Un guerrero de Marte (2 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Un guerrero de Marte
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Sus monturas, a las que llaman thoats, son grandes bestias salvajes, cuyas proporciones armonizan con la de sus gigantescos amos. Tienen ocho patas y anchas colas planas, más grandes en los extremos que en sus raíces. Mantienen las colas rectas mientras corren. La boca es enorme y parte en dos la cabeza, desde el morro a sus largos y robustos cuellos. Al igual que sus jinetes, carecen por completo de pelo y tienen la piel de color pizarra oscuro, demasiado liso y brillante, con excepción del vientre, que es blanco, y las patas, cuyas tonalidades van del pizarra de los hombros y las caderas al amarillo brillante de los pies. Los pies tienen gruesos almohadillados y carecen de uñas.

Como los hombres rojos, las hordas verdes son gobernadas por jeds y jeddaks, pero su organización militar no tiene el mismo detalle de perfección que la de aquellos.

Las fuerzas militares de los hombres rojos están perfectamente organizadas, siendo su principal arma la Marina, una enorme flota aérea de acorazados, cruceros y una variedad infinita de naves de menor porte hasta llegar a las aeronaves exploradoras monoplaza. Le sigue en orden de importancia la rama del servicio formada por la Infantería, mientras que la Caballería, que monta una raza de thoats pequeños similares a los que usan los gigantes verdes marcianos, se dedica principalmente a patrullar las avenidas de las ciudades y los distritos rurales que bordean los sistemas de riego.

La unidad básica principal, aunque no la más pequeña de la organización militar, es una utan, formada por cien hombres y mandada por un dwar ayudado por varios padwars, es decir, tenientes, más jóvenes que él. Un odwas manda una umak de diez mil hombres, mientras que su superior es el jedwar, que sólo es menor que el jed o rey.

La ciencia, la literatura, el arte y la arquitectura están, en algunos de los departamentos, más avanzados en Marte que en la Tierra, algo sorprendente si se considera la interminable batalla por la supervivencia que es la característica más marcada de la vida en Barsoom.

No sólo tienen que librar una continua batalla contra la Naturaleza, que lentamente va agotando su ya bastante depauperada atmósfera, sino que desde que nacen hasta que mueren han de enfrentarse a la terrible necesidad de defenderse de las naciones enemigas de su propia raza y de las nutridas hordas de guerreros verdes errantes del fondo del mar muerto, al tiempo que dentro de las murallas de sus propias ciudades hay bandas de incontables asesinos, cuya demanda está tan bien reconocida que en determinadas localidades están agrupados en gremios.

A pesar de todas las sombrías realidades con las que tienen que enfrentarse, sin embargo, los marcianos rojos son gente feliz y social. Tienen sus juegos, danzas y canciones, y la vida social de una gran capital de Barsoom es tan alegre y magnífica como la que podríamos encontrar en las ricas capitales de la Tierra.

Son, por añadidura, gente valiente, noble y generosa, como lo indica el hecho de que ni John Carter ni Ulysses Paxton quieran regresar a la Tierra, si pueden quedarse.

Y, ahora, volvamos al relato que recibí de Paxton, a través de setenta millones de kilómetros en el espacio.

CAPÍTULO I

Hadron de Hastor

Esta es la historia de Hadron de Hastor, guerrero de Marte, tal y como él mismo se la contó a Ulysses Paxton:

Soy Tan Hadron de Hastor, mi padre es Had Urtur, odwar del primer umak de las tropas de Hastor. Está al mando del buque de guerra más grande que Hastor haya aportado nunca a la armada de Helium, con capacidad para acomodar, como de hecho aloja, a los diez mil hombres del primer umak, junto con otros cinco mil barcos de guerra más pequeños y toda la parafernalia bélica. Mi madre es una princesa de Gathol.

