Y entonces concebí una idea —una idea alocada, imposible, al parecer, pero que se aferraba a mí mientras descendía cautelosamente por el borde exterior de la torre hasta que alcancé la mayor seguridad de la celda.
Estaba a punto de explicar mi loco plan a Nur An cuando me interrumpieron unos ruidos en la cámara contigua y un instante después empezó a elevarse el tabique. Pensé que nos traían alimentos, una vez más, pero el tabique se fue elevando más de lo que era necesario para pasar los cacharros con la comida por debajo, y un instante después vimos los tobillos y las piernas de una mujer. Seguidamente, ella se inclinó y penetró en nuestra celda. La luz de la habitación contigua me permitió reconocerla: era la que había sido elegida por Ghron para doblegarme a su voluntad. Se llamaba Sharu.
Nur An había colocado rápidamente la barra en la ventana y cuando entró la muchacha nada había que indicara que estaba suelta o que uno de nosotros había estado recientemente fuera de la celda. El tabique siguió alzado a medias permitiendo que la luz entrara en la habitación y la muchacha, que me miraba, debió advertir que mis ojos examinaban la sala contigua.
—No dejes crecer tu esperanza —me dijo con triste sonrisa—. Hay guardias que esperan en el piso de abajo.
—¿Por qué has venido, Sharu? —pregunté.
—Ghron me ha enviado —contestó—. Está impaciente por conocer tu decisión.
Puse mi cerebro a pensar rápidamente. Nuestra única esperanza estaba en la simpatía de esta muchacha cuya actitud, anterior, había demostrado, cuando menos, su actitud amistosa.
—Si tuviéramos una daga y una aguja —dije en un suspiro—, podríamos dar a Ghron su respuesta pasado mañana por la mañana.
—¿Y qué razón puedo darle para este nuevo aplazamiento? —preguntó la muchacha tras pensar un momento.
—Dile —exclamó Nur An— que estamos comunicando con nuestros antepasados y que nuestra decisión dependerá de lo que nos aconsejen.
Sharu sonrió. Extrajo la daga de la funda que llevaba al costado y la dejó en el suelo y de un bolsillo que llevaba unido al correaje sacó una aguja, que colocó al lado de la daga.
—Convenceré a Ghron de que es mejor esperar —dijo—. Mi corazón había confiado, Hadrom de Hastor, en que decidirías permanecer a mi lado, pero me alegra comprobar que no me equivoqué al juzgar tu carácter. Morirás, guerrero mío, pero al menos morirás como corresponde a un valiente. ¡Adiós! Te miro vivo por última vez, pero hasta que me reúna con mis antepasados, tu imagen tendrá siempre un trono en mi corazón.
Salió y el tabique descendió, dejándonos de nuevo en la semipenumbra de la noche con luna, pero ahora tenía las dos cosas que deseaba más: la daga y una aguja.
—¿Qué utilidad tienen? —me preguntó Nur An cuando cogí los dos objetos del suelo.
—Ya lo verás —respondí e, inmediatamente, puse mano a la tarea de cortar la tela de las paredes de nuestra celda y, luego, de pie sobre los hombros de Nur An, quité también la que cubría el techo. Trabajé rápidamente, sabedor de que no teníamos mucho tiempo para hacer lo que deseaba. Era un plan enloquecido, pero dentro de las posibilidades de hacerlo.
Trabajando en la oscuridad, más con el sentido del tacto que con el de la vista, debí sentirme inspirado por algún elevado poder para llevar a cabo, con cierto grado de perfección, la tarea que había emprendido.
El resto de la noche y todo el día siguiente, lo dedicamos Nur An y yo a trabajar sin descanso confeccionando una enorme bolsa con la tela que había cubierto las paredes y techo de nuestra celda y con los retales que sobraron hicimos largas cuerdas, de manera que al caer de nuevo la noche nuestra tarea estaba terminada.
—¡Ojalá tengamos suerte! —dije.
—El plan es digno del cerebro enloquecido del propio Ghron —dijo Nur An—, pero, dentro de lo que cabe, puede que tenga éxito.
—Ya es de noche —dije— y no hay razón para dejar pasar más tiempo. Hay algo, sin embargo, de lo que podemos estar seguros: tengamos éxito o no, habremos escapado al fuego y, en cualquier caso, quizá nuestros antepasados muestren amor y compasión por Sharu, cuya amistad ha hecho posible nuestra intentona.
—Cuyo amor —corrigió Nur An
Realicé una vez más la peligrosa ascensión al tejado, llevando conmigo una de nuestras cuerdas recién hechas. Entonces, desde arriba, la dejé caer para que la cogiera Nur An, quien ató a ella la gran bolsa, tras lo cual yo tiré cuidadosamente del fruto de nuestro trabajo hasta depositarlo en el tejado, junto a mí. Era ligera como una pluma, pero tan fuerte como el cuero bien curtido de un zitidar. A continuación, descolgué la cuerda de nuevo y ayudé a Nur An a situarse a mi lado, pero no antes de reponer en posición la barra que habíamos quitado de la ventana.
