—Te noto distraído esta noche, Hadron de Hastor —dijo ella tras un silencio particularmente prolongado, durante el cual me había esforzado por formular mi declaración con algunas frases convincentes y llenas de gracia.
—Quizá —contesté—, pero es porque estoy tratando de encontrar las palabras con las que engalanar el pensamiento más interesante que jamás he tenido.
—¿Y cuál es? —me preguntó cortésmente, aun cuando sin mostrar excesivo interés.
—¡Que te amo, Sanoma Tora! —conseguí tartamudear sintiéndome incómodo.
Ella se echó a reír. Una risa que era como el tintineo de la plata sobre el cristal, bella pero fría.
—Eso era evidente desde hacía largo tiempo —dijo—, pero ¿por qué quieres hablar de ello?
—¿Y por qué no? —quise saber.
—Porque aunque correspondiera tu amor, no soy para ti, Hadron de Hastor —contestó fríamente.
—Entonces, ¿no puedes amarme, Sanoma Tora? —pregunté. —No he dicho tal cosa —me respondió.
—Entonces, ¿podrías amarme?
—Podría, si me permitiera a mí misma esa debilidad —dijo, pero ¿qué es el amor?
—El amor lo es todo —le contesté.
Sanoma Tora se echo a reír de nuevo.
—Si piensas que voy a unirme de por vida a un raído padwar, aunque le ame, estás equivocado —dijo arrogante—. Soy la hija de Tor Hatan, cuya riqueza y poder en nada tienen que envidiar a los de las familias reales de Helium. Tengo pretendientes cuya riqueza es tan grande que podrían comprarte mil veces. Este año, un emisario del jeddak Tul Axtar de Jahar vino a servir a mi padre; me había visto y dijo que regresaría y tú crees, que simplemente por amor, la que un día puede ser jeddara de Jahar se va a convertir en la esposa de un pobre padwar.
Su respuesta me soliviantó.
—Tal vez tengas razón —repliqué—. Eres tan hermosa que no parece posible que estés en un error, pero en lo más profundo de mi corazón no puedo por menos que sentir que la felicidad es el mayor de los tesoros que uno puede poseer y que el amor es el mayor de los poderes. Sin ellos, Sanoma Tora, incluso una jeddara es pobre, no lo dudes.
—Correré el riesgo —dijo.
—Confío en que el jeddak de Jahar no sea tan seboso como su emisario —dije, me temo que con bastante grosería.
—A mí me da igual que sea un barril de grasa con piernas si quiere hacerme su jeddara —replicó Sanoma Tora.
—Entonces, ¿no tengo esperanzas? —pregunté.
—No, mientras tengas tan poco que ofrecer, Padwar —contestó ella.
Fue entonces cuando un esclavo anunció a Sil Vagis y yo me marché. Nunca, en mi vida, había caído en un abatimiento tan profundo como el que se apoderó de mí mientras regresaba, sintiéndome desgraciado, a mi alojamiento, pero aun cuando parecía haber muerto cualquier esperanza, no renuncié a mi determinación de conseguir a Sanoma Tora. Si el precio que ponía era el de riqueza y poder, yo lograría poderes y riquezas. Cómo los iba a lograr era algo que no tenía claro del todo, pero yo era joven y para la juventud todo es posible.
Había estado dando vueltas en la cama, entre la seda y las pieles, desde hacía largo rato, desvelado, cuando un oficial de la guardia irrumpió repentinamente en mi cuarto.
—¡Hadron! —gritó— ¿Estás ahí?
—¡Sí! —respondí.
—¡Benditas sean las cenizas de mis antepasados! ——exclamó— Temí no encontrarte.
—¿Y dónde iba a estar? —pregunté a mi vez— ¿Y a qué viene tanto jaleo?
—¡Tor Hatan, el viejo y gordo saco del tesoro, se ha vuelto loco! —exclamó.
—¿Qué Tor Hatan se ha vuelto loco? ¿Qué estás diciendo? ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—Jura que has secuestrado a su hija.