Nuestra familia no es rica, excepto en el honor y, como valoramos éste por encima de las posesiones mundanas, elegí la profesión de mi padre, en vez de dedicarme a una carrera más rentable. Para llevar adelante mi ambición en mejores condiciones, me trasladé a la capital del imperio de Helium e hice el servicio en las tropas de Tardos Mors, jeddak de Helium, a fin de poder estar más cerca del gran John Carter, Señor de la Guerra de Marte.

Mi vida en Helium y mi carrera en el ejército fueron similares a las de muchos otros cientos de jóvenes. Pasé mis días de instrucción sin hacer notables logros. Ni por delante ni por detrás de mis compañeros, y a su debido tiempo me ascendieron a padwar del 91° umak, siendo asignado al 5° utan del 11° dar.

Al ser de noble linaje por parte de mi padre y haber heredado sangre real de mi madre, los palacios de las ciudades gemelas de Helium estuvieron siempre abiertos para mí y me introduje en buena medida en la alegre vida de la capital. Fue así como conocí a Sanoma Tora, la hija de Tor Hatan, odwar del 91° umak.

Tor Hatan sólo pertenece a la nobleza baja, pero es fabulosamente rico gracias a que los botines obtenidos en muchas ciudades los invirtió bien en terrenos de labranza y minas y, puesto que en la capital de Helium la riqueza cuenta mucho más de lo que importa en Hastor, Tor Hatan es un hombre poderoso, cuya influencia llega incluso hasta el trono del jeddak.

Nunca olvidaré la ocasión en que vi por primera vez a Sanoma Tora. Fue con ocasión de una gran fiesta que dieron en el palacio de mármol del Señor de la Guerra. Allí, reunidas bajo el mismo techo, se encontraban las mujeres más bellas de Barsoom, pero, a pesar de las espléndidas y radiantes bellezas de Dejah Thoris, Tara de Helium y Thuvia de Ptarth, el encanto de Sanoma Tora era tal que llamaba la atención. No diré que superaba al de las reconocidas reinas del encanto barsoomiano; sé que mi adoración por Sanoma Tora puede influir fácilmente sobre mi juicio, pero también otros subrayaron su esplendorosa belleza, que se diferencia de la de Dejah Thoris como la inmaculada belleza de un paisaje polar difiere de la hermosura de los trópicos, como la hermosura de un palacio blanco iluminado por la luz de la luna difiere de la belleza de su jardín a mediodía.

Cuando a mi solicitud me la presentaron, lo primero que hizo fue dirigir la mirada al emblema de mi armadura y, dándose cuenta de que yo sólo era un padwar, sólo se dignó murmurar unas palabras condescendientes para dirigir a renglón seguido su atención al dwar con el que había estado conversando.

Debo reconocer que sentí mi orgullo herido y, sin embargo, fue precisamente el trato ofensivo que me había dado el que fijó mi determinación de conseguirla; siempre me ha parecido la más deseable la meta que más difícil parece de alcanzar.

Y así fue como me enamoré de Sanoma Tora, la hija del comandante en jefe del umak al que yo pertenecía.

Durante largo tiempo me resultó muy difícil cortejar a la muchacha lo más mínimo; de hecho, no volví a ver a Sanoma Tora durante muchos meses, tras nuestro primer encuentro, ya que cuando descubrió que, además de ser de baja graduación yo era pobre, me resultó imposible lograr que me invitara a su casa y el caso fue que no me la tropecé en ningún otro sitio durante largo tiempo, pero cuanto más inaccesible se me hacía, más la amaba hasta el extremo de dedicarle mis pensamientos en todo momento en que no estuviera realmente ocupado en desempeñar mis deberes militares, tanto que proyectaba planes cada vez más osados para poseerla. Incluso pasé por un ramalazo de locura al pensar en raptarla y pienso que podía haber llegado a ello de no encontrar alguna otra forma para verla, pero más o menos por esta época, un oficial compañero del 91°, en realidad el dwar del utan en el que yo estaba destinado, se apiadó de mí y me consiguió una invitación para una fiesta que daban en el palacio de Tor Hatan.