Sujetos al fondo de la bolsa, que estaba abierta, había varios cordones terminados en lazadas. Pasamos por éstas la cuerda más larga que habíamos fabricado, una cuerda tan larga que daba la vuelta completa a la torre y la bajamos más allá del saliente alero. La atamos allí, pero con un nudo deslizante que soltaríamos fácilmente con un simple tirón.
A continuación, deslizamos las lazadas por el extremo de las cuerdas sujetas al fondo de la bolsa junto con la cuerda que rodeaba la torre por debajo del alero, hasta que conseguimos situar la abertura de la bolsa directamente encima de la chimenea que llevaba al horno de la muerte en las mazmorras de Ghasta. De pie a cada lado de la chimenea, Nur An y yo elevamos la bolsa hasta que se empezó a llenar con el aire ardiente que salía de la chimenea. Cuando ya estaba lo bastante inflada para mantenerse en posición erecta, con lo que, dejando que Nur An la situara en posición, moví los lazos hasta que estuvieron a igual distancia uno de otro, con lo que anclé la bolsa justo en el centro de la chimenea. Luego, pasé otra cuerda por los lazos, sin apretar y uní sus extremos y Nur An y yo colocamos en los extremos opuestos de esta cuerda los ganchos de abordaje que forman parte del correaje de cualquier guerrero barsoomiano, cuya principal finalidad es bajar a los asaltantes de la cubierta de un buque a la de otro situado directamente debajo, pero que en la práctica se utilizan de innumerables maneras y en numerosísimos casos.
Esperamos, con Nur An preparado para deshacer el nudo que mantenía la cuerda alrededor de la torre por debajo del alero y yo, en el lado opuesto, con la afilada daga de Sharu preparada para cortar la cuerda que tenía cerca.
Vi que la gran bolsa que habíamos fabricado se llenaba de aire caliente. Empezó por inflarse un poco y cabeceó de un lado a otro, pero, ahora, con los lados tensos, estaba en posición elevada y quieta. El tejido se estiró hasta el extremo de que parecía que iba a reventar y, mientras yo esperaba, daba tirones de las cuerdas que la retenían.
En el valle de Hohr, allá abajo, casi no había viento, lo que facilitaba en gran medida el desarrollo de nuestro osado plan.
La enorme bolsa, casi tan grande como la habitación en la que habíamos estado encerrados, se hinchaba por encima de nosotros. Estaba quieta, con las cuerdas tensas, en su impaciencia por volar, hasta que comprendí que nos sostendría y di la orden.
Nur An y yo soltamos simultáneamente la cuerda por cada lado. Libre de su anclaje, la gigantesca bolsa se elevó arrastrándonos tras su estela. Subió a una velocidad sorprendente hasta que el valle de Hohr no fue más que un pequeño agujero abierto en la superficie del gran mundo que teníamos debajo.
En este momento nos cogió una ráfaga de aire y pueden estar seguros de que dimos las gracias a nuestros antepasados al darnos cuenta de que, finalmente, nos alejábamos por encima de la cruel ciudad de Ghasta. El viento se hizo más fuerte hasta soplar rápidamente en dirección noreste, aunque a nosotros nos preocupaba poco la dirección, con tal de que nos alejara del río Syl y del valle de Hohr.
Una vez que hubimos pasado del cráter del antiguo volcán, que formaba la superficie del valle donde se alzaba la sombría Ghasta, vimos bajo nosotros, a la luz de la luna, un irregular paisaje volcánico que daba una extraña e impresionante impresión de irrealidad; profundas simas y montones de roca basáltica parecían presentar una barrera infranqueable para el hombre, lo que por sí sólo explica por qué en esta remota y desolada esquina de Barsoom el valle de Hohr había permanecido oculto incontables eras.
Aumentó la velocidad del viento. Flotando a gran altitud nos arrastró a una velocidad considerable, aun cuando podía ver que descendíamos a medida que se enfriaba el aire contenido en la bolsa. Cuánto tiempo seguiríamos volando no podía adivinarlo, pero confiaba en que el viento nos arrastrara, por lo menos, hasta más allá del hostil territorio que sobrevolábamos.
La llegada del amanecer nos encontró flotando a unos centenares de metros del suelo; el país volcánico había quedado atrás, lejos, y lo que veíamos ahora eran suaves colinas encantadoras apenas pobladas con skeel, el árbol resistente a la sequía sobre el que, según la leyenda, se había construido la civilización de Barsoom.
Al sobrevolar una colina de poca altura, pasando sobre ella a apenas cincuenta sofads, vemos unas construcciones blancas brillantes. Como todas las ciudades y edificios aislados de Barsoom estaban rodeadas por un elevado muro, pero en todo lo demás diferían materialmente del tipo normal de arquitectura barsooniana. El conjunto formado por una serie de edificaciones, con las torres, cúpulas y minaretes de costumbre que marcan todas la ciudades barsoomianas y que sólo en épocas recientes han dado paso lentamente a los lisos planos de aterrizaje de un mundo aéreo. La estructura que teníamos debajo estaba compuesta por varios edificios con azotea de diversas alturas, ninguno de los cuales, sin embargo, parecía tener más de cuatro pisos. Entre los edificios y los muros exteriores y en varios patios abiertos entre edificios había una profusión de árboles y macizos de arbustos con césped escarlata y paseos bien conservados. Realmente era un espectáculo sorprendente y hermoso, pero habiendo escapado tan recientemente de la casi destrucción por las bellezas de Hohr y las seducciones de sus hermosas mujeres, no pensábamos dejarnos engañar de nuevo por las apariencias externas. Flotaríamos sobre el palacio encantador y aprovecharíamos nuestras oportunidades en el campo abierto situado más allá.
