Read Un guijarro en el cielo Online

Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (23 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
5.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Me están vigilando —solía decir Shekt—. Lo intuyo... ¿Conoces esa sensación, Pola? Durante el último mes ha habido varios cambios de personal en el Instituto, y los técnicos que se van siempre son aquellos a los que más aprecio y en los que creía poder confiar. Nunca me dejan a solas, siempre hay alguien rondando a mi alrededor... Ni tan siquiera me dejan escribir informes.

A veces Pola se mostraba compasiva, pero en otras ocasiones se burlaba de él.

—¿Pero qué pueden tener contra ti para hacerte todo esto? —le preguntaba—. Vamos, ni tan siquiera el experimento con Schwartz es un delito tan horrible... Como mucho se habrían limitado a darte una reprimenda, ¿no te parece?

Pero cuando contestaba el rostro de Shekt siempre parecía un poco más amarillento y consumido que antes.

—No dejarán que siga viviendo. Mis sesenta se aproximan, y no permitirán que siga viviendo...

—¿Después de todo lo que has hecho? ¡Tonterías!

—Sé demasiado, Pola, y ya no confían en mí.

—¿Sobre qué sabes demasiado?

Aquella noche Shekt estaba muy cansado, y anhelaba librarse del peso invisible que le oprimía..., y se lo contó todo. Al principio Pola no quiso creerle, y cuando por fin le creyó sólo fue capaz de quedarse inmóvil, paralizada por el horror.

Al día siguiente Pola llamó a la Casa del Estado desde una cabina de la onda comunal pública al otro extremo de la ciudad. Habló tapándose la boca con un pañuelo, y preguntó por el doctor Bel Arvardan.

No estaba allí. Creían que quizá estuviera en Bonair, a casi nueve mil kilómetros de distancia; pero al parecer el doctor Arvardan no se estaba ateniendo de una manera demasiado estricta a su itinerario inicial. Sí, esperaban que regresase a Chica, pero no sabían exactamente cuándo lo haría. ¿Quería dejar su nombre? Intentarían dar con él.

Pola cortó la comunicación, apoyó su suave mejilla sobre el cristal y se dejó reconfortar por su frescura. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas y enturbiados por la desilusión.

¡Estúpida, estúpida...!

Él la había ayudado, y ella prácticamente había acabado echándole a patadas. Él se había enfrentado al látigo neurónico y a algo todavía peor para salvar la dignidad de una terrestre frente a un espacial, y ella le había despreciado a pesar de todo lo que había hecho.

Los cien créditos que Pola había enviado a la Casa del Estado al día siguiente del incidente en los grandes almacenes le habían sido devueltos sin ninguna nota de acompañamiento. Cuando los recibió, Pola sintió el deseo de ir a verle para disculparse, pero tuvo miedo. La Casa del Estado estaba reservada a los no terrestres. ¿Cómo iba a entrar allí? Nunca la había visto salvo desde lejos.

Y ahora... Habría sido capaz de ir al Palacio del Procurador para..., para...

Ahora sólo él podía ayudarla. Él, un espacial capaz de hablar con los terrestres de igual a igual... Pola ni tan siquiera había sospechado que era un espacial hasta que él se lo había dicho. Era tan alto, parecía tan seguro de sí mismo... Sí, él sabría lo que había que hacer.

Y si se quería evitar la ruina de toda la Galaxia alguien tendría que saberlo.

Muchos espaciales se lo merecían, naturalmente... ¿Pero podía aplicarse esa condena a todos? ¿Podía aplicarse a las mujeres, los niños, los enfermos y los ancianos; a los espaciales buenos y generosos; a los que eran como Arvardan; a los que ni tan siquiera habían oído hablar nunca de la Tierra...; en definitiva, a todos los que eran auténticos seres humanos? Una venganza tan horrenda ahogaría para siempre en un infinito mar de sangre y carne en descomposición toda la justicia que pudiese haber en la causa de la Tierra.

