—¿Te encuentras mal?
—Estoy cansado. Yo y mis hombres ya no podemos más. Cada noche hay un desembarco de entre un mínimo de veinte y un máximo de ciento cincuenta inmigrantes clandestinos. El jefe superior ha ido a Roma precisamente para explicar la situación y pedir más hombres. ¡Pero ya puedes imaginarte! Regresará acompañado de buenas palabras.
Cuando Montalbano le comunicó la desaparición de la inmigrante con los tres niños, Riguccio no dijo nada. Se limitó a levantar los ojos de su desordenado escritorio y a mirarlo en silencio.
—Te lo tomas con mucha calma... —le espetó el comisario.
—¿Qué tendría que hacer en tu opinión? —replicó Riguccio.
—Pues no sé, ordenar una investigación, enviar algún fax...
—Pero ¿es que la has tomado con esos desgraciados?
—¡¿Yo?!
—Sí, tú. Parece que los quieras mal.
—¿Que yo los quiero mal? ¡Eres tú el que estás de acuerdo con este Gobierno!
—No siempre. A veces sí, y a veces no. Mira, Montalbà, yo soy alguien que va a misa los domingos porque cree. Y punto. Te contaré lo que ha sucedido, hay precedentes. Verás, aquella mujer os tomó el pelo a ti y al personal de la ambulancia.
—¿La caída fue fingida?
—Sí, señor, puro teatro. Ella quería que la llevaran a Urgencias, porque saben que allí es más fácil escabullirse.
—Pero ¿por qué? ¿Tenía algo que esconder?
—Probablemente sí. A mi juicio, se trata de una reagrupación familiar.
—Explícate mejor.
—Casi con toda seguridad, su marido trabaja ilegalmente en el país y ha pagado a ciertas personas para que le traigan a la familia. Si la mujer hubiera actuado según la ley, habría tenido que declarar que el marido está en situación ilegal. Y, con la nueva ley, los habrían expulsado a todos. Por eso han recurrido a un
accurzo
, un atajo.
—Entiendo —dijo el comisario.
Sacó del bolsillo las tres tabletas de chocolate y las depositó sobre el escritorio de Riguccio.
—Las había comprado para esos niños —musitó.
—Se las daré al mío —dijo Riguccio, guardándolas en el cajón del escritorio.
Montalbano lo miró perplejo. Sabía que Riguccio, casado desde hacía seis años, ya había perdido las esperanzas de tener un hijo. El subjefe comprendió lo que estaba pensando.
—Teresa y yo hemos adoptado a un niño de Burundi. Ah, casi se me olvida. Aquí tienes las gafas.
Catarella estaba ocupado con el ordenador, pero en cuanto vio al comisario lo dejó todo y se le acercó corriendo.
—¡Ah,
dottori, dottori
! —exclamó.
—¿Qué haces en el ordenador? —le preguntó Montalbano.
—¡Ah! Es una identificación que me ha pedido Fazio. De aquel muerto que nadaba y que usía encontró mientras también nadaba.
—Bueno. ¿Qué querías decirme?
Catarella se turbó visiblemente y se miró la punta de los zapatos.
—¿Y bien?
—Pido perdón, pero me he olvidado,
dottori
.
—No te preocupes, cuando te vuelva a la mente ya me lo...
—¡Ya me ha vuelto,
dottori
! ¡De nuevo nuevamente ha tilifoniado Poncio Pilato! Le he dicho que usía me había dicho que le dijera que estaba reunido con el señor Caifás y el señor Sanedrín, pero él no se dio por enterado y me dijo que le dijera a usía que tiene que decirle una cosa.
—Muy bien, Catarè. Si vuelve a llamar, dile que te diga lo que tiene que decirme y después me lo dices.
—
Dottori
, le pido perdón, pero tengo una curiosidad. ¿Poncio Pilato no fue aquél?
—¿Aquél quién?
—¿Aquel que en los tiempos antiguos se lavó las manos?
—Sí.
—¿Y entonces el que tilifona debe de ser un descendiente?
—Cuando llame, pregúntaselo tú mismo. ¿Está Fazio?
—Sí, señor
dottori
. Ahora mismo acaba de volver.
—Mándamelo al despacho.
—¿Permite que me siente? —preguntó Fazio—. Con el debido respeto, tengo los pies que me echan humo de tanto caminar. Y estoy todavía al principio.
Se sentó, sacó del bolsillo unas fotografías y se las entregó al comisario.
Montalbano las examinó. Todas mostraban el rostro de un cuarentón cualquiera; en una de ellas llevaba el cabello largo, en otra lucía bigote, en una tercera aparecía con el cabello muy corto, y así sucesivamente. Pero todas eran —¿cómo decirlo?— absolutamente anónimas, inertes, despersonalizadas, sin luz en los ojos.
—Sigue pareciendo un muerto —dijo el comisario.
—¿Y qué quiere, que le devolvieran la vida? —saltó Fazio—. Mejor no podían hacerlas. ¿Recuerda a qué había quedado reducida la cara del cadáver? A mí me serán muy útiles. Le he facilitado una copia a Catarella para las comprobaciones de archivo, pero será una tarea muy larga, un latazo tremendo.
