Finalizada la guerra civil española, una mujer cuyo marido e hijo pertenecieron al bando republicano regresa a la ciudad de provincias en la que había transcurrido su vida hasta el final del conflicto. Sus hijas y su nieta de pocos años la acompañan. Como si de un fatal presagio se tratara, un fuerte aguacero recibe a ese grupo de mujeres, cansadas, débiles, derrotadas, en cuyas miradas late, sin embargo, toda la voluntad y el deseo de salir adelante de los supervivientes.
Salvo la niña, todas han perdido mucho, quizá demasiado, con la guerra. En breve, los vencedores comenzarán a dejarles claro que tampoco podrán recuperar nada de cuanto aún creían poseer, desde la casa familiar, que les ha sido usurpada, hasta la belleza de sus sueños. La derrota no sólo ha sido total: debe ser continua.
Angeles Caso
Un largo silencio
Premio de Novela Fernando Lara 2000
ePUB v1.0
vidadoble10.01.12
© Ángeles Caso, 2000
© Editorial Planeta, S A , 2000
Corcega, 273-279, 08008 Barcelona (España)
Diseño de la colección Silvia Antem y Helena Rosa-Trias
Ilustración de la sobrecubierta foto © Robert Capa/Magnum
Primera edición octubre de 2000
Segunda edición octubre de 2000
Tercera edición: noviembre de 2000
Cuarta edición: noviembre de 2000
Quinta edición: diciembre de 2000
Sexta edición: diciembre de 2000
Séptima edición: enero de 2001
Octava edición: febrero de 2001
Deposito Legal B 42 636-2000
ISBN 84-08-03640-8
Composición Foto Informática, S A
Impresión y encuadenación Printer Industria Gráfica, S, A.
Printed m Spain - Impreso en España
Para José Luis, Teresa y Lichi,
mi querido pasado.
Para Alicia, Juan y Pascal,
por colaborar con tanto esplendor en el futuro.
Y para los Lera, los del otro mundo,
los que sobrevivieron en silencio a la derrota
Has visto en los ojos de los soldados
derrotados la amarga voluntad de vivir
Tassos Livatidis
Nous sommes dans la vie comme ces hirondelles
Qui vers le crepuscule joignent leurs ailes
El traversent le ciel en lutte contre le soir
Pour s'eloigner du Mal, se consoler du Noir
Beatrice Duplessis
El regreso
El aguacero no logra espantar a la gente. Al fin y al cabo, es lo adecuado, dada la advocación de la Virgen. De hecho, la lluvia sobre la procesión no hace sino reafirmar la bendición celeste sobre la ciudad. Además la mayor parte de esas personas lleva horas en la calle. Muchas aguardan incluso desde la noche anterior, y ahora, después de tanta espera, no están dispuestas a irse. Las primeras llegaron cuando las campanas del convento de las agustinas daban las ocho, y atardecía. Más allá de la colina del Paraíso, al otro extremo de la playa, se habían acumulado unas nubes densas que presagiaban el agua del día siguiente. Las acompañaba la falsa placidez del mar, oscuro ya y tranquilo como un animal al borde del sueño, rítmica la respiración. A pesar del augurio, la gente siguió acudiendo, con la pretensión de ocupar las primeras filas. Traían mantas, algo de comer y aquel extraño anhelo en las miradas, el ansia de acecharse, vigilarse, espiar en los ojos de los otros la sinceridad o el fingimiento, mezclado al afán de exhibir en los propios la fe o el disimulo.
Esta mañana todos pretenden ser los más devotos, los más agradecidos al dar la bienvenida a la Virgen de la Lluvia, que regresa a su santuario en las montañas después de haber vivido casi tres años en una embajada del extranjero, protegida contra las furias. Vuelve ahora —más virgen y pura y santa que nunca— transportada en un camión militar entre nubes de estofas y cartón hasta la linde de la provincia, y desde allí a pie, por caminos y carreteras, a través de los pueblos y las ciudades. Multitudes emocionadas y lloronas reciben la comitiva, y se arrodillan al paso solemne de aquella madre gloriosa, la misma que ha dirigido desde los cielos el caminar de los soldados que lucharon en su nombre y la trayectoria de sus balas y de sus bombas, igual que la diosa Atenea dirigió los mandobles de los aqueos en la lejana guerra de Troya.
