Un guerrero de Marte (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Un guerrero de Marte
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El pensamiento me irritó, sentí mi orgullo herido y decidí inmediatamente que si no me arriesgaba a morir por salvarme a mí mismo, lo menos que podía hacer era correr el riesgo por una mujer de mi propia raza; en todo momento tuve presente el pensamiento de que el objeto de mi preocupación podía, desde luego, ser la mujer a la que amaba.

Había caído la oscuridad cuando apliqué el oído de nuevo a la trampilla. Allá abajo todo estaba en silencio, por lo que llegué al convencimiento de que la fiera se había marchado. Pero quizá me estaba esperando más abajo; bueno ¿y qué? Tarde o temprano tendría que enfrentarme a ella si había decidido esperar. Aflojé la pistolera y estaba a punto de apartar la barra que bloqueaba la trampilla cuando oí claramente a la bestia: seguía debajo de mí.

Hice una ligera pausa. ¿De qué servía? Levantar la trampilla era la muerte segura y, entonces, ¿qué provecho podía sacar, la pobre cautiva o yo mismo, si daba mi vida de esa forma tan absurda? Y, sin embargo había una alternativa, que había proyectado adoptar en caso de necesidad desde el momento en que me asomé a examinar la construcción exterior de la torre. Me ofrecía una ligerísima posibilidad de escapar de mi terrible situación, pero incluso una ligera oportunidad era mejor que lo que tendría que afrontar si levantaba la trampilla.

Me incliné sobre una de las ventanas de la torre y contemplé la ciudad que se extendía por debajo de mí. No había luna y nada pude ver. Oí, hacia el centro de la ciudad, los gruñidos de los thoats. Quizá hubiera allí un campamento de hombres verdes. Así, los gruñidos de las terribles monturas me guiarían. Rugió de nuevo el banth cazador de las colinas. Me senté en el alféizar, moví las piernas y entonces, girando sobre la barriga me deslicé silenciosamente hasta quedar colgado de las manos. Tanteando con las puntas de los dedos de los pies, calzados con sandalias, noté que había apoyo en las tallas, profundamente grabadas, de la fachada de la torre. Por encima de mí no había más que un espacio negro azulado lleno de estrellas. Por debajo, un vacío oscuro. Podía estar a mil sofads del tejado de abajo, o podía estar a sólo uno; pero, aunque nada podía ver sabía que estaba a ciento cincuenta pies de altura y que la muerte me esperaba allá abajo si se me resbalaba un pie o una mano.

A la luz del día, las tallas parecían grandes, profundas, osadas, ¡pero qué distintas eran de noche! Parecía como si mis dedos de los pies sólo encontraran huequecitos superficiales en una superficie lisa de piedra pulimentada. Se me estaban cansando los brazos y los dedos. Tenía que encontrar donde apoyar el pie, o caer; y fue entonces, cuando toda esperanza parecía perdida, que mi pie derecho se introdujo en un surco horizontal y un instante después el izquierdo también encontró un apoyo.

Permanecí aplastado contra la escarpada pared de la torre dando descanso durante un momento a mis martirizados dedos y brazos y cuando pensé que podrían soportar de nuevo mi peso busqué otra vez asideros para las manos. Y así, dolorosa, peligrosa, monótonamente fui descendiendo centímetro a centímetro, evitando las ventanas que, naturalmente, aumentaban en gran manera la dificultad y el riesgo de mi descenso; sin embargo, me preocupé por no pasar directamente por delante de ellas, por miedo a que, por casualidad, el simio hubiera descendido desde la cumbre de la escalera y pudiera verme.

No puedo recordar ningún otro momento en mi vida en que me haya sentido más solo que aquella noche en que descendía de la antigua torre faro de aquella ciudad fantasma; ni siquiera me acompañaba la esperanza. Tan precaria era mi sujeción en la basta piedra que mis dedos se quedaron pronto insensibles y exhaustos.

Cómo lograban agarrarse a aquellos cortes tan poco profundos, es algo que no sé. Lo único agradable en aquel descenso era la oscuridad, y di las gracias más de cien veces a mis primeros antepasados por no poder ver el abismo que había debajo de mí, pero, por otra parte, estaba tan oscuro que no podía decir cuánto había descendido; tampoco me atrevía a mirar hacia arriba, a la cima de la torre que tenía que estar silueteada contra el cielo estrellado, por temor de que al hacerlo podría perder el equilibrio y precipitarme al patio o tejado que tuviera debajo. El aire de Barsoom es enrarecido; apenas difunde la luz de las estrellas y, por tanto, aunque el cielo por encima estuviera tachonado de brillantes puntos de luz, el suelo estaba borrado por la oscuridad.