Y entonces, cuando menos se lo esperaba, llegó la llamada de Arvardan.

—No puedo decírselo —murmuró el doctor Shekt meneando la cabeza.

—¡Debes hacerlo! —le suplicó Pola apasionadamente.

—¿Aquí? Es imposible... Significaría la catástrofe para los dos.

—Entonces que sea en otro lugar lejos de aquí. Yo me encargaré de hacer los arreglos.

La alegría ya le estaba acelerando el pulso. El único motivo era la ocasión de salvar a un número incontable de seres humanos, naturalmente. Pola se acordó de aquella sonrisa radiante y jovial; y se acordó de cómo Arvardan había obligado a todo un coronel de las Fuerzas del Imperio a que le pidiera disculpas y se humillara ante ella haciéndole una reverencia..., a ella, a una terrestre que, a su vez, fue incapaz de perdonarle.

Sí, Bel Arvardan era capaz de salir triunfante en cualquier empresa.

Arvardan no podía saber nada de todo aquello, por supuesto. Se limitó a tomar la actitud de Shekt por lo que aparentaba ser: una brusca y extraña rudeza que coincidía con todo lo que había experimentado hasta aquel momento en la Tierra.

Se sentía bastante incómodo. Se encontraba en la antesala de un despacho desprovisto de vida, donde estaba muy claro que se le consideraba como a un intruso mal recibido.

Por ello, Arvardan escogió cuidadosamente sus palabras.

—Nunca se me habría pasado por la cabeza la idea de venir a molestarle si no hubiera tenido un interés profesional en su sinapsificador, doctor Shekt —dijo—. Me han informado que a diferencia de la inmensa mayoría de los terrestres, usted no es enemigo de los hombres de la Galaxia.

Al parecer era una frase inoportuna, porque el doctor Shekt reaccionó de manera bastante violenta.

—Su informante se equivoca totalmente al atribuirme alguna cordialidad especial hacia los hombres de la Galaxia como tales —replicó—. No tengo filias ni fobias de ninguna clase. Soy terrestre, y...

Arvardan tensó los labios y empezó a girar sobre sí mismo para marcharse.

—Tiene que comprenderlo, doctor Arvardan —se apresuró a murmurar Shekt—. Discúlpeme si le parezco grosero, pero sinceramente no puedo...

—Comprendo —respondió el arqueólogo con voz gélida, aunque en realidad no comprendía nada—. Buenos días, doctor Shekt.

—El peso de mi trabajo... —murmuró el doctor Shekt con una débil sonrisa.

—Yo también estoy muy ocupado, doctor.

Se volvió hacia la puerta, maldiciendo interiormente a todos los terrestres, y se acordó involuntariamente de algunos de los numerosos tópicos que circulaban por su mundo natal, y de refranes como «Encontrar amabilidad en la Tierra es como buscar vino en un océano» o «Un terrestre te dará cualquier cosa siempre que no cueste nada y valga menos».

Su brazo ya había interrumpido el rayo de la célula fotoeléctrica que controlaba la apertura de la puerta cuando oyó un rápido taconeo detrás de él, y un susurro llegó a sus oídos. Le metieron un trozo de papel en la mano, y cuando se volvió Arvardan sólo alcanzó a ver una silueta vestida de rojo que ya estaba desapareciendo.

Subió al vehículo de superficie que había alquilado y no desplegó el papel que tenía en la mano hasta estar dentro de él.

«Vaya al Gran Teatro a las ocho de la noche —estaba escrito en el papel—. Asegúrese de que no le siguen».

Arvardan frunció el ceño. Releyó el mensaje cinco veces, y después lo estudió como si esperase que una tinta invisible se volviese visible. Lanzó una rápida mirada involuntaria por encima del hombro. La calle estaba desierta. Arvardan alzó la mano para arrojar aquel mensaje ridículo por la ventanilla, titubeó y acabó guardándoselo en el bolsillo de la chaqueta.

