«Eso no importa, sin embargo —prosiguió—, pues todo lo que Phor Tak podía hacer por Tul Axtar ya lo había hecho y teniendo el nuevo fusil en su poder, al jeddak le satisfizo deshacerse del viejo científico.
Ni que decir que yo estaba muy interesado en los que Nur An había dicho sobre el fusil y confiaba en que siguiera dándome una descripción más detallada del arma, pero no me atreví a insinuárselo por temor a que la lealtad natural que todo hombre siente por el país donde ha nacido pudiera coartarle de divulgar sus secretos militares a un extranjero. Sin embargo, pronto aprendería que esos elevados sentimientos de patriotismo que son parte de cada hombre de Helium, eran inducidos tanto por el amor y el respeto que sentimos por nuestros jeddaks como por nuestro afecto natural a la tierra que nos vio nacer; aunque, por otra parte, los jaharianos sólo consideraban con desprecio y desdén a su jefe de estado y no sentían lealtad hacia él, que era en efecto el Estado, consideraban el patriotismo como una muletilla, una palabra sin sentido, que un amo indigno había utilizado para sus propios fines hasta despojarla de significado y así, aunque por el momento me sentí sorprendido, no tardé en comprender porqué Nur An me explicó voluntariamente todo lo que sabía sobre la nueva y extraña arma de Jahar y los medios de defensa contra ella.
—Este nuevo fusil —prosiguió tras un instante de silencio— dejará impotentes a todos los ejércitos y armadas de Barsoom frente a nosotros. Lanza un rayo invisible cuyas vibraciones provocan tal cambio en la constitución de los metales que los desintegra. No soy científico y no entiendo por completo la explicación exacta del fenómeno, pero por lo que pude colegir cuando se discutía sobre la nueva arma en Jahar tengo la impresión de que los rayos cambian la polaridad de los protones de las sustancias metálicas, liberando toda la masa como electrones libres. También he oído la teoría de que Phor Tak descubrió en el curso de su investigación que el principio fundamental en el que se basan el tiempo, la materia y el espacio es el mismo y que lo que realmente hacen los rayos lanzados por este fusil es convertir cualquier masa de metal a la que sean dirigidos en sus constituyentes de espacio más elementales.
«Sea como sea —continuó—, Tul Axtar tenía los hombres y el arma, pero dudó. Estaba asustado y buscó alguna otra excusa para retrasar la guerra de conquista y rapiña que sus millones de súbditos exigían ahora, y para ello insistió en el plan de encontrar algún medio de defensa contra el nuevo fusil, basando su exigencia en la posibilidad de que alguna otra potencia pudiera descubrir un arma similar o llegara, mediante el empleo de espías y soplones, a conocer el secreto de Jahar. Probablemente muy para su sorpresa y sin duda para su vergüenza, un hombre, que había sido ayudante en el laboratorio de Phor Tak logró desarrollar una sustancia que disipaba los rayos de la nueva arma, con lo que la convertía en inocua. Con esta sustancia, que tiene un color azulado, es con la que se pintan ahora las partes metálicas de los buques, armas y correajes de Jahar.
Abrió una pausa.
—Pese a todo, Tul Axtar pospuso la guerra una vez más, insistiendo en la producción de un número enorme de fusiles del nuevo modelo y una poderosa flota de buques de guerra en los que montarlos y entonces, como él dice, salir a conquistar Barsoom.
Ahora estaba totalmente clara para mí la destrucción de un barco patrulla sobre Helium la noche en que Sanoma Tora fue raptada. Y cuando Nur An me contó, más adelante, que Tul Axtar había enviado aviones experimentales a atacar Tjanath, comprendí que el aparato azul en el que Tavia y yo habíamos llegado había causado gran preocupación, pero el pensamiento que tenía alterada mi mente, al extremo de olvidarme de las vicisitudes de Sanoma Tora, era que en algún lugar en el aire viciado del moribundo Barsoom una gran flota heliuménica se disponía a atacar Jahar; eso, al menos, era lo que yo suponía ya que no tenía razones para dudar de que el mensaje que entregué al mayordomo del palacio de Tor Hatan no hubiera sido entregado al Señor de la Guerra. Encontrarme así, cargado con cadenas en las mazmorras de Tjanath mientras la gran flota de Helium se dirigía a su destrucción me llenó de horror. Había visto con mis propios ojos los efectos de esta nueva arma y sabía que no era un sueño de Nur An cuando dijo que con ella Tul Axtar conquistaría el mundo. Pero había defensa contra ella. Si no podía recobrar la libertad no conseguiría alertar a las naves de Helium y salvarlas de su inevitable sino, pero, también en relación con mi búsqueda de Sanoma Tora en la ciudad de Jahar, podría descubrir el secreto de la defensa contra el arma desarrollada por los jaharianos.
¡Libertad! Antes me había parecido lo más deseable del mundo; ahora se había hecho imprescindible.