Sin embargo, tenía que estar más cerca del tejado de lo que había pensado cuando sucedió algo que me había preocupado por evitar: la vaina de mi larga espada golpeó ruidosamente contra la fachada de la torre. En la oscuridad y el silencio sonó como un auténtico estruendo, pero, por muy exagerado que me pareciera, yo sabía que era suficiente para llegar a los oídos del gran simio de la torre. Si le llevaría alguna idea, es algo que no podía adivinar, lo único que podía hacer era confiar en que fuera demasiado bruto para relacionarlo con mi huida.

Pero no me iba a quedar largo tiempo con la duda, ya que casi inmediatamente después llegó un ruido desde el interior de la torre que rebotó sobre mis nervios tensadísimos como el de un cuerpo pesado que bajara rápidamente por una escalera. Me doy cuenta ahora de que la imaginación podía haber interpretado un silencio extremado como un sonido, ya que había estado escuchando con tanta atención aquello, precisamente, que quizá me había metido en un estado de aprensión nerviosa en la que casi cualquier alucinación es posible.

Con redoblada velocidad y con un cierto descuido que era casi suicida, me apresuré a descender y un instante después sentí el sólido tejado debajo de mis pies.

Exhalé un suspiro de alivio, pero estaban destinados a ser muy corto el suspiro y muy breve el alivio, porque casi al instante me di cuenta de que el sonido del interior de la torre no había sido una alucinación cuando el enorme bulto de un gran simio blanco surgió repentinamente de la puerta situada a una docena de pasos de mí.

No hizo el menor sonido al lanzarse al ataque. Era evidente que no había hecho guardia tanto tiempo para compartir su festín con otros. Me mataría en silencio y, con una intención similar saqué yo mi larga espada, en vez de la pistola, para hacer frente a su salvaje ataque.

¡Qué cosita más canija y fútil debí parecer enfrentado a esa montaña inmensa de ferocidad bestial!

Gracias a mil antepasados guerreros yo manejaba la larga espada con rapidez y fuerza, de otro modo hubiera caído en el salvaje abrazo de la bestia a la primera oportunidad que cargó contra mí. Cuatro poderosas garras se adelantaron para cogerme, pero yo moví mi larga espada con terroríficos golpes cortantes que desprendieron una de ellas limpiamente de la muñeca, al tiempo que yo saltaba raudo de costado y cuando la bestia pasaba a todo correr a mi lado, empujada por la inercia de su impulso, le hundí la espada en el cuerpo. Con un salvaje rugido de ira y dolor trató de volverse contra mí, pero su pie resbaló al pisar su mano desmembrada y trastabilló de un lado a otro tratando de recuperar el equilibrio, cosa que no logró y, agitándose grotescamente, cayó por el borde del tejado hasta el patio de abajo.

Temiendo que el rugido de la bestia podía atraer la atención de otros congéneres hacia el tejado, corrí rápidamente al borde norte del edificio, donde aquella tarde había observado desde la torre que había una serie de edificios más pequeños por cuyos tejados podría llegar al nivel de la calle.

La fría Cluros se alzaba ya sobre el lejano horizonte arrojando su pálida luz sobre la ciudad, cuyos tejados veía ya claramente por debajo de mí mientras descendía por el ángulo septentrional del edificio. Era una caída desde bastante altura, pero no tenía otra alternativa segura ya que era más que probable que si trataba de bajar por el interior del edificio me encontraría con otros miembros de la manada de simios que hubieran sido atraídos por el alarido de su congénere.

Deslizándome por el ángulo del tejado me colgué un instante de las manos y me dejé caer. La distancia hasta el siguiente tejado era de unos dos ads, pero puse pie con seguridad y sin daño. Supongo que en el planeta del lector, con su volumen y gravedad mayores que los del mío, una caída desde esa distancia podía haber implicado graves riesgos, pero no necesariamente en Barsoom.

Desde este tejado hasta el siguiente no había más que un saltito y desde éste me dejé caer a una pared de poca altura para alcanzar luego el suelo.

De no haber sido por la visión pasajera de la muchacha cautiva que había captado al ponerse el sol, me hubiera dirigido en línea recta hacia las colinas al oeste de la ciudad, con o sin banth, pero ahora me sentía cada vez más fuertemente poseído por cierta obligación moral de hacer cuanto estuviera en mi mano por socorrer a la infortunada joven que había caído en las garras de estas criaturas de una crueldad extrema.

Manteniéndome al cobijo de las sombras de los edificios me dirigí sigilosamente hacia la plaza central de la ciudad, dirección de donde me habían llegado los relinchos de los thoats.

La plaza esta llena de haads de la zona costera y me vi obligado a cruzar por varias avenidas diagonales mientras avanzaba cautamente hacia ellos, guiado por algún relincho ocasional de los thoats que estaban en la corraliza de algún lugar desierto.

Llegué a la plaza sin problemas, confiando en que no hubieran advertido mi presencia.

