Read Un guijarro en el cielo Online

Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (17 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Dijo que Arvardan había venido a la Tierra para organizar una expedición arqueológica apoyada por el Imperio, y que deseaba entrar en las Zonas Vedadas por motivos puramente científicos. Afirmó que no había ni la más mínima intención sacrílega, y que si podíamos detenerle sin recurrir a la violencia él respaldaría nuestra postura ante el Consejo Imperial... Fue más o menos eso, ¿no?

»De modo que tenemos que vigilar muy atentamente a Arvardan, ¿pero con qué finalidad? Para evitar que entre en las Zonas Vedadas sin autorización, ¿no? Tenemos al jefe de una expedición arqueológica que no dispone de hombres, nave o equipos. Tenemos a un espacial que no se queda en el Everest, que es el sitio en el que debería estar, sino que sea por el motivo que sea anda vagabundeando de un lado a otro por la Tierra..., y que hace su primera escala en Chica. ¿Y cómo desvían nuestra atención de todos estos hechos tan extraños y sospechosos? Pues incitándonos a vigilar cuidadosamente algo que no tiene ni la más mínima importancia. Ah, Su Excelencia, y hay algo más: fíjese en que Schwartz estuvo recluido durante seis días en el Instituto de Investigaciones Atómicas..., y que después huyó. ¿No le parece muy raro? De pronto la puerta quedó abierta, de repente no había centinelas en los pasillos... Qué negligencia tan extraña, ¿verdad? ¿Y qué día eligió Schwartz para escapar? Pues precisamente el mismo día en el que Arvardan llegó a Chica. Es una segunda coincidencia que llama la atención.

—Entonces usted cree que... —murmuró el Primer Ministro con voz tensa.

—Creo que Schwartz es un agente espacial venido a la Tierra, que Shekt es el intermediario de los traidores asimilacionistas que hay entre nosotros, y que Arvardan está encargado de mantener los contactos con el Imperio. Observe la habilidad con la que fue planeado el encuentro entre Schwartz y Arvardan. Se permitió que Schwartz huyera y, después de que hubiese transcurrido el plazo apropiado, su enfermera —que por una coincidencia adicional y nada sorprendente es la hija de Shekt— salió en su búsqueda. Si algo llegaba a fallar en su bien calculado plan, resulta evidente que ella habría dado con Schwartz de repente y que éste se habría convertido en un pobre enfermo, lo que habría satisfecho la curiosidad de cualquier posible espectador. De hecho, dos conductores de aerotaxi demasiado curiosos recibieron la explicación de que era un enfermo, y por una ironía del destino eso arruinó sus planes. Ahora preste mucha atención, Su Excelencia... Schwartz y Arvardan se encuentran por primera vez en el local de alimentómatas, pero aparentemente no se fijan el uno en el otro. Se trata de un encuentro preliminar cuyo único fin es indicar que hasta el momento todo ha marchado bien y que ya pueden dar el siguiente paso... Al menos no nos subestiman, algo de lo que creo podemos sentirnos un poco orgullosos. Bien, Schwartz sale del local... Arvardan sale pocos minutos después para seguir a Schwartz y se encuentra con la señorita Shekt. Todo está calculado al segundo. Después de representar una farsa en beneficio de los dos conductores de aerotaxi a los que he mencionado antes, los dos se dirigen hacia los grandes almacenes Dunham, donde se reúnen con Schwartz. ¿Qué mejor lugar que unos grandes almacenes? Son el punto ideal para una cita: ofrecen una intimidad que no podría hallarse ni en una caverna de las montañas. Demasiado visibles como para despertar sospechas, demasiado llenos de gente como para permitir la vigilancia... Magnífico, realmente magnífico... Yo también sé reconocer los méritos de mi oponente, Su Excelencia.

El Primer Ministro se removió nerviosamente en su sillón.

—Si nuestro enemigo es tan astuto acabará triunfando.

—Imposible, porque ya está derrotado —replicó Balkis—. Y en este aspecto todo el mérito corresponde a nuestro querido Natter.

—¿Quién es Natter?

—Un agente insignificante al que habrá que aprovechar al máximo después de esto, ya que ayer no pudo comportarse mejor. Su misión consistía en vigilar a Shekt, para lo que había instalado una frutería delante del Instituto. Durante la última semana recibió instrucciones específicas de observar el desarrollo del caso Schwartz. Natter estaba ahí cuando Schwartz, a quien conocía por fotografías y porque había podido verle fugazmente cuando entró por primera vez en el Instituto, se escapó. Natter vigiló todos sus movimientos logrando pasar inadvertido, y dando muestras de una admirable intuición acabó llegando a la conclusión de que el único objetivo de la «fuga» consistía en concertar una entrevista con Arvardan. Natter no se sintió en condiciones de averiguar nada gracias al encuentro porque estaba solo, por lo que decidió impedir que se produjera. Los dos conductores de aerotaxi que habían oído decir a la señorita Shekt que Schwartz estaba enfermo pensaron que se trataba de un caso de fiebre de radiación, y Natter aprovechó esa idea con la rapidez de un auténtico genio. En cuanto observó que el encuentro tenía lugar en los grandes almacenes denunció el caso de fiebre, y las autoridades locales de Chica fueron lo bastante inteligentes como para colaborar inmediatamente, bendita sea la Tierra...

