—En su opinión, ¿cuántos años tenía?
—Unos cuarenta. Y con toda certeza, no es un inmigrante clandestino. Pero será difícil identificarlo.
—¿No hay huellas dactilares?
—¿Bromea, inspector?
—¿Por qué está convencido de que se trata de un homicidio?
—Es una opinión personal, que conste. Verá, el cuerpo está lleno de heridas causadas por las rocas, contra las cuales se golpeó repetidamente.
—No hay rocas en la zona donde yo lo he recogido.
—¿Y qué sabe usted de dónde viene? El cuerpo ha ido a la deriva durante mucho tiempo antes de que usted lo encontrara. Entre otras cosas, fue picoteado por cangrejos. Aún tenía dos en la garganta, muertos... Le decía que está lleno de heridas, naturalmente asimétricas, todas
post mortem
. Pero hay cuatro simétricas y perfectamente definidas, de forma circular.
—¿Dónde?
—En las muñecas y en los tobillos.
—¡Claro, era eso! —exclamó Montalbano, sobresaltado. Antes de quedarse dormido por la tarde le había acudido a la mente un detalle que no había sabido descifrar: el brazo, el bañador enrollado alrededor de la muñeca...—. Tenía un corte alrededor de la muñeca izquierda... —dijo muy despacio.
—¿Usted también lo observó? Y lo había también alrededor de la otra muñeca y de los tobillos. Eso a mi juicio sólo significa una cosa...
—Que lo mantenían atado —terminó por él Montalbano.
—Exactamente. ¿Y sabe con qué lo habían atado? Con alambre, y apretado hasta el punto que le había cortado la carne. Si lo hubieran hecho con una cuerda o con hilo de nailon, las heridas no habrían sido tan profundas, y seguramente no habríamos descubierto las marcas. Antes de tirarlo al agua, le quitaron los alambres. Querían que pareciera un ahogamiento.
—¿No hay ninguna esperanza de poder encontrar alguna prueba científica?
—Podría haberla, pero eso depende del doctor Mistretta. Habría que mandar hacer unos análisis especiales en Palermo para ver si en algún punto de las marcas quedan restos de metal o herrumbre, pero es un proceso muy largo. Y eso es todo. Se me está haciendo tarde.
—Muchas gracias, doctor.
Se estrecharon la mano. El comisario regresó al coche y emprendió el camino de vuelta. Circulaba muy despacio, enfrascado en sus pensamientos, cuando un vehículo que venía por detrás le puso las largas, reprochándole su lentitud. Montalbano se apartó para dejarlo pasar, y el otro coche, una especie de torpedo plateado, lo adelantó y se detuvo de golpe. Soltando una sarta de maldiciones, el comisario frenó. A la luz de los faros, vio asomar por la ventanilla una mano que le hacía la señal de los cuernos. Fuera de sí, bajó del coche dispuesto a buscar pelea. Entonces el piloto del torpedo bajó también. Montalbano se quedó petrificado. Era Ingrid, que le sonreía con los brazos extendidos.
—He reconocido tu coche —dijo la sueca.
¿Cuánto hacía que no se veían? Por lo menos un año, seguro. Se abrazaron con fuerza. Ingrid le dio un beso y después extendió los brazos y lo apartó para verlo mejor.
—Te he visto desnudo en la televisión —dijo entre risas—. Todavía estás muy bueno...
—Y tú cada vez estás más guapa —replicó con toda sinceridad el comisario.
Ingrid volvió a abrazarlo.
—¿Está Livia aquí?
—No.
—Pues entonces me apetecería sentarme un ratito contigo en la galería.
—De acuerdo.
—Espera..., que voy a quitarme de encima un compromiso.
Charló por el móvil y después preguntó:
—¿Tienes whisky?
—Una botella sin estrenar. Mira, Ingrid, toma las llaves de casa y adelántate. Yo no puedo seguirte.
La sueca se rió, cogió las llaves y desapareció cuando el comisario aún no se había puesto en marcha. Se alegraba de aquel encuentro, que le permitiría, aparte del placer de pasar unas cuantas horas con una vieja amiga, interponer la distancia necesaria para reflexionar con la mente fría sobre lo que le había revelado el doctor Pasquano.
Cuando llegó a Marinella, Ingrid le salió al encuentro y lo abrazó con fuerza.
—Estoy autorizada —le dijo al oído.
—¿Por quién?
—Por Livia. Nada más entrar, ha sonado el teléfono y he contestado. No debería haberlo hecho, lo sé, pero me ha salido espontáneamente. Era ella. Le he dicho que estabas a punto de llegar, pero ha contestado que no volvería a llamar. Ha dicho que no te encontrabas muy bien y que, como enfermera, me autorizaba a cuidarte y consolarte.
¡Mierda! Livia debía de haberse cabreado en serio. Ingrid no había comprendido, o fingía no haber comprendido, la venenosa ironía de Livia.
—Disculpa —dijo Montalbano, librándose del abrazo.