Me puse en pie de un salto.
—¡Sanoma Tora raptada! —grité— ¿Le ha pasado algo? Dime, aprisa. —Sí, se ha marchado, sin duda —respondió mi informante—, pero hay algo muy misterioso en todo esto.
Sin embargo, yo no esperé a oír más. Recogí mi correaje y me lo fui poniendo mientras corría por la pista en espiral en dirección a los hangares situados en el techo del cuartel. Carecía de autoridad, y hasta de permiso, para coger un aparato, ¿pero qué importancia tenía todo eso cuando Sanoma Tora estaba en peligro?
Los centinelas del hangar trataron de detenerme y me preguntaron; no recuerdo lo que les contesté. Lo que sé es que tuve que haberles mentido, porque me permitieron subir a un rápido avión monoplaza y un instante después volaba en medio de la noche hacia el palacio de Tor Hatan.
Como el palacio se encuentra a poco más de dos haads del cuartel, llegué en un instante pero, cuando aterrizaba en el jardín, fuertemente iluminado en aquellos momentos, vi a mucha gente reunida y, entre ellos, Tor Hatan y Sil Vagis.
Salté de la carlinga del aparato y el primero de los citados corrió hacia mí con el rostro contraído por la ira.
—¡Así que eres tú! —gritó— ¿Qué excusa tienes? ¿Dónde está mi hija?
—Eso es lo que he venido a preguntar, Tor Hatan —contesté.
—Tú estás metido en esto —gritó—. Tú has raptado a mi hija. Ella le dijo a Sil Vagis que esta misma noche le habías pedido la mano en matrimonio y que ella se había negado.
—Le pedí su mano —acepté— y ella me la negó. Hasta ahí es verdad; pero si ella ha sido secuestrada, en el nombre de tu primer antepasado, no pierdas el tiempo tratando de involucrarme en este diabólico complot. Yo nada tengo que ver con esto. ¿Qué ha pasado? ¿Quién estaba con ella?
—Sil Vagis estaba con ella. Estaban paseando por el jardín -contestó Tor Hatan.
—¿Tú viste que la raptaban? —pregunté dirigiéndome a Sil Vagis— y sigues aquí ileso y con vida?
Empezó a tartamudear.
—Eran muchos —dijo—, Me superaban en número.
—¿Les viste? —pregunté.
—¡Sí!
—¿Y yo estaba entre ellos? —requerí.
—Estaba muy oscuro. No pude reconocer a ninguno de ellos; tal vez estaban disfrazados.
—¿Y te superaban en número? —le pregunté.
—Sí —respondió.
—¡Mientes! —exclamé— Si te hubieran cogido estarías muerto. Lo que hiciste fue echar a correr y esconderte, sin sacar siquiera un arma para defender a la muchacha.
—¡Eso es mentira! —gritó Sil Vagis— Luché con ellos, pero me vencieron.
Me volví a Tor Hatan.
—Estamos perdiendo el tiempo —dije—. ¿No hay nadie que nos pueda dar una pista sobre la identidad de estos hombres y la dirección que tomaron con sus aparatos? ¿Cómo y de dónde vinieron? ¿Cómo y hacia dónde se fueron?
—Está intentando confundirte, Tor Hatan —dijo Sil Vagis—. ¿Quién podía haber sido más que un pretendiente despechado? ¿Qué contestarías si te dijera que la insignia de los hombres que secuestraron a Sanoma Tora era la de los guerreros de Hastor?
—Contestaría que eres un embustero —respondí—. Si estaba tan oscuro como para no permitirte reconocer las caras, ¿cómo pudiste descifrar la insignia de sus correajes?
Llegados a este punto, otro oficial del 91° umak se me unió.
—Hemos encontrado a uno que quizá esté en condiciones de arrojar alguna luz sobre este asunto —dijo—. Suponiendo que viva lo bastante para hablar.
