entre ellos sin, en apariencia, prestarme atención, pero no iban a concederme una tregua tan fácilmente.

Shaknahyi regresó al cabo de unos minutos.

—Creo que conoces a mi esposa.

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