—No lo dudo —dijo Montalbano—. Pero te veo un poco nervioso. ¿Qué ocurre?
—
Dottore
, ocurre que el trabajo que he hecho y que me queda por hacer es inútil.
—¿Por qué?
—Nosotros estamos buscando en los pueblos de la costa. ¿Y quién nos dice que a este hombre no lo mataron en un pueblo del interior, lo metieron en un portamaletas, lo llevaron a una playa y lo arrojaron al mar?
—No lo creo. En general, los que son asesinados en el campo o en los pueblos del interior acaban dentro de un pozo o son arrojados a un barranco. En cualquier caso, ¿qué nos impide buscar primero en los pueblos de la costa?
—Nos lo impiden mis pobres pies,
dottore
.
Antes de acostarse llamó a Livia. Estaba de mal humor por no haber podido ir a Vigàta. Sabiamente, Montalbano dejó que se desahogara, emitiendo de vez en cuando un «humm» que servía para certificar su atención. Después Livia, sin solución de continuidad, le preguntó:
—¿Qué querías decirme?
—¿Yo?
—Vamos, Salvo. La otra noche me dijiste que querías contarme una cosa, pero que preferías hacerlo en persona. Y como yo no puedo ir, pues me lo vas a decir ahora mismo por teléfono.
Montalbano maldijo su larga lengua. Si Livia hubiera estado presente mientras él le contaba la historia de la fuga del pequeño durante el desembarco, habría podido matizar debidamente las palabras, el tono y los gestos, para evitar que se entristeciera recordando a François. Al menor cambio de expresión en su rostro, habría sabido cómo modificar el tono del relato, pero en cambio así... Intentó zafarse a la desesperada.
—¿Sabes que no consigo recordar lo que quería decirte?
Inmediatamente se mordió los labios. Había cometido una estupidez.
—Ni lo intentes, Salvo. Vamos, dímelo.
Durante los diez minutos que duró el relato, Montalbano tuvo la sensación de estar caminando por un campo de minas. Livia no lo interrumpió, ni hizo el menor comentario.
—... y, por consiguiente, el subjefe Riguccio está convencido de que se trata de una reagrupación familiar, como lo llama él, felizmente conseguida —terminó diciendo mientras se secaba el sudor.
Ni siquiera el final feliz de la historia provocó una reacción por parte de Livia. El comisario comenzó a preocuparse.
—Livia, ¿estás ahí?
—Sí. Estoy pensando.
El tono era firme, no se percibía el menor quiebro en la voz.
—¿En qué? No hay nada que pensar, es una historia sin la menor importancia.
—No digas idioteces. También sé por qué preferías contármela en persona.
—Pero ¿qué demonios estás diciendo? Yo no...
—Dejémoslo correr.
Montalbano permaneció mudo.
—De todas maneras..., hay algo raro —dijo Livia al cabo de un rato.
—¿A qué te refieres?
—¿A ti te parece normal?
—¡Pero si no sé de qué me estás hablando!
—El comportamiento del niño.
—¿Te parece raro?
—Por supuesto. ¿Por qué quería escapar?
—¡Livia, trata de comprender la situación! ¡Aquel niño estaba muerto de miedo!
—No lo creo.
—¿Por qué?
—Porque un niño muerto de miedo, si tiene a su madre cerca, se agarra a sus faldas con todas sus fuerzas, como tú mismo has dicho que hacían los otros dos.
«Es cierto», se dijo en su fuero interno el comisario.
—Cuando se rindió —prosiguió diciendo Livia—, no se rindió al enemigo, que en aquel momento eras tú, sino a las circunstancias. Se dio cuenta de que no tenía escapatoria. ¿Miedo? ¡Y un cuerno!
—A ver si lo entiendo —dijo Montalbano—. ¿Me estás diciendo que aquel niño estaba aprovechando la situación para huir de su madre y de sus hermanos?
—Si las circunstancias son como tú me las has contado, creo que sí.
—Pero ¿por qué?
—Eso ya no lo sé. A lo mejor, no quiere volver a ver a su padre... Ésa podría ser una explicación lógica.
—¡Claro! Y prefiere irse a la buena ventura, en un país desconocido cuya lengua ignora, sin un céntimo en el bolsillo, sin apoyo y sin nada... ¡Ese niño tendría como mucho seis años!
—Salvo, recuerda que ese niño no es de aquí. Los niños de esos países parece que tengan seis años, pero, por su experiencia, ya son hombres hechos y derechos. Con el hambre, la guerra, las matanzas, la muerte y el miedo, no se tarda mucho en madurar.
«Eso también es cierto», se dijo Montalbano en su fuero interno.
Con una mano levantó la sábana, con la otra se apoyó en la cama, levantó la pierna izquierda... y se quedó así, como fulminado.
