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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (21 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Se dio la vuelta y caminó a paso lento en dirección a casa hasta que estuvo segura de que nadie podía verla. Después, se levantó las faldas y comenzó a correr.

Capítulo 12

T
homas estuvo fuera la mayor parte del día, aunque no a propósito. También él había ido a bañarse a la posada después de que Madeleine se marchara a conocer a Rothebury, en parte porque se había acostumbrado a darse un baño diario y se negaba a pasar más de dos días sin bañarse mientras estuviera en Winter Garden, pero sobre todo porque estaba preocupado por Madeleine y sabía que la vigilaría desde el bosque si tenía la posibilidad. Ella no lo necesitaba. Era muy competente y estaba claro que el barón no era peligroso; o al menos, no lo sería la primera vez que se vieran.

A última hora de la mañana, visitó a Sarah Rodney con la esperanza de sacarle toda la información posible a la historiadora del pueblo sobre la propiedad de Rothebury, pero descubrió que ella llevaba unos días en Haslemere cuidando de su hija, que acababa de dar a luz después de un largo y difícil confinamiento. Lo más probable era que se quedara allí hasta después de Navidad, según su mayordomo. Por desgracia, no parecía haber otra forma de conseguir información sobre la mansión que preguntarle directamente a Rothebury o viajar a Londres para investigar un poco. En Winter Garden no había un lugar específico donde se almacenaran los registros legales referentes a la época en la que la familia del barón aún no había comprado la propiedad. Podría empezar por escribir al Ministerio del Interior para comenzar las comprobaciones, pero no quería hacerlo. Por el momento, esperaría.

Su siguiente parada había sido el hogar de Penélope Bennington-Jones. Desdémona, que vivía con su madre viuda mientras su marido estaba lejos sirviendo en el ejército, estaba un poco indispuesta, o eso le habían dicho. Penélope, sin embargo, pareció bastante contenta de recibirlo. Extremadamente contenta.

Desde que Thomas llegara al pueblo el verano anterior, solo la había visitado en dos ocasiones. Durante esos encuentros la dama se había mostrado cordial aunque reservada, y lo había tratado de manera respetuosa en su calidad de invitado, tanto en su casa como en su comunidad, tal y como era su deber. Esa vez, no obstante, se había mostrado inusualmente sociable, y eso le dio muy mala espina. Le había hecho preguntas directas y personales: su pasado, su servicio durante la guerra y su educación, sus razones para traer a Madeleine a Winter Garden… Por supuesto, Madeleine y él conocían sus papeles y cómo responder a las preguntas después de hablarlo muchas veces, pero lo desconcertaba el súbito cambio de la señora Bennington-Jones. La mujer había hablado con otras personas del pueblo sobre ellos, y también con Rothebury, a buen seguro. En esos momentos trataba de realizar una investigación por su cuenta. A Thomas no le cabía ninguna duda sobre ello.

A media tarde se encontraba en el incómodo saloncito color frambuesa de lady Claire, tomando un té con emparedados de salmón y escuchando su interminable cháchara acerca de los primeros días de su matrimonio y los años de juventud, en los que había sido cortejada por caballeros de todas partes del país a causa tanto de su hermosura como de sus riquezas. Thomas lo creía. Era probable que la dama hubiese sido toda una belleza en aquella época de su vida, aunque en esos momentos se estuviera echando a perder debido a la amargura de la soledad y al hecho de verse privada de sus seres queridos. Lo sentía por ella, pero no la compadecía. La dama ya sentía bastante lástima por sí misma. Si había una cosa que Thomas conocía muy bien era la autocompasión, y no pensaba tolerarla.

Con todo, y a pesar de que habían pasado toda una larga tarde juntos, no había descubierto nada relevante con respecto a la investigación sobre el opio. Su intención inicial había sido hablar sobre Rothebury y sobre los libros, pero la conversación se había alejado una y otra vez del tema, sin importar lo mucho que tratara de mantenerla en ese camino. Al final, llegó a la conclusión de que lady Claire no sabía mucho aparte de que el barón quería su colección de libros, la cual tenía un tamaño considerable, y de que le pagaba una buena suma por algunos libros de vez en cuando. A Thomas le parecía que todo ese asunto era bastante cuestionable, pero se había marchado de allí con la certeza de que no podría sonsacarle nada más a lady Claire.

En esos instantes, muy cerca de las cinco, caminaba por el pueblo en dirección a su casa sin preocuparse por la caída de la noche y por las gotas de lluvia helada que le golpeaban en el cuello y en la cabeza. Después de todas esas visitas sociales, sabía poco más que esa mañana, salvo que Madeleine y él se habían convertido en el blanco de los chismorreos durante las dos últimas semanas. Puede que aún fueran un blanco intacto, pero eran un blanco al fin y al cabo. La gente se hacía preguntas. Los lugareños de buena cuna estaban soliviantados y el acosado barón parecía percibir los barrotes de su jaula. Todo iba saliendo justo como deseaba, salvo por el tiempo transcurrido.

