—Es un complot —chilló Sil Vagis—. ¿Aceptas la palabra de un esclavo, Tor Hatan, en vez de la de un noble de Helium?
— Yo confío en el testimonio de mis
ojos
y mis sentidos —respondió el odwar y dio la espalda a Sil Vagis para dirigirse de nuevo al esclavo. ¿Reconociste a alguno de los raptores de Sanoma Tora? —le preguntó—¿O pudiste ver su correaje a sus insignias?
—No pude ver bien la cara de ninguno, pero sí que vi el correaje y la insignia del que traté de sacar del aparato.
—¿Era la insignia de Hastor? —preguntó Tor Hatan.
—Por mi primer antepasado, no —replicó el esclavo lleno de convencimiento. Y tampoco era la insignia de ninguna otra ciudad del Imperio de Helium. El dibujo era desconocido para mí y, sin embargo, había algo que me era familiar y que me tiene preocupado. Creo que la he visto antes, pero no logro recordar cuándo y dónde. Al servicio de mi jed tuve que luchar contra invasores de muchas tierras y quizá fuera a alguno de ellos al que le vi una insignia similar, hace muchos años.
—¿Estás convencido, Tor Hatan —pregunté— de que las sospechas que Sil Vagis ha pretendido arrojar sobre mí carecían de fundamento?
—¡Sí, Hadron de Hastor!— respondió el odwar.
—Entonces, con tu permiso, me retiro —dije.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—A buscar a Sanoma Tora— contesté.
—Si la encuentras —respondió él— y me la devuelves sana y salva, será tuya.
Me limité a acoger su generoso ofrecimiento con una profunda inclinación de cabeza, porque pensé que Sanoma Tora tendría mucho que decir al respecto y, tuviera que decir algo o no, yo no quería tener por compañera a alguien que no viniera voluntariamente a mi lado.
Saltando a la carlinga del aparato en el que llegué, me elevé en medio de la noche y salí a toda velocidad en dirección del palacio de mármol del Señor de la Guerra de Barsoom porque, aunque la hora era avanzada, estaba decidido a verle sin perder un instante.
Derribado
A medida que me acercaba al palacio del Señor de la Guerra vi signos de una desacostumbrada actividad para ser la hora que era. Llegaban y despegaban aparatos y cuando sobrevolé la parte del tejado reservada a los aviones militares pude ver los de algunos de los oficiales de alto rango del Estado Mayor del Señor de la Guerra.
Siendo un visitante asiduo del palacio, bien conocido por los oficiales de la guardia personal del Señor de la Guerra, no tuve dificultades para ser admitido y encontrarme ahora esperando en el vestíbulo, justo al lado del despacho en el que el Señor de la Guerra acostumbraba conceder audiencias privadas, aguardando a que un esclavo me anunciara a su amo.
No sé cuánto tiempo estuve esperando. Quizá no fue mucho, pero me pareció una eternidad porque mi mente estaba atormentada con la seguridad de que la mujer a la que amaba estaba en un espantoso peligro. Estaba poseído por el convencimiento, ridículo tal vez, pero no por ello menos real, de que sólo yo podía salvarla y que cada minuto que me retrasara reducía sus oportunidades de recibir socorro antes de que fuera demasiado tarde.
Finalmente me invitaron a entrar y cuando estuve en presencia del gran Señor de la Guerra vi que estaba rodeado por los hombres que ocupaban los cargos mas elevados en los consejos de Helium.
—Supongo —dijo John Carter, yendo directamente al asunto— que lo que te trae aquí esta noche, Hadron de Hastor, se refiere al asunto del rapto de la hija de Tor Hatan. ¿Sabes algo, o tienes alguna idea que pueda arrojar luz sobre este caso?
—No —contesté—, he venido, simplemente para obtener tu permiso para salir en busca de alguna pista que me lleve a los secuestradores de Sanoma Tora.
—¿Dónde pretendes buscar? —preguntó.
—Aún no lo sé, señor —contesté—, pero la encontraré. Sonrió.
—Esa seguridad ya es una ventaja ——convino— y sabiendo como sé lo que la impulsa, te concedo el permiso que deseas. Aunque el secuestro de una hija de Helium ya es en sí mismo lo bastante grave como para justificar el uso de todos los recursos para cazar a sus secuestradores y devolverla a su hogar, en este caso se da, además, un elemento que puede presagiar grandes peligros para el Imperio. Como si duda sabes, la misteriosa nave que se la llevó tenía montado un cañón del que salió una fuerza tan poderosa que desintegró por completo toda las piezas metálicas del aparato patrullero que trató de interceptarle y preguntarle. Incluso las armas y las placas metálicas de los correajes de los tripulantes se disiparon y desaparecieron, un hecho que fue comprobado sin lugar a dudas con el examen de los restos del aparato patrullero y los cuerpos de los tripulantes. Madera, cuero, carne, todo lo perteneciente a los reinos animal y vegetal que había a bordo del aparato lo encontramos disperso por el suelo donde cayó, pero ni el menor rastro de cualquier sustancia metálica.