Los hombres habían estado buscando por los jardines de Tor Hatan y por la parte de la ciudad adyacente al palacio y varios de ellos venían hacia nosotros: trasladaban a un hombre al que dejaron sobre el césped, a nuestros pies. Su cuerpo, herido y magullado, estaba totalmente desnudo y permaneció tendido haciendo esfuerzos por respirar; un espectáculo que inspiraba compasión.
Un esclavo, al que habían enviado al palacio, regresó con algunos estimulantes y cuando le obligaron a tragar algunos, el hombre se recuperó ligeramente.
—¿Quién eres? —le preguntó Tor Hatan.
—Soy un guerrero de la guardia de la ciudad —contestó el hombre con voz débil.
Un oficial preso de excitación se acercó a Tor Hatan.
—Mis hombres acaban de dar con seis más en el mismo sitio donde descubrimos a este hombre —dijo— Todos están desnudos y en las mismas condiciones de magullamiento de éste.
—Quizá lleguemos, a fin de cuentas, al fondo de este asunto —dijo Tor Hatan y volviéndose al infeliz que estaba sobre el césped rojo, le ordenó que siguiera.
—Estábamos de patrulla nocturna por la ciudad cuando vimos un aparato que avanzaba sin luces. Cuando nos acercamos y encendimos una linterna pude echarle un vistazo, pero breve. No llevaba banderas ni insignias que indicara cuál era su origen y su diseño no se parecía al de ninguna otra nave que yo hubiera visto antes. Tenía una cabina larga, baja, cerrada a cada lado de la cual había montados dos cañones de aspecto muy raro. Esto fue todo lo que pude observar, excepto que vi que un hombre apuntaba uno de los cañones en nuestra dirección. El padwar que mandaba nuestra nave dio la orden de disparar inmediatamente sobre el intruso, al mismo tiempo que le gritaba. En ese instante, nuestra nave se disolvió en el aire e incluso el correaje se me desprendió. Lo último que recuerdo es que yo iba cayendo…
Tor Hatar hizo que la gente se congregara a su alrededor.
—Tiene que haber alguien en los terrenos del palacio que haya visto algo de lo que ocurrió —dijo—. Os ordeno que no importa quién sea, quien quiera que tenga algún conocimiento de este asunto, tiene que hablar.
Un esclavo se adelantó y al acercarse a Tor Hatan le miró con arrogancia.
—Bien —preguntó el odwar—, ¿qué tienes que decir? ¡Habla!
—Tú lo mandas, Tor Hatan —dijo el esclavo—, de lo contrario yo no hablaría, porque cuando te haya dicho lo que vi me habré ganado la enemistad de un poderoso noble —dirigió una rápida mirada a Sil Vagis.
—Y si tu boca dice verdad, hombre, te habrás ganado la amistad de un padwar cuya espada está pronta a protegerte, incluso frente a un poderoso noble —dije rápidamente echando, también yo, un vistazo a Sil Vagis, porque me rondaba el cerebro que lo que aquel tipo tenía que decir podía no ser demasiado halagüeño para el suave petimetre que se ocultaba detrás del título de un guerrero.
—¡Habla! —ordenó Tor Hatan con impaciencia— ¡Y cuídate muy mucho de mentir!
—A lo largo de catorce años, desde que me trajeron a Helium como prisionero de guerra tras la caída y el saco de Kobol, donde estaba en la guardia personal del jed de Kobol, he sido un fiel servidor de tu palacio, Tor Hatan —contestó el hombre— y en todo ese tiempo no te he dado motivos para que cuestionaras mi honradez. Sanoma Tora confiaba en mí y de haber tenido yo una espada aquella noche, quizá ella estaría todavía entre nosotros.
—¡Vamos, vamos! —gritó Tor Hatan— ¡Al asunto! ¿Qué es lo que viste?
—Este tipo no vio nada —saltó Sil Vagis—. ¿Por qué perder el tiempo con él? Sólo busca la gloria de un poco de notoriedad pasajera.
—¡Déjale hablar! —exclamé.