Evidentemente, si aquella noche hubiera tenido algo que hacer aparte de lo que se le pedía en el mensaje, el asunto hubiese terminado allí —y probablemente la existencia de muchos miles de billones de seres humanos habría llegado a su fin con él—; pero dio la casualidad de que Arvardan no tenía ningún compromiso.

Y, además, se preguntó si la nota no habría sido enviada por...

A las ocho Arvardan avanzaba lentamente entre una larga hilera de vehículos de superficie por la carretera serpenteante que al parecer conducía al Gran Teatro. Había preguntado una sola vez qué camino debía seguir, y el peatón interrogado le había mirado con cierta desconfianza (al parecer ningún terrestre estaba totalmente libre de la plaga de la suspicacia), y le había contestado en un tono bastante seco que bastaría con que siguiera a los otros vehículos.

Según parecía, todos aquellos vehículos iban al teatro, porque cuando llegó allí vio que iban siendo devorados uno a uno por la boca abierta del garaje subterráneo. Se separó de la hilera de vehículos y pasó lentamente por delante de la fachada del teatro, esperando que se resolviese el enigma.

De repente, una silueta esbelta bajó corriendo por la rampa para peatones y se asomó por la ventanilla. Arvardan se sorprendió, pero la portezuela ya había sido abierta y la figura ya se había metido dentro del vehículo con un solo y ágil movimiento.

—Disculpe, pero... —empezó a decir Arvardan.

—No hable —respondió la figura agazapada en el asiento—. ¿Le han seguido?

—¿Tendrían que haberlo hecho?

—Déjese de chistes. Siga adelante y doble cuando yo se lo indique. Vamos, ¿a qué está esperando?

Arvardan reconoció la voz. La capucha del traje había caído sobre los hombros, y podía ver la cabellera castaña. Los ojos oscuros le miraban fijamente.

—Será mejor que arranque —murmuró Pola.

Arvardan obedeció, y durante un cuarto de hora la muchacha permaneció callada salvo por alguna lacónica indicación ocasional. Arvardan la miraba de reojo, y pensó con súbito placer que era todavía más hermosa de cómo la recordaba. Era extraño, pero ya no sentía ningún rencor hacia ella.

Se detuvieron —o, mejor dicho, Arvardan detuvo el vehículo a indicación de la muchacha— en una esquina de un distrito residencial poco transitado. Después de una espera cautelosa, Pola le hizo una seña para que volviera a poner en marcha el vehículo, y doblaron por otro camino que terminaba en la rampa de entrada a un garaje particular.

La puerta se cerró detrás de ellos, y la luz interior del vehículo pasó a ser la única fuente de iluminación.

Pola estaba muy seria.

—Doctor Arvardan, lamento haber tenido que hacer todo esto para poder hablar con usted en privado —dijo mirándole fijamente—. Ya sé que el concepto que se ha formado de mí no puede ser peor, pero...

—No piense eso —respondió él, sintiéndose un poco turbado.

—Debo pensarlo. Quiero que me crea cuando le digo que soy totalmente consciente de lo mal que me comporté aquella noche. No encuentro palabras para disculparme y...

—Por favor... —rogó Arvardan desviando la mirada—. Yo también podría haber sido un poco más diplomático.

—Bien... —Pola hizo una pausa para tratar de recobrar un mínimo de compostura—. No le he traído aquí por eso, ¿sabe? Usted es el único no terrestre que he conocido en toda mi vida. Sé que es capaz de ser noble y bueno..., y necesito su ayuda.

Arvardan sintió un escalofrío. «¿Qué significa todo esto?», se preguntó.

—¡Oh! —exclamó, resumiendo todos sus pensamientos en aquel lacónico monosílabo.

—No, doctor Arvardan, no se trata de mí —dijo ella—. Se trata de toda la Galaxia. No tiene nada que ver conmigo, se lo aseguro... ¡Nada!