—Estoy tratando de grabar esto en ti porque para mí es una posible pista sobre el emplazamiento, en general, de estos nuevos enemigos de Helium. Estoy convencido de que éste no ha sido más que el primer golpe, ya que cualquier armada que cuente con esos cañones podría tener fácilmente a Helium a su merced y, a decir verdad, pocas son las ciudades de Barsoom fuera del imperio que no se aferrarían con avidez a cualquier instrumento que les permitiera saquear las Ciudades Gemelas.
«Llevamos algún tiempo profundamente preocupados por el creciente número de naves perdidas por la Armada. En casi todos los casos, dichas naves estaban dedicadas a trazar los mapas de las corrientes de aire y a registrar las presiones atmosféricas en distintos lugares de Barsoom alejados del imperio y recientemente se ha evidenciado que la gran mayoría de estas naves que nunca regresaron fueron las que patrullaban por la parte sur del hemisferio occidental, una porción inhospitalaria de nuestro planeta de la que, lamentablemente, tenemos escasos conocimientos por el hecho de que no hemos desarrollado el comercio con los nada amistosos habitantes de este vasto dominio.
«Esto, Hadron de Hastor, es una mera sugerencia: sólo una vaguísima pista, pero te la ofrezco por lo que vale. Entre este momento y mañana a mediodía lanzaremos mil aparatos exploradores monoplaza a la búsqueda de los secuestradores de Sanoma Tora; y no será eso todo. Cruceros y acorazados se unirán a la caza, porque Helium tiene que saber qué ciudad, o qué nación, ha desarrollado un arma tan destructora como la utilizada sobre Helium esta noche.
«Tengo la seguridad de que el arma es de invención muy reciente y que sea cual sea la potencia que la posee, todos sus esfuerzos estarán encaminados a perfeccionarla y fabricarla en tales cantidades que les convierta en amos del mundo. He hablado. Ve y que la fortuna te acompañe.
Me creerán si les digo que no perdí ni un segundo en disponerme a cumplir mi misión, ahora que contaba con la autorización de John Carter. Me dirigí a mi alojamiento y me apresuré a preparar mi partida, lo que consistió, principalmente, en hacer una cuidadosa selección de las armas y de quitarme el correaje bastante recargado que llevaba por otro de diseño más sencillo y de cuero más duradero y pesado. Mi correaje de combate es siempre el mejor y más sencillo que puedo obtener, confeccionado para mí por un famoso sastre de correajes de Helium Menor. Mi equipo de armas era el normal, formado por una espada larga, un puñal y una pistola. También hice provisión de municiones adicionales y de unas raciones concentradas que comíamos todos los luchadores de Marte.
Mientras recogía todas estas sencillas necesidades que, junto con una simple piel para dormir, constituirían mi equipo, mi mente consideraba diversas explicaciones sobre la desaparición de Sanoma Tora. Busqué en mi cerebro hasta el recuerdo más nimio que pudiera sugerirme una explicación o que pudiera señalar la posible identidad de quienes la habían secuestrado. Y fue mientras estaba dando vueltas a estos recuerdos cuando rememoré la referencia que ella había hecho al jeddak. Tul Axtar de Jahar no entraba en el campo de mis recuerdos ni ningún incidente que pudiera señalar una pista. Recordé con toda claridad al emisario de Tul Axtar que había visitado la corte de Helium no hacía mucho tiempo. Le había oído presumir de las riquezas y el poder de su jeddak y de la belleza de sus mujeres. Quizá, por tanto, fuera aconsejable buscar en la dirección de Jahar tanto como en cualquier otra, pero antes de partir me decidí una vez más a visitar el palacio de Tor Hatan y preguntar al esclavo que había sido el último en ver a Sanoma Tora.
A punto estaba de salir cuando se me ocurrió otro pensamiento. Yo sabía que en el Templo de la Sabiduría podría encontrar ilustraciones o réplicas de las insignias y los correajes de todas las naciones de Barsoom, sobre las cuales lo que se sabía en Helium era prácticamente nada. Por tanto, me dirigí inmediatamente al templo y con la ayuda de un empleado encontré un dibujo del correaje y la insignia de un guerrero de Jahar. En cuestión de segundos me hicieron, mediante un ingenioso proceso fotostático, una copia de dicha ilustración y con ella en la mano me apresuré a dirigirme al palacio de Tor Hatan.
El odwar estaba ausente —había ido al palacio del Señor de la Guerra—, pero su mayordomo llamó al esclavo, Kal Tavan, testigo del rapto de Sanoma Tora que forcejeó con uno de sus secuestradores.
Mientras se acercaba, le examiné con más detenimiento que cuando le conocí. Estaba bien formado, con rasgos bien definidos y el aire que delata a un luchador.
—¿Dijiste, creo recordar, que eras de Kobol?