Marcó el número de Boccadasse, pero la línea estaba ocupada. Seguramente Livia había descolgado el teléfono. Mientras Ingrid trajinaba por la casa, buscando la botella de whisky, sacando del congelador los cubitos de hielo y llevándolo todo a la galería, volvió a intentarlo. La línea seguía ocupada y el comisario se rindió y fue a sentarse al lado de Ingrid. Era una noche muy agradable, el cielo estaba cubierto por tiras de nubes deshilachadas y se oía el leve susurro de un arrullador oleaje. Un pensamiento, mejor dicho, una pregunta, surgió en la mente del comisario, haciéndolo sonreír. ¿Habría sido aquella noche tan idílica, la habría visto de la misma manera, si no hubiera tenido a Ingrid a su lado, la cual, después de haberle servido una generosa dosis de whisky, había apoyado la cabeza contra su hombro? La sueca se puso a hablar de sí misma y terminó tres horas y media más tarde, cuando a la botella le faltaban sólo cuatro dedos para que quedara certificada oficialmente su defunción. Le contó que su marido era el típico cabrón. Después de separarse, había estado un tiempo en Suecia porque sentía añoranza de su familia («vosotros los sicilianos me la habéis contagiado») y también le reveló que había tenido dos amantes. El primero, un diputado de estricta observancia eclesiástica que se apellidaba Frisella, o Grisella —el comisario no lo entendió muy bien—, el cual, antes de acostarse con ella, se arrodillaba y pedía perdón a Dios por el pecado que estaba a punto de cometer; el segundo, el capitán de un petrolero que se había jubilado antes de tiempo gracias a una herencia. Con éste, la cosa habría podido convertirse en algo más serio, pero ella decidió cortar. Aquel hombre, que se apellidaba Lococo o Lococco —el comisario no lo entendió muy bien—, la inquietaba y la ponía nerviosa. Ingrid tenía una capacidad extraordinaria para describir los aspectos cómicos y grotescos de sus hombres y Montalbano se lo pasó muy bien con ella. Fue una velada más relajante que un masaje.
A pesar de una ducha eterna y de cuatro cafés seguidos, cuando se sentó al volante de su coche aún tenía la cabeza aturdida por el exceso de whisky de la víspera. Por lo demás, se sentía completamente restablecido.
—
Dottori
, ¿se ha recuperado de la molestia? —le preguntó Catarella.
—Me he recuperado, gracias.
—
Dottori
, lo vi en la tele. ¡Virgen santa, qué corporación tiene!
Una vez en su despacho, llamó a Fazio, que se presentó de inmediato, devorado por la curiosidad de saber qué había dicho el doctor Pasquano. Sin embargo, no preguntó ni dijo nada. Sabía que el comisario estaba viviendo unos días muy negros y a la mínima prendería como una cerilla. Montalbano esperó a que se sentara, fingiendo que estudiaba unos papeles. Lo hacía por pura y simple perversidad, pues había visto la pregunta dibujada en los labios de Fazio. Quería tenerlo en ascuas. De pronto, sin levantar la vista de los papeles, dijo:
—Homicidio.
Pillado por sorpresa, Fazio pegó un brinco en la silla.
—¿Le pegaron un tiro?
—No.
—¿Lo apuñalaron?
—No. Lo ahogaron.
—¿Y cómo ha podido el doctor Pasquano...?
—Pasquano ha echado un simple vistazo al cadáver y se ha formado una opinión. Pero es muy difícil que Pasquano se equivoque.
—¿Y en qué se basa?
El comisario se lo contó todo, y añadió:
—El hecho de que Mistretta no esté de acuerdo con Pasquano puede sernos de mucha ayuda. En el informe, en el apartado «causa de la defunción», Mistretta seguramente escribirá «ahogamiento», aunque utilizando terminología científica, naturalmente. Y eso nos protegerá. Podremos trabajar en paz sin que el jefe superior, la Brigada Móvil y compañía nos toquen los cojones.
—Y yo ¿qué tengo que hacer?
—En primer lugar, pide que te envíen una ficha con todos los datos personales de los que dispongan: estatura, color del cabello, edad, cosas de ese tipo.
—Y también una fotografía.
—Fazio, ¿tú viste en qué estado se encontraba? ¿A tu juicio aquello era un rostro?
Fazio puso cara de decepción.
—Puedo decirte, si te sirve de consuelo, que es posible que cojeara, pues tenía una antigua herida de bala en la pierna.
—Aun así, será difícil identificarlo.
—Tú inténtalo. Y comprueba las denuncias de desaparición. Pasquano dice que el muerto llevaba por lo menos un mes de crucero.
—Lo intentaré —dijo Fazio en tono dubitativo.
—Tengo que salir. Estaré fuera un par de horas.
Se dirigió al puerto, se detuvo, bajó del coche y se encaminó hacia el muelle donde permanecían amarradas dos embarcaciones de pesca, las otras ya llevaban un buen rato faenando. Tuvo suerte, la «Madre di Dio» aún se encontraba allí, pues estaban revisando el motor. Se acercó y vio al patrón, Ciccio Albanese, que estaba en la cubierta dirigiendo las operaciones.
—¡Ciccio!