Condenado a muerte
No estuve mucho tiempo en las mazmorras de Tjanath antes de que llegaran los guerreros, y me quitaran los grilletes para sacarme del calabozo. Sólo eran dos y no pude por menos que darme cuenta de su descuido y de la laxitud de su disciplina mientras me escoltaban hasta el piso superior del palacio, pero, al mismo tiempo, pensé que esto sólo significaba que la actitud de los oficiales había cambiado y que me iban a poner en libertad.
Nada había digno de destacar en el palacio de jed de Tjanath. Era un lugar pobre, en comparación con los palacios de algunos de los grandes nobles de Helium, pero nunca antes, imagino, había considerado con mayor interés los detalles arquitectónicos, cada pasillo, cada puerta, o los modales, correajes y condecoraciones de las personas con quienes nos cruzábamos ya que, aunque abrigaba la esperanza de que me pondrían pronto en libertad, seguía considerando este lugar como mi prisión y esta gente como mis carceleros y, como mi objetivo principal en la vida era escapar, estaba determinado a que no se me escapara ningún detalle que pudiera ayudarme en alguna forma si llegaba el momento en que tuviera que buscar mi libertad.
Esos eran los pensamientos que ocupaban mi mente mientras me conducían por las elevadas puertas a presencia de un guerrero enjoyado.
Apenas posé los ojos en él supe que estaba en presencia de Haj Osis, jed de Tjanath.
Cuando mi guardián me detuvo delante de él, el jed escrutó mi rostro atentamente con el aire de desconfianza que es su característica más distinguida.
—Tu nombre y país —exigió.
—Soy Hadron de Hastor, padwar de la armada de Helium —contesté. —Eres de Jahar—me acusó—. Has venido desde Jahar con una mujer de Jahar en un avión de Jahar. ¿Puedes negarlo?
Expliqué en detalle a Haj Osis todo lo que había sucedido hasta que llegué a Tjanath. También le conté la historia de Tavia y debo decir en su favor que me escuchó pacientemente, aunque no pude reprimir la constante impresión de que mi defensa estaba dirigida a una mente ya tan predispuesta en mi contra que nada de lo que pudiera decir alteraría sus convicciones.
Los jefes y cortesanos que rodeaban al jed daban muestras, con sus modales, de un claro escepticismo, hasta que me convencí de que el miedo a Tul Axtar les obsesionaba hasta el punto de no ser capaces de considerar de forma inteligente ningún asunto relacionado con el jeddak de Jahar. El terror les hacía desconfiados y quien desconfía lo ve todo a través de una lente deformada.
Cuando terminé mi relato, Haj Osis ordenó que me sacaran de la habitación y me llevaron a una pequeña antecámara donde me retuvieron algún tiempo, me imagino que mientras debatía mi caso con sus asesores.
Cuando me llevaron de nuevo a su presencia, tuve la sensación de que la atmósfera estaba cargada de antagonismo al detenerme delante del dais en el que el jed estaba sentado en su trono tallado.
—Las leyes de Tjanath son justas —proclamó Haj Osis mirándome fijamente— y el jed de Tjanath es misericordioso. Los enemigos de Tjanath recibirán justicia, pero no pueden esperar merced. Tú, que dices llamarte Hadron de Hastor, has sido considerado espía de nuestro enemigo más maligno, Tul Axtar de Jahar y, como tal, yo, Haj Osis, jed de Tjanath, te condeno a morir en La Muerte. He dicho.
Con un gesto imperioso ordenó a los guardias que me retiraran. No había apelación, mi suerte estaba echada. Me volví en silencio y salí de la cámara escoltado por una guardia de guerreros, pero por el honor de Helium puedo decir que mi paso era firme y que llevaba la cabeza alta.
De regreso a las mazmorras pregunté al padwar jefe de mi escolta si sabía algo de Tavia, pero si había oído algo sobre ella se negó a decírmelo, y un instante después tenía puestos los grilletes en el sombrío calabozo al lado de Nur An de Jahar.
—¿Y bien? —me preguntó.
—La Muerte —le respondí.
Extendió la mano encadenada en la oscuridad y la puso sobre una de las mías.
—Lo lamento, amigo —dijo.
—El hombre sólo tiene una vida —contesté— y si se le permite entregarla por una buena causa, no se debe quejar.
—Mueres por una mujer —afirmó.
—Muero por una mujer de Helium —le corregí.
—Quizá debamos morir juntos —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Mientras estuviste fuera llegó un mensajero del mayordomo del palacio para decirme que me pusiera a bien con mis antepasados porque debía ir a La Muerte en un breve plazo.
—Me pregunto cómo será La Muerte —dije.
—No lo sé —respondió Nur An—, pero a juzgar por el miedo con que la mencionan me imagino que debe ser algo más que terrible.
—¿Quizá torturas? —pregunté —Quizá —contestó.
—Pues van a ver que los hombres de Helium que saben vivir tan bien, saben también cómo morir —dije.