—Nací en Tjanath —respondió—. Allí tenía mujer y una hija. Mi mujer cayó bajo la mano de un asesino y mi hija desapareció siendo una niña. Nunca he vuelto a saber de ella. Las escenas familiares de Tjanath me recordaban tiempos felices, lo que aumentaba mi dolor por no poder quedarme. Entonces me hice panthan y busqué prestar servicio en otras ciudades, así fue como serví en Kobol.
—Y allí conociste los correajes y las insignias de muchas ciudades y naciones, ¿verdad? —pregunté.
—Sí —respondió.
—¿Qué correaje y qué insignia son éstos? —le pregunté entregándole la copia de la ilustración obtenida en el Templo de la Sabiduría.
Los examinó brevemente y en sus ojos brilló una luz.
—¡Los mismos! —exclamó— ¡Idénticos!
—¿Idénticos con qué? —inquirí.
—Con el correaje que llevaba el guerrero con el que forcejeé cuando robaron a Sanoma Tora —contestó.
—Ya conocemos la identidad de los secuestradores de Sanoma Tora —dije. Me volví al mayordomo—. Envíe un mensajero, sin pérdida de tiempo, al Señor de la Guerra informándole que la hija de Tor Hatan ha sido raptada por hombres de Jahar y que creo que son emisarios de Tul Axtar, jeddak de Jahar.
Sin añadir palabra, di media vuelta y salí del palacio, dirigiéndome a mi aeronave.
Mientras me elevaba sobre las torres y cúpulas y las elevadas rampas de aterrizaje de Gran Helium, dirigí la proa al oeste, abrí al máximo el regulador y me lancé a toda velocidad por el aire enrarecido del moribundo Barsoom en dirección a la vasta y desconocida extensión de su remoto hemisferio sudoeste, en algún lugar del cual estaba Jahar, hacia donde, ahora estaba convencido de ello, habían llevado a Sanoma Tora para convertirla no en la Jeddara de Tul Axtar, sino en su esclava, porque los jeddaks no se llevan a sus jeddaras a la fuerza de Barsoom.
Yo creía entender la explicación sobre el rapto de Sanoma Tora, una explicación que hubiera dado lugar a un gran disgusto ya que estaba lejos de ser aduladora. Pensaba que el emisario de Tul Axtar había informado a su amo sobre el encanto y la belleza de la hija de Tor Hatan, pero que su cuna no era lo bastante noble para convertirse en su jeddara, por lo que había adoptado la única medida por la que podría poseerla. Mi sangre hirvió ante este pensamiento, pero mi cerebro me dijo que sin duda era así.
Durante los últimos años —yo diría que los diez o veinte últimos— se habían hecho mayores progresos en la aeronáutica que todos los alcanzados antes, durante quinientos años.
La perfección de la brújula de control del destino realizada por Carthoris de Helium está considerada por muchas autoridades como el hito que marca una nueva era de la invención. Durante siglos pareció que nos habíamos estancado en el tranquilo lago de la autosuficiencia, como si hubiéramos alcanzado el no va más de la perfección más allá de la cual no podían esperarse mejoras ya que la considerábamos la cima más alta posible de los logros científicos.
Carthoris de Helium, heredero de la mente inquieta e inquisitiva de su padre, nacido en la Tierra, nos despertó. Nuestras mentes más privilegiadas aceptaron el reto y el resultado fue un rápido mejoramiento del diseño y la construcción de aeronaves de todo tipo, lo que condujo a una revolución en la construcción de motores.
Habíamos pensado que nuestros motores ligeros, compactos, de poderoso radio jamás podrían ser mejorados y que el hombre nunca llegaría a viajar, ni con seguridad ni de forma económica, a una velocidad más alta que la alcanzada por nuestras rapidísimas aeronaves exploradoras monoplaza —alrededor de mil cien haads por zode
[1]
, cuando un padwar, virtualmente desconocido, de la Armada de Helium, anunció que había perfeccionado un motor que desarrollaría el doble de velocidad de nuestros motores actuales, con la mitad de su peso.
Mi aeronave exploradora estaba equipada con este tipo de motor —un motor que, al parecer, no necesitaba combustible ya que derivaba su invisible e imponderable energía del inagotable e ilimitable campo magnético del planeta.
Había ciertas características básicas del nuevo motor que sólo el inventor y el gobierno de Helium conocían a fondo y se las guardaban celosamente. El eje de la hélice, que se extiende hasta bien dentro del fuselaje del aparato está construido con numerosos segmentos laterales aislados entre sí. Alrededor de este eje, sosteniéndolo, hay una serie de cojinetes en forma de inducido por cuyo centro pasa.
Los cojinetes están conectados en serie con un aparato denominado acumulador a través del cual se dirige la energía magnética del planeta hasta los inducidos particulares que rodean el eje de la hélice.
La velocidad se controla aumentando o reduciendo el número de cojinetes de inducido en serie con el acumulador —lo que se realiza de la forma más sencilla con una palanca que acciona el piloto desde su posición en la carlinga en la que normalmente está tumbado boca abajo, con el cinturón de seguridad sujeto a unos resistentes anillos montados en la carlinga.