—Comisario, ¿es usted? Voy ahora mismo.
Se conocían desde hacía tiempo y congeniaban. Albanese tenía más de sesenta años y el rostro curtido por el aire salado. Llevaba faenando desde los seis y se decía que nadie conocía como él la mar entre Vigàta y Malta y entre Vigàta y Túnez. Era capaz de corregir cartas náuticas y portulanos. En el pueblo se rumoreaba que, en épocas de escasez de trabajo, no había desdeñado dedicarse al contrabando de cigarrillos.
—¿Te molesto, Ciccio?
—No, señor comisario. Usía nunca molesta.
Montalbano le explicó lo que quería de él. Albanese se limitó a preguntar cuánto tiempo le llevaría. El comisario se lo dijo.
—Chicos, vuelvo dentro de un par de horas.
Y siguió a Montalbano, que ya estaba dirigiéndose a su coche. Efectuaron el trayecto en silencio. El vigilante del depósito de cadáveres le dijo al comisario que el doctor Mistretta aún no había llegado y que sólo estaba su ayudante Jacopello. Montalbano lanzó un suspiro de alivio. El posible encuentro con Mistretta le habría estropeado el resto del día. A Jacopello, que era un fidelísimo colaborador de Pasquano, se le iluminó el rostro al ver al comisario.
—¡Dichosos los ojos!
El comisario sabía que con Jacopello no era necesario ir con tapujos.
—Este es mi amigo Ciccio Albanese, un hombre de mar. Si hubiera estado aquí Mistretta, le habríamos dicho que mi amigo deseaba ver el cadáver porque temía que fuera un marinero suyo que había caído al agua. Pero contigo no hace falta hacer comedia. Si Mistretta te pregunta, ya sabes la respuesta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Acompáñenme.
Con el paso del tiempo, la palidez del cadáver se había acentuado. Su piel parecía la de una cebolla extendida sobre un esqueleto. Había trozos de carne adheridos aquí y allá, a la buena de Dios. Mientras Albanese lo estudiaba, Montalbano le preguntó a Jacopello:
—¿Tú conoces la opinión del doctor Pasquano sobre cómo murió este pobre hombre?
—Por supuesto. Estuve presente en la discusión. Mistretta se equivoca. Mire usía mismo.
Los surcos circulares y profundos alrededor de las muñecas y los tobillos habían adquirido, entre otras señales, una especie de color grisáceo.
—Jacopè, ¿conseguirás convencer a Mistretta de que mande realizar el examen de los tejidos?
Jacopello soltó una carcajada.
—¿Qué se apuesta a que lo logro?
—¿Apostar contigo? Jamás.
Jacopello era famoso por su afición a las apuestas. Apostaba sobre toda suerte de cosas, desde las previsiones meteorológicas a cuántas personas fallecerían de muerte natural en una semana; pero lo bueno era que raras veces perdía.
—Le diré que, por si acaso, es mejor realizar el análisis. ¿Qué sucedería si el comisario Montalbano descubría más tarde que no había sido una desgracia, sino un homicidio? Mistretta prefiere ir de culo antes que hacer el ridículo. Pero se lo advierto, comisario, los análisis llevarán tiempo.
Sólo durante el camino de regreso, Albanese decidió abandonar su mutismo. Abrió la boca y musitó:
—¡En fin!...
—En fin ¿qué? —replicó, molesto, el comisario—. ¿Te pasas media hora mirando el cadáver y lo único que se te ocurre decir es «en fin»?
—Todo esto es muy raro —dijo Albanese—. Con la de ahogados que yo he visto... Pero éste es...
Dejó la frase sin terminar, distraído por un pensamiento.
—Según el doctor, ¿cuánto tiempo llevaba en el agua?
—Aproximadamente un mes.
—No, señor comisario. Como mínimo, dos meses.
—Si llevara dos meses, no habríamos encontrado el cadáver, sino sólo trozos.
—Eso es lo raro.
—Explícate mejor, Ciccio.
—Mire, no me gusta decir chorradas, pero...
—¡Si supieras las que digo y hago yo! ¡Ánimo, Ciccio!
—¿Ha visto las heridas causadas por las rocas?
—Sí.
—Son superficiales,
dottore
. Hace un mes hubo diez días seguidos de mar gruesa. Si el cuerpo hubiera golpeado contra las rocas, no habría sufrido ese tipo de heridas. Lo más probable es que se le hubiera desprendido la cabeza, que se le hubieran roto las costillas y que un saliente de roca lo hubiera traspasado.
—A lo mejor, durante esos días malos que tú dices, el cadáver se encontraba en mar abierto y no tropezó con ninguna roca.
—¡Comisario, usía lo ha encontrado en una zona donde las corrientes van a la inversa!
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo ha encontrado delante de Marinella?
—Sí.
—Pues allí hay unas corrientes que o llevan a mar abierto o siguen paralelas a la costa. En cuestión de dos días el cadáver habría llegado a cabo Russello. Usía puede poner la mano sobre el fuego.
Montalbano se calló y se puso a pensar. Después dijo:
—Eso de las corrientes tendrías que explicármelo mejor.