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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (19 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
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¿Arriesgar el pellejo? ¿Por qué? Schwartz sintió un escalofrío. ¿Había cometido algún delito? ¿Estaría enterado Grew?

—El sol tiene nueve planetas, ¿verdad? —preguntó con voz temblorosa.

—Diez —respondió Grew con indiferencia.

Schwartz titubeó. Bueno, podían haber descubierto otro planeta que él no conocía... ¿Pero entonces cómo era posible que Grew supiese que existía ese décimo planeta? Empezó a contar con los dedos.

—¿El sexto planeta tiene anillos? —preguntó.

Grew estaba adelantando lentamente el alfil de rey dos cuadros, y Schwartz hizo instantáneamente otro tanto.

—¿Te refieres a Saturno? —murmuró Grew—. Pues claro que tiene anillos.

Estaba calculando. Podía escoger entre el peón de alfil y el de rey, y las consecuencias de inclinarse en un sentido o en otro no parecían muy claras.

—¿Y hay un anillo de asteroides o pequeños planetas entre Marte y Júpiter..., quiero decir entre el cuarto y el quinto planeta?

—Sí —masculló Grew.

Había vuelto a encender su pipa y estaba pensando a toda velocidad. Schwartz captó la tortura de la incertidumbre que se agitaba en su mente. En cuanto a él, por fin estaba seguro de en qué planeta se hallaba, y la partida de ajedrez había dejado de importarle. Las preguntas parecían vibrar a lo largo de la superficie interior de su cráneo, y una de ellas se deslizó hasta encontrar una salida.

—Entonces tus libros en microfilme dicen la verdad, ¿no? ¿Hay otros mundos... habitados?

Grew dejó de mirar el tablero y sus ojos escudriñaron inútilmente la oscuridad.

—¿Hablas en serio?

—¿Sí o no?

—¡Por toda la Galaxia! Creo que realmente no lo sabes...

—Por favor... —murmuró Schwartz, sintiéndose terriblemente humillado por su propia ignorancia.

—¡Pues claro que hay otros mundos..., millones de ellos! Cada una de las estrellas que ves tiene planetas, al igual que la gran mayoría de las que no ves; y todos esos mundos forman parte del Imperio.

Schwartz iba percibiendo en su interior el delicado eco de cada una de las apasionadas palabras de Grew a medida que éstas saltaban directamente de una mente a otra. Schwartz había notado que los contactos mentales se estaban volviendo más y más intensos con el transcurrir de los días. Quizá pronto podría «oír» mentalmente las palabras cuando la persona que las pensase no estuviera hablando.

Y por primera vez encontró una respuesta distinta de la demencia. Suponiendo que se las hubiera arreglado de alguna forma para dar un salto en el tiempo..., durmiendo, quizá...

—¿Cuánto hace que ocurrió todo esto, Grew? —preguntó con voz enronquecida—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que sólo había un planeta habitado?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Grew con repentino recelo—. ¿Eres miembro de la Sociedad de Ancianos?

—¿La qué...? No soy miembro de ninguna sociedad, pero supongo que hubo un tiempo en el que la Tierra era el único planeta habitado, ¿no? ¿No fue así?

—Los Ancianos afirman que sí —contestó Grew de mala gana—. ¿Pero quién puede saberlo? ¿Quién puede estar seguro de ello? Por lo que yo sé los mundos de allá arriba han existido siempre.

—¿Pero cuánto tiempo llevan existiendo?

—Supongo que miles de años. Cinco mil, diez mil años..., no lo sé con certeza.

¡Miles de años! Schwartz sintió que se le formaba un nudo en la garganta y lo hizo bajar tragando saliva mientras notaba el pánico que se iba adueñando de él. ¿Todo ese tiempo entre un paso y el siguiente? Un suspiro, un momento, un fugaz aleteo en el tiempo... ¿Y había dado un salto de miles de años? Tuvo la sensación de que iba a recaer en la amnesia. Su identificación del Sistema Solar debía de haber sido el resultado de unos recuerdos imperfectos que se estaban disipando entre la bruma.