Pero el destino había dispuesto otra cosa. El viento había dejado de soplar y descendíamos rápidamente. Vimos, allá abajo, algunas personas en el edificio y nos dimos cuenta de que, al descubrirnos, se sintieron consternados. Se dirigieron rápidamente a las puertas más cercanas y en un momento no había ningún ser humano a la vista cuando, finalmente, aterrizamos en la azotea de una de las secciones más altas del conjunto.
Mientras nos soltábamos de los lazos en los que habíamos estado sentados, la gran bolsa, libre de nuestro peso, se elevó rápidamente en el aire hasta una corta distancia, se dio la vuelta por completo y cayó al suelo justo más allá del muro exterior. Nos había servido bien y ahora parecía un ser vivo que hubiera dado su existencia por nuestra salvación.
Sin embargo, íbamos a tener muy poco tiempo para lamentos sentimentales, ya que, casi inmediatamente, una cabeza apareció por una pequeña abertura de la azotea en la que estábamos. A la cabeza siguió el cuerpo de un hombre, cuyo correaje era tan escaso que casi parecía desnudo. Era viejo, tenía una cabeza finamente formada cubierta con escasos mechones grises.
La aparente edad física avanzada es tan rara en Barsoom que siempre atrae inmediatamente la atención. En nuestra vida natural solemos vivir miles de años, pero durante ese largo período nuestra apariencia sólo cambia un poco. Es cierto que la mayoría de nosotros encuentra una muerte violenta muchísimo antes de alcanzar una edad avanzada, pero hay algunos que superan el plazo de vida concedido y otros que no se cuidan bien de sí mismos, y estos pocos constituyen los físicamente viejos entre nosotros; a éstos, evidentemente, pertenecía el viejo que se enfrentó a nosotros.
Tan pronto le vio, Nur An dejó escapar una exclamación de agradable sorpresa.
—¡Phor Tak! —gritó.
—¡Hola! —rió el viejo con un tono elevado de falsete— ¿Quién llega de los altos cielos y conoce al pobre Phor Tak?
—¡Soy yo… Nur An! —exclamó mi amigo.
—¡Hola! —exclamó Phor Tak— ¡Nur An, uno de los favoritos de Tul Axtar!
—Como antes lo fuiste tú, Phor Tak.
—Pero no ahora, no ahora—casi gritó el viejo—. El tirano me exprimió como si fuera una fruta jugosa y luego tiró la cáscara a la basura. ¡Hola! Pensó que ya no quedaba zumo, pero yo rezo todos los días a todos mis antepasados para que viva lo bastante como para comprender que estaba equivocado. Te lo puedo decir con seguridad, Nur An, porque te tengo en mi poder y te prometo que nunca vivirás para llevar a Tul Axtar noticias sobre mi paradero.
—No temas, Phor Tak —dijo Nur An—. También yo he sufrido la villanía del jeddak de Jahar. A ti te permitieron salir de la capital en paz, pero a mí me confiscaron todas mis propiedades y me condenaron a muerte.
—¡Hola! ¡Entonces tú también le odias! —exclamó el viejo.
—Odio es una palabra débil para expresar lo que siento por Tul Axtar —respondió mi amigo.
—Eso está bien —dijo Phor Tak—. Cuando os vi descender del cielo pensé que mis antepasados os habían enviado a ayudarme y sé que era cierto. ¿Éste es otro guerrero de Jahar? —añadió señalándome con un gesto de su vieja cabeza.
—No, Phor Tak —respondió Nur An—. Éste es Hadron de Hastor, un noble de Helium, pero también a él le ha perjudicado Jahar.
—¡Bien! —exclamó el anciano— Ya somos tres. Hasta ahora sólo contaba con esclavos y mujeres para ayudarme, pero ahora, con dos guerreros bien entrenados, jóvenes y fuertes, la meta de mi triunfo parece estar a la vista.
Mientras los dos hombres charlaban yo había recordado parte de la historia que Nur An me había contado en las mazmorras de Tjanath, referida a Phor tak y su invención del fusil que disparaba rayos desintegradores y que tan mortal había resultado para la patrulla a bordo de la nave que sobrevoló Helium la noche en que Sanoma Tora fue raptada. Era extraño, desde luego, que la suerte me hubiera traído al palacio del hombre que guardaba el secreto que tanto podía significar para Helium y para todo Barsoom. Extraño, igualmente, además de tortuoso, había sido el camino que la suerte me hizo recorrer, aunque sabía que eran mis antepasados quienes me guiaban y que todo estaría dispuesto para que tuviera un final feliz.