—Por mi parte, también confío en dar buena cuenta de mí mismo —dijo Nur An—. No voy a darles la satisfacción de verme sufrir. Pero desearía saber de antemano qué es lo que me van a hacer, para prepararme mejor para afrontarlo.
—No deprimamos nuestros pensamientos dándole vueltas —sugerí—. Vamos, más bien, a desempeñar nuestros papeles de hombres y considerar sólo los planes que nos permitan engañar a nuestros enemigos y escapar.
—Pienso que es inútil —dijo.
—A eso puedo contestar —dije— con las famosas palabras de John Carter: "¡Sigo estando vivo!"
—La filosofía ciega del valor absoluto —dijo admirado—, pero inútil.
—Pues me ha dado resultado muchas veces —insistí—, porque me infunde la voluntad para intentar lo imposible y salir airoso. Seguimos estando vivos, Nur An, no lo olvides. ¡Seguimos estando vivos!
—Aprovéchate de ello mientras puedas —dijo una voz hosca que venía del pasillo—, porque no va a ser verdad mucho tiempo.
Entró en la mazmorra un guerrero de la guardia, al que acompañaba una persona. Me pregunté hasta dónde nos habían oído, pero no tardé en tranquilizarme ya que las primeras palabras del guerrero que había hablado revelaron el hecho de que nada había oído, salvo que dije que seguíamos vivos.
—¿Qué querías decir con
no lo olvides,
Nur
An,
seguimos estando vivos?
Hice como si no hubiera oído su pregunta y no la repitió, sino que avanzó directamente hacia mí y me soltó los grilletes. Al darse la vuelta para soltar a Nur An se quedó de espaldas a mí, y no pude por menos que darme cuenta de su imperdonable descuido. Su compañero estaba distraído en la puerta mientras el primer guerrero se inclinaba sobre los candados que sujetaban los grilletes de Nur An.
Mis antepasados se portaron bien conmigo: no podía soñar con que se me presentaría una oportunidad como ésta, pero aguardé: como un gran banth listo para saltar, aguardé hasta que soltó a Nur An. Entonces, cuando todos los grilletes de mi compañero cayeron al suelo salté a la espalda del guerrero. Cayó de boca contra el suelo de piedra, empujado por mi peso y mi impulso y entonces extraje su puñal de la vaina y se lo clavé entre los omóplatos. Murió con un solo grito, pero no temí que su eco llegara muy lejos de los sombríos calabozos de Tjanath como para prevenir a sus compañeros del piso superior.
Pero el compañero del muerto había visto y oído. Atravesó el calabozo de un salto con la espada larga en la mano, y ahora me llegó la ocasión de ver de qué barro estaba hecho Nur An.
Todo había sucedido tan rápidamente, como un relámpago en el cielo despejado y cualquier hombre hubiera sido perdonado por haberse quedado momentáneamente atónito e inactivo a causa de mi acción, pero Nur An no incurrió en demora fatal alguna. Como si lo hubiéramos planeado juntos, pareció que saltaba en el mismo instante en que lo hice yo sobre el guerrero, para salir al paso del compañero de éste. A manos limpias se enfrentó a la larga espada de su antagonista.
La penumbra de la mazmorra redujo las ventajas del armado. Vio que una figura saltaba a oponérsele, pero en la excitación del momento y la oscuridad de la celda no se dio cuenta de que Nur An estaba desarmado. Dudó, hizo una pausa y retrocedió al recibir el impetuoso ataque que le llegaba de la oscuridad y, para entonces, yo había sacado la espada larga de la vaina del guerrero muerto y cargué contra él desde un ángulo distinto del de Nur An.
Un instante después estábamos luchando y pude comprobar que el individuo en cuestión no era un mal espadachín, pero desde el momento en que cruzamos nuestras espadas comprendí que le superaba y él debió darse inmediata cuenta de ello porque retrocedió, completamente a la defensiva y pensando, sin duda, en huir al corredor. Pero yo estaba dispuesto a que no lo lograra, por lo que le presioné más a fondo para que no se atreviera a dar la vuelta y echar a correr; no pidió ayuda, lo que me hace suponer que se dio cuenta de lo inútil que sería.
Nur An y yo luchábamos por nuestras vidas con la desesperación de los animales enjaulados. Aquí no entraban para nada las consideraciones sobre el escrupuloso respeto de las leyes de la esgrima. Era su vida o la nuestra. Nur An lo comprendió y sacó la espada corta del cadáver del guerrero caído y un instante después el segundo hombre estaba en el suelo en medio de un charco de sangre, de su propia sangre.
—¿Y, ahora, qué? —preguntó Nur An.
—¿Conoces el palacio?
—No.
—Entonces dependemos de lo poco que pude ver —dije—. Vamos a ponernos inmediatamente los correajes de éstos. Quizá serán un disfraz suficiente para permitirnos llegar a los pisos superiores, porque sin tener un conocimiento a fondo de las mazmorras es inútil tratar de escapar por los subterráneos.