Pero Grew ya había iniciado otra jugada. Comió el peón de alfil, y Schwartz comprendió de manera casi mecánica que se trataba de una táctica equivocada. Después una jugada siguió a la otra casi sin esfuerzo aparente por parte de Schwartz, quien comió con su torre de rey al peón que Grew había coronado. El caballo blanco volvió a avanzar hasta alfil 3. El alfil de Schwartz se desplazó a caballo 2 y quedó libre para entrar en acción. Grew respondió moviendo su alfil a reina 2.

Schwartz hizo una pausa antes de lanzar el ataque final.

—Y la Tierra es la que gobierna, ¿verdad?

—¿La que gobierna qué?

—El Impe...

Pero Grew levantó la mirada y lanzó un rugido tan potente que hizo temblar las piezas.

—¡Oye, Schwartz, ya estoy harto de tus preguntas! ¿Eres un perfecto idiota o qué? ¿Acaso te parece que la Tierra es dueña de algo? —Hubo un tenue susurro producido por la silla de ruedas de Grew cuando éste rodeó la mesa, y un instante después Schwartz sintió los dedos del anciano clavándose en su brazo—. ¡Mira! ¡Mira hacia allí! —ordenó Grew con voz áspera—. ¿Ves el horizonte? ¿Ves el resplandor?

—Sí.

—La Tierra es así..., toda la Tierra es así, salvo en algunos lugares donde existen unos pocos oasis como éste en el que vivimos.

—No lo entiendo...

—La corteza terrestre es radiactiva. El suelo brilla y ha brillado siempre, y siempre brillará. No se puede cultivar nada, nadie puede vivir sobre él... ¿De veras no lo sabías? ¿Por qué crees que tenemos la Costumbre de los Sesenta?

El lisiado se serenó y volvió a su lugar al otro lado de la mesa.

—Te toca jugar.

¡Los Sesenta! Otro contacto mental envuelto en un indefinible halo amenazador. Las piezas de ajedrez de Schwartz jugaban solas mientras él meditaba con el corazón oprimido. Su peón de rey se comió al peón de alfil que se le oponía. Grew movió su caballo a reina 4, y la torre de Schwartz se desplazó lateralmente pasando a caballo 4. El caballo de Grew volvió a atacar moviéndose a alfil 3. La torre de Schwartz evitó el nuevo ataque colocándose en caballo 5, pero el peón de torre de Grew avanzó de manera casi tímida y la torre de Schwartz se precipitó a comerse el peón de caballo dando jaque al rey. El rey de Grew se comió la torre, pero la reina de Schwartz llenó el hueco de inmediato colocándose en caballo 4 y volviendo a dar jaque al rey de Grew, que se refugió en torre 1. Schwartz adelantó su caballo poniéndolo en rey 4. Grew movió su reina a rey 2 en una decidida tentativa de movilizar sus defensas, y Schwartz respondió avanzando dos cuadros su reina hasta dejarla en caballo 6, con lo que el cerco se fue estrechando más y más. Grew ya no podía elegir. Movió su reina a caballo 2, y las dos majestades femeninas quedaron frente a frente.

El caballo de Schwartz retrocedió comiéndose el caballo enemigo en alfil 6, y cuando el alfil blanco que estaba siendo atacado se movió rápidamente a alfil 3, el caballo pasó a reina 5. Grew vaciló durante unos momentos, y acabó avanzando su reina por la diagonal libre para comerse el alfil de Schwartz.

Entonces hizo una pausa y lanzó un suspiro de alivio. Su astuto adversario tenía una torre en peligro y un jaque en perspectiva, y la reina de Grew estaba preparada para atacar; además de lo cual llevaba ventaja de una torre por un peón.

—Te toca jugar —dijo con satisfacción.