»El local fue evacuado, y eso les despojó del disfraz con el que habían contado para disimular su entrevista. De pronto se encontraron solos en los grandes almacenes, con lo que resultaban muy visibles. Natter fue todavía más lejos. Habló con ellos, y logró convencer a Arvardan y a la hija de Shekt de que le permitieran acompañar a Schwartz hasta el Instituto. Ellos accedieron. ¿Qué otra cosa podían hacer? Así pues, el día terminó sin que Schwartz y Arvardan pudieran intercambiar ni una sola palabra.

»Ah, y Natter no cometió la estupidez de arrestar a Schwartz. Los dos siguen ignorando que han sido descubiertos, y nos conducirán hasta presas todavía más importantes que ellos.

»Pero Natter no se conformó con eso. Avisó a la guarnición imperial, y ya no tengo palabras con las que elogiar ese acto; pues con él colocó a Arvardan en una situación que no había previsto. Tuvo que escoger entre quedar revelado como espacial y destruir su utilidad, que aparentemente consiste en moverse por la Tierra comportándose como si fuese un terrestre, o mantener el secreto y sufrir las desagradables consecuencias de su falsa identidad. Arvardan optó por la actitud más heroica, e incluso le fracturó el brazo a un oficial del Imperio para dar mayor realismo a la escena; algo que deberá ser recordado en su favor.

»Resulta muy significativo que se comportara tal y como lo hizo. ¿Qué razón podía tener un espacial para exponerse al látigo neurónico por una terrestre..., a menos que lo que estaba en juego fuese de una importancia suprema?

El Primer Ministro mantenía los puños sobre el escritorio inmóviles delante de él. Sus ojos habían adquirido un brillo salvaje, y sus esbeltos rasgos estaban fruncidos por la preocupación.

—Le felicito por haber tejido una trama tan complicada con tan pocos detalles. Ha sido muy hábil, Balkis, y creo que está en lo cierto. La lógica no nos deja alternativa, pero esto significa que está demasiado cerca, Balkis. Demasiado cerca... Y esta vez no tendrán piedad.

—No están tan cerca, porque en tal caso, existiendo tanto peligro para el Imperio, ya habrían descargado el golpe —respondió Balkis, y se encogió de hombros—. Y les queda poco tiempo. Arvardan tendrá que entrevistarse con Schwartz antes de que hagan algo, de modo que creo poder predecirle el futuro.

—Hágalo..., hágalo...

—Ahora es preciso alejar a Schwartz hasta que las cosas se calmen un poco.

—¿Pero dónde será enviado?

—También lo sabemos. Schwartz fue llevado al Instituto por un hombre que resultaba evidente era granjero. Obtuvimos descripciones suyas del técnico de Shekt y de Natter, y revisamos todas las tarjetas de identificación de todos los granjeros que viven en un radio de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Chica hasta que Natter acabó identificando a un tal Arbin Maren como nuestro hombre. El técnico de Shekt confirmó la identificación de manera independiente. Hicimos discretas investigaciones sobre ese hombre, y al parecer mantiene a su suegro, un inválido, con lo que viola la Costumbre de los Sesenta.

El Primer Ministro descargó el puño sobre la mesa.

—Estos casos se repiten con demasiada frecuencia, Balkis. Tendremos que dictar leyes más severas...

—No se trata de eso, Su Excelencia. Ahora lo importante es que el granjero está violando las Costumbres, por lo que se le puede someter a extorsión.

—Shekt y sus aliados espaciales necesitan un instrumento para una eventualidad como ésta: un lugar donde Schwartz pueda permanecer recluido durante más tiempo del que podría pasar oculto sin peligro en el Instituto. Ese granjero, que probablemente es pobre y no tiene ni idea de lo que está ocurriendo, se presta muy bien para sus propósitos. Bueno, pues será vigilado. Schwartz no será perdido de vista en ningún momento... Tarde o temprano tendrán que concertar otra entrevista entre Schwartz y Arvardan, y cuando eso ocurra estaremos preparados para actuar. ¿Lo entiende todo ahora?

—Sí.

—Bien, bendita sea la Tierra entonces —dijo Balkis—. Ahora me marcho..., con su permiso, naturalmente —añadió con una sonrisa irónica.

El Primer Ministro alzó una mano en un vago gesto de despedida sin haber captado el sarcasmo.

Mientras iba a su pequeño despacho el secretario estaba solo, y en ocasiones como aquélla sus pensamientos solían escapar del firme control habitual al que los mantenía sometidos y jugueteaban en la intimidad de su mente.

Balkis no estaba pensando en el doctor Shekt, Schwartz o Arvardan, y todavía menos en el Primer Ministro.