Y por Madeleine. Madeleine, esa mujer encantadora y llena de pasión que siempre ocupaba el núcleo de sus pensamientos, que representaba el mayor problema de todos. ¿Tenía alguna influencia sobre ella? ¿Lo necesitaba todavía para algo? No lo sabía.

A decir verdad, el trabajo que se traían entre manos lo tenía demasiado inquieto. Ella no lo había considerado todavía, pero Thomas sabía que la investigación no habría debido llevarles tanto tiempo, y al final también ella se daría cuenta. Se preguntaría qué hacía él cada día para avanzar, por qué se habían implicado tan íntimamente en un caso para cuya resolución no eran necesarias dos personas. Rothebury debería haber sido arrestado hacía semanas con pruebas sólidas que podrían haberse recopilado mucho más rápido por otros medios, pero el deseo de tener a Madeleine a su lado primaba sobre todo lo demás, sobre cualquier deseo que hubiera tenido jamás. La idea de traerla a Winter Garden había sido suya, y sir Riley no tenía potestad para oponerse a sus decisiones. Thomas ocupaba un rango superior y sir Riley no era más que el subordinado; había sido él quien decidiera el camino que los llevaría hasta el opio o, al menos, hasta el contrabandista que lo robaba.

Al igual que él, Madeleine había deducido que Rothebury era el principal sospechoso casi desde el día de su llegada. Sin embargo, Thomas necesitaba pasar algo más de tiempo con ella. Había tratado de convencerse a sí mismo de que su prolongada estancia en el pueblo no tenía nada que ver con lo que sentía por esa mujer, pero, por supuesto, no era cierto. De manera egoísta, había elegido esa investigación para conocerla, para cortejarla, para intentar lo imposible, y eso llevaba su tiempo. Tenía una única oportunidad, y era ésa. Se tomaría todo el tiempo que necesitara.

Sonrió para sus adentros en la oscuridad. Resultaba de lo más alentador ver lo mucho que ella lo deseaba. El episodio de la noche pasada había sido indescriptible, de lo más inesperado, y le hervía la sangre con el mero hecho de recordarlo. Cuando había admitido su falta de control esa mañana, ella no se había reído ni había intentado restarle importancia. No la había sorprendido su preocupación, y lo había conmovido con ese tierno deseo de aceptarlo tal y como era para evitar que se sintiera avergonzado. Jamás habría admitido ante nadie semejante incompetencia sexual ni la reciente carencia de relaciones, pero Madeleine contaba con su confianza y tenía su felicidad en las manos. Era la dueña de su corazón.

Contaba con la posibilidad de que se sintiera atraída por él cuando por fin llegó a Winter Garden, pero jamás se habría atrevido a esperar que fuera tan generosa, que la pasión que sentía por él se desataría de una manera tan rápida y evidente. Conociéndola como la conocía, sabía que la confusión que sentía no tardaría en convertirse en un creciente anhelo interior muy distinto a todo lo que había sentido antes. Ella tenía el poder, pero la elección era suya. Y eso era lo que más lo asustaba.

Thomas observó la casita que se encontraba al final del camino y deseó poder correr hasta ella. Tenía el cuerpo entumecido a causa de la lluvia que lo empapaba y Madeleine lo aguardaba en el interior de la casa.

Minutos más tarde, abrió la puerta principal y percibió el maravilloso aroma de la comida. Con los dedos congelados, se desabrochó el abrigo y lo colgó en el gancho.

Madeleine debió de oírlo, ya que salió a recibirlo al instante, ataviada con el sencillo vestido de viaje desabrochado hasta el cuello, un almidonado delantal blanco y el cabello recogido con una simple cinta a la altura de la nuca.

Thomas la contempló con el corazón en un puño. Nunca antes la había visto tan relajada y hermosa. Siempre parecía tan acicalada y… elegante. Tan compuesta. Serena y majestuosa, como una reina en su trono. Sin embargo, en esos momentos, mientras permanecía de pie en el vestíbulo de esa diminuta casa de pueblo, tenía un aspecto encantador, sonrojada y adorable, con una cuchara de madera en una mano, una mancha de harina en la barbilla y un brillo tímido y alegre en los ojos. Thomas sabía que esa imagen quedaría grabada a fuego en su mente para siempre.

—He preparado una cena temprana —dijo ella con dulzura, rompiendo el hechizo—. Pan recién hecho, cerdo asado con salsa y zanahorias y manzanas asadas.

No soy muy buena cocinera, en especial con los platos ingleses, así que no hay ninguna garantía de que sea comestible.

Con una sonrisa, Thomas se deshizo de sus pensamientos y dio un paso hacia delante.

—Estoy hambriento, así que no me importa cómo sepa.

Ella lo evaluó rápidamente de la cabeza a los pies.

—Estás empapado. ¿Quieres cambiarte de ropa?

Él meneó la cabeza.