—¿Qué..., qué son los Sesenta? —preguntó Schwartz.

—¿Por qué lo preguntas? —exclamó Grew, y su voz no podía ser más seca ni hostil—. ¿Qué pretendes...?

—Por favor... —murmuró Schwartz humildemente, sintiéndose a punto de darse por vencido—. Te aseguro que no tengo ninguna mala intención, Grew. No sé quién soy ni que me ocurrió..., quizá sufro de amnesia.

—Es muy probable —fue la desdeñosa respuesta de Grew—. ¿Estás huyendo de los Sesenta? Vamos, responde.

—¡Pero si te repito que no sé qué son los Sesenta!

Su tono había resultado muy convincente. Hubo un silencio bastante prolongado. El contacto mental de Grew se había vuelto tan oscuro y terrible que Schwartz se estremeció, pero no podía discernir con claridad ninguna palabra.

—Los Sesenta son..., son los sesenta años de cada ser humano —le explicó Grew lentamente—. La Tierra no puede mantener a más de veinte millones de habitantes, y para vivir tienes que producir. Si no puedes producir..., entonces tampoco puedes vivir. Después de los sesenta ya no puedes producir...

—Y entonces... —susurró Schwartz, y se quedó con la boca abierta.

—Eres eliminado. Sin sufrimientos.

—¿Quieres decir que..., que te matan?

—No se trata de un asesinato —respondió secamente Grew—. Tiene que ser así, ¿comprendes? Los otros mundos se niegan a aceptar inmigrantes terrestres, y tenemos que dejar espacio para los niños. La vieja generación tiene que ir dejando lugar a la nueva.

—¿Y si no confiesas que tienes sesenta años?

—¿Y para qué vas a ocultarlo? Después de los sesenta la vida no resulta muy divertida, créeme; y cada diez años se lleva a cabo un censo para descubrir a cualquiera que sea lo bastante estúpido como para querer seguir viviendo. Además, tienen registradas las edades de todo el mundo.

—La mía no —dijo Schwartz. Las palabras se le habían escapado sin que hubiese podido evitarlo—. Además, apenas tengo cincuenta años... Los cumpliré pronto, pero aún no los tengo.

—No importa. Pueden determinar tu edad a partir de tu estructura ósea. ¿No lo sabías? No hay ninguna forma de ocultarlo... La próxima vez me llevarán y... Oye, te toca jugar.

—¿Quieres decir que...? —murmuró Schwartz sin prestar ninguna atención a la invitación de su interlocutor.

—Sí. Aún no he cumplido los cincuenta y cinco, pero... Bueno, echa un vistazo a mis piernas. No puedo trabajar, ¿verdad? En nuestra familia hay registradas tres personas, y nuestra cuota esta ajustada a una base de tres trabajadores. Tendrían que haber informado cuando sufrí el derrame, y entonces la cuota hubiese sido reducida; pero entonces me habrían aplicado los Sesenta de manera prematura, y Arbin y Loa no quisieron hacerlo. Fue una estupidez por su parte, porque eso les obligaba a cargar con un exceso de trabajo..., hasta que llegaste tú. Y de todos modos el año que viene me descubrirán, así que... Tú mueves.

—¿El año próximo se llevará a cabo un censo?

—Así es... Mueve.

—¡Espera! —exclamó Schwartz—. ¿Todos los hombres y mujeres son eliminados después de los sesenta? ¿No hay absolutamente ninguna excepción?

—Para gente como tú o como yo no, desde luego. El Primer Ministro y los miembros de la Sociedad de Ancianos cumplen su ciclo vital completo, al igual que algunos científicos o quienes prestan servicios muy importantes a la sociedad. Hay muy pocos casos, puede que unos doce cada año... ¡Vamos, te toca mover!

—¿Y quién decide las excepciones?

—El Primer Ministro, naturalmente. ¿Vas a mover de una vez, sí o no?

Pero Schwartz se puso en pie.