En el lado opuesto vi luz dentro de uno de los grandes edificios que se abrían a ella, pero no me atreví a atravesar el espacio abierto bajo la luz lunar, por lo que guarecido en las sombras me desplacé hasta el extremo más alejado donde Cluros proyectaba las sombras más densas y, así, finalmente, alcancé el edificio donde se alojaban los hombres verdes. Justo enfrente de mí había una ventana baja que sin duda daba acceso a la habitación contigua a la sala donde estaban reunidos los guerreros. Escuchando atentamente no pude oír ruido alguno dentro de la habitación por lo que penetré en el interior con el máximo sigilo pasando las piernas por encima del alféizar.

Atravesé la habitación de puntillas buscando una puerta por la que pudiera observar la cámara contigua, pero me quedé repentinamente rígido cuando toqué con el pie un cuerpo suave; me quedé en una rigidez congelada, con la mano en la empuñadura de mi espada larga, cuando el cuerpo se movió.

CAPÍTULO IV

Tavia

Hay ocasiones en la vida de todo hombre en que siente la impresión de la existencia de un extraño poder que guía todos sus actos, algo que se suele describir como la mano del destino, o que se explica con la hipótesis de un sexto sentido que nos traslada a la parte del cerebro que controla nuestras acciones, de cuyas percepciones no somos objetivamente conscientes; sin embargo, sea como sea queda el hecho de que yo estaba allí, aquella noche, en la cámara oscura del antiguo palacio de una ciudad fantasma dudando si clavar mi espada en el cuerpo blando que se movía a mis pies. Después de todo, éste podía haber sido el curso más razonable y lógico a seguir. En vez de eso, apreté con firmeza la punta de mi espada contra la carne, que cedió bajo la presión, y musité una sola palabra:
¡Silencio!

Desde entonces, más de mil veces he dado las gracias a mis primeros antepasados por no haber seguido mi impulso natural, ya que, en respuesta a mi orden, una voz femenina murmuró: "No me claves la espada, hombre rojo. Soy de tu propia raza y estoy prisionera".

Aparté la espada al instante y me arrodillé a su lado.

—Si has venido a ayudarme, corta las cuerdas —me dijo la muchacha—, pero date prisa porque volverán pronto a por mí.

Palpando su cuerpo con rapidez comprobé que tenía las muñecas y los tobillos sujetos con tiras de cuero. Saqué mi puñal y las corté rápidamente.

—¿Estás sola? —pregunté a la joven mientras la ayudaba a ponerse en pie.

—Sí —contestó—. En la habitación de al lado se están jugando a quién perteneceré.

En ese momento oímos el entrechocar de las armas en la habitación contigua.

—Ya vienen —dijo ella—. No te deben encontrar aquí.

Tomándola de la mano me dirigí a la ventana por la que había entrado al apartamento, pero tuve la precaución de atisbar el exterior antes de salir a la avenida, y en buena hora lo hice, porque al mirar a la derecha, siguiendo la fachada del edificio, vi a un guerrero verde marciano que salía por la puerta principal. Era evidente que lo que oímos fue el entrechocar de sus armas cuando cruzó la habitación de al lado al salir.

—¿Tiene alguna otra salida esta habitación? —pregunté en un susurro.

—Sí —respondió ella—. Al otro lado de la ventana hay una puerta que conduce a un pasillo. Estaba abierta cuando me trajeron, pero la han cerrado.

—Más valdrá que, por el momento, nos quedemos en el edificio, en vez de salir al exterior —dije—. ¡Ven!

Cruzamos juntos el apartamento y tanteando la pared localizamos la puerta inmediatamente. La entreabrí poniendo el máximo cuidado, temiendo que las viejas bisagras nos delatarían con sus chirridos. Más allá de la puerta se abría un pasillo tan oscuro como las profundidades de Omean, al que entré tirando de la muchacha y cerrando silenciosamente la puerta a nuestras espaldas. Avanzando a tientas hacia la derecha, alejándonos de la habitación ocupada por los guerreros verdes, nos desplazamos silenciosamente por el oscuro vacío hasta que vi delante de nosotros una débil luz que, al investigarla, resultó ser procedente de la puerta abierta de un apartamento que daba al patio central del edificio. A punto estaba de atravesarla para buscar un escondrijo dentro del remoto interior de la casa cuando atrajo mi atención el relincho de un thoat en el patio situado más adelante.

Desde mis primeros años infantiles he ido acumulando una gran experiencia con los pequeños thoats que los hombres de mi raza usan como animales de silla, y mientras visitaba a Tars Tarkas de Thark me familiaricé a fondo con los métodos que utilizaban los hombres verdes para controlar sus enormes, espantosas bestias.

Para viajar por la superficie del terreno, el thoat es comparable a cualquier otro método de transporte terrestre en la misma forma que el aparato explorador monoplaza en relación con todas las demás naves de transporte aéreo. Es, al mismo tiempo, el más rápido y el más peligroso, de manera que, enfrentado como me encontraba con el problema del transporte terrestre, lo más natural era que el relincho de los thoats llevara un plan a mi mente.

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