—Quiero comer —Y no apartarme de tu lado, añadió para sus adentros. Echó un vistazo a la estancia del fondo y preguntó—. ¿Por qué estás cocinando? ¿Beth no ha venido hoy?

Madeleine se tensó lo bastante para que él lo percibiera y Thomas volvió a mirarla a la cara. Estaba sonrojada y evitaba sus ojos.

—La envié a su casa hace unas cuantas horas, Thomas —replicó con los hombros erguidos. Tras sacudirse un poco el pelo, se volvió hacia la cocina una vez más—. Es demasiado joven y demasiado adorable para revolotear por esta casa. Estoy segura de que tendrá cosas más interesantes que hacer por las tardes.

¿Qué significaba eso? Debía de haberse equivocado al utilizar la palabra «revolotear».

—¿Revolotear?

Ella no respondió. Thomas escuchó el traqueteo de las cacerolas detrás de la puerta, así que siguió el ruido. El ambiente de la cocina era acogedoramente cálido y olía a gloria.

—¿Revolotear? —repitió.

Madeleine se detuvo cerca del horno y se frotó la mejilla con el dorso de la mano sin dignarse a mirarlo.

—Estoy celosa, Thomas.

Estuvo a punto de caerse redondo al suelo al escucharla. A punto. Tuvo que agarrarse al respaldo de la silla que tenía a la derecha para mantener el equilibrio y se obligó a mantener la lengua en el interior de la boca el tiempo suficiente para pensar algo que decir.

¿Madeleine estaba celosa de la hija del reverendo? ¿Era una broma? Desde luego que sí. ¿O no?

No. Había sido sincera al expresar sus sentimientos, como siempre, y el hecho de darse cuenta de eso lo volvió loco de alegría y satisfacción. Pero… ¿celosa?

—¿Por qué? —consiguió murmurar en respuesta, aunque pareció un graznido gutural.

De espaldas a él, Madeleine encogió un poco el hombro izquierdo mientras removía algo en el fuego que absorbía su atención.

—Es joven e inocente, y está demasiado encariñada contigo. Comprendo que quieras casarte de nuevo, pero creo que es demasiado ingenua para un hombre con tu experiencia. Deberías buscar a otra. Y no la he despedido. Lo que pasa es que no quería tenerla aquí esta noche.

Fue una explicación rápida e incoherente, lo que significaba que se sentía un poco avergonzada por sus consideraciones. Thomas se dejó caer en la silla de madera y contempló las suaves curvas de su espalda y sus caderas, maravillado ante lo que veía. Aquel sueño se volvía más y más extraordinario. Madeleine estaba celosa de una chica de pueblo. De una chica que no significaba nada para él. Beth tendría… ¿diecisiete años? ¿Dieciocho? Él tenía casi cuarenta. La edad no importaba mucho para un hombre de su posición, pero ¿por qué iba a desear a una chica inocente cuando podía disfrutar, mantener una conversación interesante y… jugar al ajedrez con una mujer como Madeleine?

Sacudió la cabeza con perplejidad. Madeleine estaba celosa. Increíble.

Se aclaró la garganta y se pasó los dedos por el pelo, todavía húmedo.

—Maddie, eres la única mujer que me interesa.

Ella se dio la vuelta muy despacio y esbozó una sonrisa avergonzada mientras el caldo se derramaba de la cuchara que sostenía en la mano.

—Trabajamos juntos, Thomas, pero no soy una joven inocente, y está claro que no soy de las que se casan.

Él dio una honda bocanada de aire.

—¿Y qué es lo que te hace pensar que es eso lo que quiero?

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿No es eso lo que quieren todos los caballeros? Si lo que deseas es casarte de nuevo, tendrás que encontrar a alguien como Beth, aunque a mi parecer debería ser una mujer un poco mayor.

—Tú lo eres —replicó él sin perder la calma.

Ella hizo caso omiso de la respuesta.

—Lo que hagas una vez que yo me marche es asunto tuyo, pero no quiero verte coquetear con ella mientras viva aquí contigo. Por razones que no tengo muy claras, eso me molesta.

¿Coquetear? ¿Él? Ella era sincera, pero irracional, aunque Thomas lo pasó por alto mientras intentaba no sonreír como un idiota.

—Ella se muestra agradable conmigo, no cariñosa —señaló al instante sin apartar la vista de sus ojos—. Y yo jamás la cortejaría, porque no me interesa —Se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta convertirla en un susurro para revelar el anhelo de su corazón—. Solo te deseo a ti, Maddie. Solo a ti.

Notó de inmediato su reacción. Se quedó pálida y la sonrisa desapareció tras una expresión incrédula, o confusa… o tal vez ambas a un tiempo.

En ese momento, algo cambió en ella. Se enderezó muy despacio y sus rasgos adquirieron una expresión despreocupada, aunque decidida. Desvió la mirada y volvió a dejar la cuchara en la cacerola antes de llevarse las manos a la espalda para desatar el lazo del delantal.

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