—Olvídalo. Te daré jaque mate en cinco jugadas, ¿sabes? Mi reina se comerá el peón dando jaque al rey; tú llevarás el rey a caballo 1; yo daré jaque al rey con mi caballo en rey 2; tú lo desplazarás hasta alfil 2; daré jaque con mi reina en rey 6; apartarás tu rey a caballo 2; mi reina irá a caballo 6, y como entonces estarás obligado a poner tu rey en torre 1 le daré mate con la reina en torre 6. Ha sido una partida muy interesante —añadió Schwartz de manera casi automática.

Grew contempló el tablero en silencio durante unos momentos hasta que lanzó un grito y lo arrojó al suelo. Las piezas resplandecientes rodaron y se dispersaron sobre el césped.

—¡Tú y tu maldita charla que me distrae! —gritó Grew.

Pero Schwartz no prestaba atención a nada..., a nada salvo a la imperiosa necesidad de escapar de los Sesenta; pues aunque Browning había dicho:

¡Envejece a mi lado!

Lo mejor aún no ha venido.

Esa promesa sólo podía existir en una Tierra habitada por miles de millones de seres humanos que contaba con alimentos ilimitados. Ahora lo mejor que vendría serían los Sesenta..., y la muerte.

Y Schwartz tenía sesenta y dos años.

Sesenta y dos años...

12
La mente que mata

La idea se fue formando nítidamente en el cerebro cada vez más metódico de Schwartz. No quería morir, así que tendría que irse de la granja. Si se quedaba donde estaba ahora el censo llegaría inexorablemente, y la muerte llegaría con él.

Así pues, había que marcharse de la granja. ¿Pero dónde iría?

Estaba el... ¿Qué era aquello, un hospital? Sí, aquel lugar de Chica donde había sido atendido antes. ¿Y por qué? Pues porque Schwartz era un «caso médico», naturalmente. ¿Pero seguiría siéndolo? Ahora podía hablar y podía explicar sus síntomas, cosa que no había podido hacer antes; e incluso podía hablarles del contacto mental.

¿O acaso el contacto mental no era algo exclusivo de Schwartz? ¿Había alguna forma de que pudiese averiguarlo? Arbin, Loa y Grew no tenían ese poder, desde luego. Schwartz lo sabía. Ninguno de los tres podía averiguar dónde se encontraba Schwartz a menos que pudieran verle u oírle. Si Grew hubiese poseído aquel tipo de facultades Schwartz nunca habría podido vencerle al ajedrez, ¿verdad?

Un momento..., el ajedrez era un juego muy popular; y eso hubiese sido imposible si todo el mundo poseyera el don del contacto mental. No, desde luego que no.

De modo que eso convertía a Schwartz en un caso psicológico muy raro, un espécimen de gran valor. Ser un espécimen único quizá no serviría para que su vida fuese muy agradable o divertida, pero al menos podía salvarle de la muerte.

Y además también podía estudiar la nueva posibilidad que acababa de presentarse, ¿no? Quizá no era un amnésico, sino un hombre que había viajado a través del tiempo. En tal caso, no sólo poseía el don del contacto mental, sino que además venía del pasado. Era un espécimen histórico y arqueológico. No podían matarle.

Si le creían, claro...

Si le creían...

Aquel doctor le creería. La mañana en que Arbin había llevado a Schwartz a Chica necesitaba urgentemente un afeitado. Schwartz lo recordaba perfectamente, y después de aquello la barba no había vuelto a crecerle, así que tenían que haber hecho algo al respecto. Eso significaba que el doctor sabía que él..., que él, Schwartz, había tenido pelo en la cara. Eso tenía que ser importante, ¿no? Grew y Arbin no se afeitaban nunca, y en una ocasión Grew le había dicho que sólo los animales tenían pelos en la cara.

De modo que tenía que dar con el doctor.

¿Cómo se llamaba? ¿Shekt? Sí, eso era... ¡Shekt!

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