De repente, sintió que se le helaba la sangre en las venas. ¿Por qué le había venido de pronto a la mente la mirada del niño mientras él lo sujetaba por una mano y su madre corría a su encuentro? Entonces no había comprendido aquella mirada; ahora, después de lo que le había dicho Livia, sí. Los ojos del pequeño le dirigían una súplica. Le estaban diciendo: por lo que más quieras, déjame ir, déjame escapar. Y se echó amargamente la culpa de no haber sabido leer de inmediato el significado de aquella mirada mientras volvía a acostarse. Estaba perdiendo reflejos, costaba reconocerlo, pero así era. ¿Cómo no se había dado cuenta —utilizando las palabras del doctor Pasquano— de que las cosas no eran lo que parecían?
—
Dottori
? Está al tilífono una infirmera del hospital de Montelusa, el San Gregorio...
¿Qué le ocurría a Catarella? ¡Había dicho bien el nombre del hospital!
—¿Qué quiere?
—Quiere hablar con usted en persona personalmente. Dice que se llama Agata Militello. ¿Se la paso?
—Sí.
—¿Comisario Montalbano? Soy Agata Militello y...
¡Milagro! Se llamaba auténticamente así. ¿Qué estaba ocurriendo en el mundo, que hasta Catarella acertaba dos nombres seguidos?
—... soy enfermera del San Gregorio. Me he enterado de que ayer estuvo usted aquí para interesarse por una inmigrante ilegal con tres niños. Yo vi a esa mujer y a sus tres hijos.
—¿Cuándo?
—La otra noche. Como estaban empezando a llegar los heridos de Scroglitti, me llamaron del hospital para preguntarme si podía incorporarme al servicio, pues era mi día de descanso. Mi casa no queda muy lejos, y suelo ir andando. Cuando estaba llegando al hospital, vi a la mujer, que corría con los tres niños. Un coche se detuvo cerca de ella y el hombre que iba al volante la llamó. Subieron y se alejaron a toda velocidad.
—Mire, voy a hacerle una pregunta que le parecerá extraña, pero le ruego que lo piense bien antes de contestar. ¿Vio algo que le llamara la atención?
—¿Qué quiere decir?
—No sé..., ¿le dio la impresión, por ejemplo, de que el niño mayor trataba de escapar?
Agata Militello lo pensó detenidamente.
—No, comisario. Ése fue el primero en subir. Su madre lo empujó hacia dentro. Después subió ella con los pequeños.
—¿Se fijó en la matrícula?
—No. No se me ocurrió mirarla. No me pareció que hubiera motivo.
—Claro. Le agradezco su llamada.
Aquel testimonio cerraba definitivamente el asunto. Riguccio tenía razón, se trataba de una reagrupación familiar, aunque el niño mayor albergara una opinión y unos sentimientos distintos al respecto.
La puerta golpeó con violencia y Montalbano pegó un brinco en la silla. Un trozo de revoque se desprendió de la pared, a pesar de que había sido arreglado hacía menos de un mes. El comisario alzó los ojos y vio a Catarella en el umbral. Esta vez ni siquiera se había dignado decir que se le había ido la mano. La expresión de su rostro era tan radiante que una marcha triunfal habría sido el fondo musical más apropiado.
—¿Y bien? —preguntó Montalbano.
Catarella sacó pecho y emitió una especie de barrito. Desde el despacho contiguo acudió Mimì, alarmado.
—¿Qué ocurre?
—¡La he encontrado! ¡He hecho la identificación! —gritó Catarella, al tiempo que se acercaba y depositaba sobre el escritorio una fotografía ampliada y una ficha impresa por el ordenador.
Tanto la fotografía ampliada como la pequeñita, que estaba pegada en la esquina superior izquierda de la ficha, parecían corresponder al mismo hombre.
—¿Queréis explicarme qué es lo que ocurre? —preguntó Mimì Augello.
—Pues claro,
dottori
—contestó orgulloso Catarella—. Esta fotorafía grande me la dio Fazio y representa al hombre muerto que la otra mañana nadaba con el
dottori
. Ésta, en cambio, la he idintificado yo. Mire,
dottori
. ¿No son como dos gotas de agua?
Mimì rodeó el escritorio, se situó a la espalda del comisario y se inclinó para mirar. Después emitió su veredicto:
—Se parecen, pero no son la misma persona.
—
Dottori
, pero usía tiene que considirar una considiración —replicó Catarella.
—¿Cuál?
—Que la fotorafía grande no es una fotorafía sino un dibujo fotorafiado de una pobrable cara de muerto. Es un dibujo. Puede haber un irror.
Mimì abandonó el despacho reafirmándose en su idea:
—No son la misma persona.
Catarella extendió los brazos y miró al comisario, como poniendo en sus manos su suerte. O en el polvo o en el altar. Había cierto parecido, eso era innegable. Por probar no se perdía nada. El hombre se llamaba Ernesto Errera. Había cometido una serie de delitos, todos en la provincia de Cosenza y alrededores, que iban desde el robo con violencia al atraco a mano armada. Llevaba más de dos años huido. Para ahorrar tiempo, era mejor no seguir el procedimiento habitual.
—Catarè, ve donde el
dottor
Augello y pregúntale si tenemos algún amigo en la Jefatura Superior de Cosenza.