Mi anfitrión, que también era mi oficial comandante, nunca había advertido mi presencia hasta aquella noche y me sorprendió observar la calidez y cordialidad de su saludo.

—No se venda tan caro, Hadron de Hastor y déjese ver con más frecuencia por aquí —me dijo—. Le he estado observando y puedo profetizarle que llegará lejos en el servicio militar del jeddak.

Supe entonces, al decir que me había estado observando, que mentía, ya que era sabido que Tor Hatan demostraba una notoria laxitud en sus deberes como oficial comandante, de los que se ocupaba el primer teedwar del umak. Aun cuando no podía ni imaginarme cuál era la razón de su súbito interés por mí, resultaba muy agradable oírlo ya que, contando con ello, podría seguir, en cierto grado, mi acoso al corazón y la mano de Sanoma Tora.

La propia Sanoma Tora se mostró algo más cordial, sólo un poco más, que cuando nos conocimos, aun cuando era claro que prestaba más atención a Sil Vagis que a mí.

Y si hay algún hombre en Helium al que deteste en particular más que a ningún otro, ese es Sil Vagis, un desagradable esnob que hace ostentación del título de teedwar aunque, hasta donde pude averiguar, no tiene mando de tropas, sino que pertenece sencillamente, al Estado Mayor de Tor Hatan, principalmente, me figuro, gracias a las riquezas de su padre.

En tiempo de paz no queda otro remedio que apechar con tipos de esta especie, pero cuando se rompen las hostilidades y se pone al frente de las tropas el gran Señor de la Guerra, son los luchadores los que cuentan, no los ricos.

Fuera como fuera, el caso es que, aunque Sil Vagis me dio la tarde, como me estropearía muchas otras en el futuro, yo salí aquella noche del palacio de Tor Hatan con una sensación que estaba muy cerca de la euforia porque Sanoma Tora me había dado permiso para volver a verla en casa de su padre, cuando me lo permitieran mis deberes, para presentarle mis respetos.

Iba de vuelta a mi alojamiento acompañado por mi amigo el dwar y al comentarle la forma cálida en que me había recibido Tor Hatan se echó a reír.

—¿Lo encuentras divertido? —le pregunté— ¿Por qué?

—Como sabes, Tor Hatan es muy rico y poderoso y, pese a ello, es muy raro, como quizá te hayas dado cuenta, que le inviten a cualquiera de los cuatro lugares de Helium a los que se perecen por acudir los hombres más ambiciosos.

—¿Quieres decir los palacios del Señor de la Guerra, el jeddak, el jed y Carthoris? —le pregunté.

—Naturalmente —respondió— ¿Qué otros cuatro cuentan en Helium tanto como esos? Se supone que Tor Hatan —prosiguió— procede de la nobleza baja, pero sigo sospechando que no hay una sola gota de sangre noble en sus venas y uno de los hechos en que baso mis conjeturas es su reverencia aduladora y asustada por todo lo que guarde relación con la realeza: daría su alma sebosa porque le consideraran íntimo en cualquiera de esos cuatro lugares.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté.

—Muchísimo —replicó— porque, en realidad, gracias a eso te invitaron esta noche al palacio.

—Pues no te entiendo —le dije.

—Da la casualidad de que estaba hablando con Tor Hatan la mañana del día en que recibiste la invitación y, a lo largo de nuestra conversación, cité tu nombre. Él nunca había oído hablar de ti y, como padwar del 5° utan, no despertaste su interés en lo más mínimo, pero cuando le dije que tu madre era una princesa de Gathol, aguzó el oído y, cuando supo que eras recibido como amigo y en pie de igualdad en los palacios de los cuatro semidioses de Helium, se mostró casi entusiasta contigo. ¿Lo entiendes ahora? —concluyó soltando una carcajada.