—Acababa de subir la primera rampa que conduce al segundo nivel del palacio —explicó el esclavo— camino del dormitorio de Tor Hatan para arreglarle el lecho de seda y pieles para que durmiera, como es mi costumbre, y 'al hacer una pausa un momento para mirar al jardín, vi que Sanoma Tora y Sil Vagis paseaban a la luz de la luna. Consciente de que no estaba bien que les espiara, estaba a punto de proseguir con mi tarea cuando vi un aparato que surgía silenciosamente de la oscuridad de la noche dirigiéndose al jardín. Usaba motores silenciosos y no llevaba luces. Parecía una nave fantasma y tenía un diseño tan extraño que aun cuando no fuera por otras razones hubiera atraído mi atención… pero hubo otras razones. Las naves que circulan de noche sin luces no lo hacen por buenas razones, por lo que me detuve a vigilar.
«Aterrizó silenciosa y rápidamente detrás de Sanoma Tora y Sil Vagis, quienes no se dieron cuenta de su presencia hasta que les llamó la atención el tintineo del pertrecho de uno de los muchos guerreros que salieron de su cabina baja al aterrizar. Sil Vagis se dio entonces la vuelta. Por un instante permaneció de pie, como petrificado y luego, cuando los extraños guerreros avanzaron hacia él, se dio media vuelta y echó a correr para esconderse entre los matorrales del jardín.
—¡Eso es mentira! —gritó Sil Vagis.
—¡Silencio, cobarde! —le ordené.
—Prosigue, esclavo —dijo Tor Hatan.
—Sanoma Tora no se dio cuenta de la presencia de los extraños guerreros hasta que la agarraron bruscamente por detrás. Todo sucedió con tal rapidez que apenas me dio tiempo para darme cuenta de lo que perseguían con su siniestros propósitos antes de que la atraparan. Cuando comprendí que mi ama era el objeto de este ataque nocturno eché a correr rampa abajo pero, lamentablemente, cuando llegué al jardín ya la habían arrastrado a bordo de su aparato. Incluso entonces, si hubiera tenido una espada podría, por lo menos, podía haber muerto al servicio de Sanoma Tora, porque llegué al misterioso aparato cuando subía a él el último guerrero. Le agarré por el correaje y traté de tirarle al suelo, al tiempo que gritaba con todas mis fuerzas para alertar a la guardia del palacio, pero en ese momento uno de los compañeros que ya estaba a bordo sacó su larga espada y me amagó un violento golpe en la cabeza. Aunque tropezó y me dio de rebote, fue bastante para dejarme atontado un momento, lo que me hizo soltar al que tenía sujeto y caer sobre el césped. Cuando me recuperé la nave se había ido y la guardia de palacio salía entonces de su alojamiento, demasiado tarde. He hablado y he hablado la verdad.
La fría mirada de Tor Hatan se clavó en los ojosde Sil Vagis, que bajó la vista.
—¿Qué tienes que decir a esto? —exigió.
—Este individuo está a las órdenes de Hadron de Hastor —aulló Sil Vagis—, por eso no dice más que mentiras. Yo les ataqué cuando vinieron, pero eran muchos y me vencieron. Y este tipo no estaba presente.
—Déjame ver tu cabeza —dije entonces al esclavo. Cuando se arrodilló delante de mí vi que tenía un enorme verdugón violáceo a un lado de la cabeza, por encima de la oreja, justo donde se habría levantado un verdugón si una espada hubiera golpeado de canto y de rebote.
—Mira —dije a Tor Hatan, indicándole el verdugón—, esto es prueba de la lealtad y el valor de un esclavo. Vamos a ver las heridas que ha recibido el noble de Helium quien, según su propias palabras, luchó con una sola mano en un combate en el que llevaba las de perder. Sin duda en un encuentro semejante tiene que haber recibido por lo menos un arañazo.
—Salvo que sea un espadachín tan maravilloso como el gran John Carter —añadió el dwar de la guardia de palacio con soma apenas velada.