—Bien, ¿de qué se trata entonces?

—En primer lugar... Creo que no nos ha seguido nadie, pero si oye algún ruido le ruego que..., que... —La muchacha bajó la mirada—. Le ruego que me rodee con sus brazos y..., y... Bueno, ya sabe...

Arvardan asintió.

—Creo que seré capaz de improvisar sin ninguna dificultad —dijo secamente—. ¿Es necesario que espere a oír algún ruido?

—No se lo tome a broma, por favor, y no malinterprete mis intenciones —rogó ella, ruborizándose—. Sería la única forma de evitar que sospecharan el verdadero propósito por el que estamos aquí. Es lo única excusa que resultaría convincente, ¿comprende?

—¿Tan grave es el asunto? —preguntó Arvardan en voz baja y un poco más afable.

La contempló con curiosidad. Tenía un aspecto tan joven y delicado... Y, sin saber muy bien por qué, Arvardan pensó que era muy injusto. Nunca se había comportado de manera irracional, y siempre se había enorgullecido de ello. Era un hombre de emociones intensas y poderosas, pero luchaba con ellas y las vencía..., y ahora experimentaba la necesidad impulsiva casi irresistible de proteger a aquella muchacha simplemente porque parecía estar tan desvalida.

—Es algo muy grave —dijo Pola—. Voy a contarle algo, y sé que al principio no me creerá; pero le pido que intente creerlo. Quiero que se convenza de que soy totalmente sincera y, sobre todo, espero y deseo que después de haber oído lo que le voy a contar tomará la decisión de ayudarnos en todo cuanto pueda. ¿Lo intentará? Le concederé un cuarto de hora, y si después de ese plazo cree que no soy merecedora de su confianza o que no vale la pena que se preocupe por lo que pueda ocurrirme..., entonces me iré y lo daremos todo por terminado.

—¿Un cuarto de hora? —preguntó Arvardan. Una sonrisa involuntaria curvó sus labios, y se quitó el reloj de pulsera y lo colocó delante de él—. De acuerdo.

Pola entrelazó las manos sobre el regazo y clavó la mirada en el parabrisas y en lo que había más allá de él, a pesar de que sólo se podía ver la pared desnuda del garaje.

Arvardan la estudió con expresión pensativa. Observó la curva suave y delicada de su mentón que contradecía la firmeza que ella intentaba darle, la nariz recta y fina y el peculiar color saludable de su tez, tan característico de la Tierra.

Se dio cuenta de que ella le estaba observando por el rabillo del ojo. Pola se apresuró a dejar de hacerlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arvardan.

Pola se volvió lentamente hacia él y se mordió el labio inferior con dos dientes.

—Le estaba observando.

—Sí, ya lo había notado... ¿Tengo sucia la nariz?

—No —respondió ella, y sonrió por primera vez desde que había subido al vehículo de superficie. Arvardan percibía con absurda nitidez hasta los más mínimos detalles concernientes a la muchacha, incluso la forma en que su cabellera parecía ondularse graciosamente cada vez que sacudía la cabeza—. No, es sólo que desde..., desde aquella noche me he estado preguntando por qué no usa las ropas impregnadas de plomo. Eso fue lo que me despistó, ¿comprende? Los espaciales siempre parecen sacos de patatas...

—¿Y yo no tengo ese aspecto?

—¡Oh, no! —exclamó ella, repentinamente entusiasmada—. Usted parece una..., una estatua de mármol de la antigüedad, con la diferencia de que está muy vivo. Disculpe, estoy diciendo impertinencias...

BOOK: Un guijarro en el cielo
5.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fort Larned by Randy D. Smith
The Ark: A Novel by Boyd Morrison
Seen Reading by Julie Wilson
Wart by Anna Myers
His Holiday Heart by Jillian Hart
Cain by José Saramago
Trust Me by Melinda Metz - Fingerprints - 3