—Ya lo creo —contesté—, pero te doy las gracias de todos modos. Todo lo que buscaba era la oportunidad y como quiera que estaba dispuesto a lograrla hasta recurriendo a acciones criminales, si era necesario, no me puedo quejar de los medios que se han empleado para obtenerla, por muy poco halagüeño que pueda resultarme.

Durante meses frecuenté el palacio de Tor Hatan, y siendo por naturaleza buen conversador y habiendo aprendido bien las majestuosas danzas de salón y los alegres juegos de Barsoom, no era, en modo alguno, un invitado mal recibido. Además, me propuse llevar a Sanoma Tora a uno u otro de los cuatro grandes palacios de Helium. Siempre era bien recibido por la relación consanguínea existente entre mi madre y el Hagan de Gathol, que se había casado con Tara de Helium.

Naturalmente, pensé que estaba progresando satisfactoriamente con mi cortejo, pero no lo bastante aprisa como para mantener el paso de los desbocados deseos de mi pasión. No había conocido el amor antes y pensaba que me moriría si no poseía pronto a Sanoma Tora, hasta el extremo de que cierta noche visité el palacio de su padre definitivamente dispuesto a poner mi corazón y mi espada a los pies de mi amada antes de abandonar su residencia y, aunque los naturales complejos de un enamorado me convencieron de que yo no pasaba de ser un despreciable gusano, y que habría estado totalmente justificado que ella lo rechazara desdeñosamente, estaba dispuesto a declararme para que se me considerara abiertamente como aspirante a su mano lo cual, después de todo, le da a uno más libertad, aun cuando no sea por completo al pretendiente favorito.

Fue una de esas noches encantadoras que trasforman el viejo Barsoom en un mundo embrujado. Thuria y Cluros se perseguían por el cielo lanzando su suave luz sobre el jardín de Tor Hatan, tiñendo de púrpura el césped rojo escarlata vivo y prestando extraños matices a los preciosos capullos de pimalia y sorapus, mientras los serpenteantes paseos, cubiertos de grava de piedras semipreciosas, devolvían millares de relámpagos luminosos que, revestidos con colores continuamente cambiantes, danzaban a los pies de las estatuas de mármol que prestaban un encanto artístico adicional al conjunto.

En uno de los espaciosos salones que se abrían sobre los jardines del palacio, un joven y una doncella estaban sentados en un enorme banco de rica madera de sorapus, un banco que hubiera llenado de gracia los salones del mismo gran jeddak, tan delicado y difícil era su rico dibujo, tan perfecta la talla del artesano maestro que lo construyó.

Sobre el correaje de cuero del joven se veían las insignias de su grado y servicio: era un padwar del 91° umak. El joven era yo, Hadron de Hastor, y la muchacha que estaba conmigo, Sanoma Tora, hija de Tor Hatan. Yo había venido lleno de audaz determinación a suplicar por mi causa, pero repentinamente me di cuenta de lo poco que valía. ¿Qué podía ofrecer a la bella hija del rico Tor Hatan? Yo sólo era un padwar, y además pobre. Claro que había sangre real de Gathol en mis venas y eso, yo lo sabía, hubiera pesado en el ánimo de Tor Hatan, pero no soy dado a presumir y no podía recordar a Sanoma Tora las ventajas que se podrían derivar de ello, ni siquiera si hubiera sabido que influiría positivamente en su ánimo. No tenía, por tanto, cosa alguna que ofrecer, aparte de mi gran amor que quizá sea, después de todo, el mejor regalo que se pueden hacer entre el hombre y la mujer, y últimamente había pensado que Sanoma Tora podría amarme. Ella había enviado a buscarme en algunas ocasiones y, aunque en cada caso había sugerido que fuera al palacio de Tara de Helium, yo había sido lo bastante vanidoso como para penar que no era esa la única razón por la que deseaba estar conmigo.

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