Sus pensamientos giraban alrededor de un planeta, Trántor, un mundo cuya superficie estaba ocupada por una inmensa metrópoli desde la que se gobernaba toda la Galaxia; y después le ofrecieron la imagen de un palacio cuyas espiras y elegantes arcadas nunca habían sido vistas ni por Balkis ni por ningún otro terrestre. Pensó en los hilos invisibles de poder que pasaban de un sol a otro reuniéndose en filamentos, cables y sogas hasta llegar al palacio central y a esa abstracción llamada Emperador que, después de todo, no era más que un hombre.

La mente de Balkis se aferró insistentemente a ese pensamiento y a la idea de un poder tan inmenso que era capaz de crear la divinidad por sí solo, y que a pesar de eso se hallaba concentrado en un ser que era sencillamente humano.

¡Sencillamente humano! ¡Cómo él!

Y él podía...

11
La mente que cambió

El comienzo del cambio se agitaba confusamente en la mente de Joseph Schwartz. Había vuelto a analizarlo muchas veces en el silencio absoluto de la noche (y ahora las noches eran muchísimo más silenciosas, y de vez en cuando se preguntaba si realmente hubo algún tiempo en el que retumbaron y ardieron con la vida tumultuosa y enérgica de millones de seres humanos), y le habría gustado poder decir con precisión cuál había sido el momento en el que se inició.

El primer paso había llegado con aquel lejano y estremecedor día de temores en el que se había encontrado solo en un mundo extraño, un día que ahora se le aparecía tan vago como el mismo recuerdo de Chicago. Después había llegado el viaje a Chica, con su extraño y complicado final. Schwartz pensaba en aquello con frecuencia.

Había algo relacionado con aquel aparato..., con las píldoras que había engullido. Después vinieron los días de recuperación seguidos por la fuga, el vagabundeo y los hechos inexplicables de aquella última hora transcurrida en los grandes almacenes. Schwartz nunca conseguía recordar del todo aquella parte, pero en los dos meses transcurridos desde entonces su memoria se había ido volviendo cada vez más aguda y todo estaba cada vez más claro.

Los hechos ya habían empezado a resultar extraños incluso entonces. Schwartz había adquirido una gran sensibilidad a la atmósfera emocional. El anciano doctor y su hija estaban nerviosos y asustados. ¿Lo había sabido ya entonces o no había sido más que una impresión fugaz reforzada por la creciente claridad mental adquirida después?

Pero en los grandes almacenes Schwartz había sido consciente de lo que iba a ocurrir antes de que el hombre alto estirase la mano y la pusiera sobre su hombro..., exactamente antes. Había comprendido que estaba atrapado y el anuncio no había llegado a tiempo de salvarle, pero había sido una demostración muy clara del cambio.

Y después habían llegado las jaquecas, aunque no eran precisamente jaquecas. Parecían más bien palpitaciones, como si una dínamo oculta en su cerebro hubiese empezado a funcionar de repente y estuviera haciendo vibrar todos los huesos del cráneo de Schwartz con una actividad inusitada. En Chicago no había sentido nada parecido —suponiendo que su fantasía sobre Chicago tuviese algún significado, naturalmente—, ni tampoco durante los primeros días que había vivido en aquella realidad.

¿Le habían hecho algo durante aquel primer día en Chica? El aparato, las píldoras... Estaba claro que contenían un anestésico. ¿Una operación? El curso de los pensamientos de Schwartz, que ya había llegado a aquel punto en un centenar de ocasiones, volvió a interrumpirse.

Había abandonado Chica al día siguiente de su fracasado intento de fuga, y ahora el tiempo transcurría tranquilamente y sin sorpresas.

Grew repetía palabras y le señalaba objetos o gesticulaba desde su silla de ruedas, tal y como lo había hecho antes la muchacha, Pola; hasta que de repente un día Grew dejó de hablar una jerigonza ininteligible y empezó a hablar en inglés o... No, fue él mismo, él, Joseph Schwartz quien dejó de hablar inglés y empezó a hablar en una jerigonza ininteligible, con la única diferencia de que de repente dejó de resultarle ininteligible.

Todo era muy fácil. Aprendió a leer en sólo cuatro días, y él mismo quedó sorprendido. Hubo un tiempo en el que había tenido una memoria excelente —aquella especie de sueño en Chicago—, o por lo menos eso le había parecido; pero nunca había sido capaz de realizar hazañas semejantes..., y sin embargo Grew no parecía asombrado.

Schwartz dejó de devanarse los sesos.

Y cuando el otoño se hizo verdaderamente dorado todo volvió a estar claro, y Schwartz salió a trabajar al campo. La forma en que aprendía resultaba realmente desconcertante, y otra sorpresa era que nunca se equivocaba. Por ejemplo, había máquinas muy complicadas que manejaba sin dificultad después de haber oído sólo una vez la explicación de cómo funcionaban.

BOOK: Un guijarro en el cielo
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Edge Play X by Wilson, M. Jarrett
The Hours of the Dragon by Robert E. Howard
The Fairest of Them All by Carolyn Turgeon
Transference by Katt, Sydney
Seven Shades of Grey by Vivek Mehra
The Best of Galaxy’s Edge 2013-2014 by Niven, Larry, Lackey, Mercedes, Kress, Nancy, Liu, Ken, Torgersen, Brad R., Moore, C. L., Gower, Tina