A medida que transcurre la mañana, las gentes se apelotonan expectantes en las aceras, cerrándose el paso las unas a las otras. Por la calzada van y vienen, además de los soldados encargados de vigilar el orden, los vendedores ambulantes. Cierto es que no hay mucho que vender, pero en las últimas semanas algunos han acaparado alimentos que ahora pregonan mientras cargan sus grandes cestas o empujan los carritos olorosos: patatas asadas, sardinas fritas, bígaros cocidos y hasta erizos de mar crudos. Hace tiempo que no se ven ni se huelen tantas cosas ricas, y algunos palidecen ante el prodigio y se les hace la boca agua y hasta se les retuerce el estómago. Pero todo es poco para recibir a la santísima patrona. Por eso desde las aldeas vecinas han bajado también algunas mujeres con cestos de flores, calas blancas, hortensias azules, caléndulas amarillas y grandes rosas pálidas. Un tropel de señoras emperifolladas se las arrebata de las manos. En el cabello bien peinado, la finura de las mantillas, el lustre de la ropa y la carga ostentosa de joyas al cuello o en los brazos, se les nota de lejos que la guerra no ha perjudicado demasiado la economía de sus familias, sin duda sabiamente administrada por un padre o marido astuto. Algunas, a pesar de ser ya finales de junio, lucen incluso sus abrigos de pieles. Poco a poco, mientras avanzan las horas, la ropa se les pega bajo ellos al cuerpo, del sudor que causa la temperatura del día unida al calor de la muchedumbre apretujada y al de la excitada emoción de la espera. Pero se han prometido firmemente a sí mismas —y muchas hasta aseguran haber hecho el voto tres años atrás, el día en que la imagen fue trasladada lejos de allí— que la esperarán compuestas con sus mejores galas, haciendo así pública exhibición de poderío y, a la vez, de exaltada fidelidad a las ideas triunfadoras.
Esta mañana son ellas las más ruidosas, las más visibles. Se llaman a gritos, cruzan sin cesar de una acera a otra para saludarse entre besos y lágrimas fáciles, se enseñan mutuamente ropas, joyas, escapularios e insignias, compran todo lo comprable a los vendedores ambulantes, se paran a hablar con las monjas —tan visibles como ellas, aunque mucho más silenciosas—, sonríen a los falangistas y a los militares, regañan a las pandillas de muchachos bulliciosos que corretean entre la multitud y miran con conmiseración a las mujeres mal vestidas y greñosas que, a veces, les responden con gestos de desprecio: De improviso, por hacer alarde de buen corazón, alguna de ellas compra pescado o patatas para un niño sucio y de ropa andrajosa, y el ejemplo cunde entre sus iguales, entregadas durante un rato a la caritativa tarea de alimentar a los pobres. Pero, alertados por el aviso de la fortuna, pronto son demasiados —y demasiado chillones— los que reclaman comida, dinero, ropa, lo que sea. Las señoras se asustan, y los soldados tienen que intervenir para alejar a los harapientos, que refunfuñan y hasta blasfeman en voz baja mientras se alejan. Desagradecidos, que son unos desagradecidos, se oye exclamar, aquí y allá, a las mujeres indignadas, respaldadas ya por los hombres —maridos, padres, hermanos, novios— que, abandonando pronto por un día las tareas laborales, las acompañan ahora en la espera.
Hacia las tres y media, desde los arrabales de la ciudad, allá por los cerros de la Huesera, empieza a correr el rumor: la comitiva se acerca al fin. Al cabo de unos minutos, las campanas de todas las iglesias de Castrollano tañen a la vez, con una infinitud de sonidos felices y exaltados que parecen reflejar en los aires el parloteo exaltado y feliz de la muchedumbre. Quienes se han apiñado junto a la Puerta del Valle, al lado del arco triunfal adornado de ramas y flores, son los primeros en divisarla. Precedida por el obispo y varios oficiales del ejército, acompañada de un gentío de canónigos y monaguillos que avanzan portando estandartes y cruces y esparciendo vaharadas de incienso, la Virgen de la Lluvia se bambolea en las alturas, por encima del tumulto, sobre sus andas doradas, bajo palio púrpura y húmedo. A medida que se acerca a las calles empedradas del centro de la ciudad, el aguacero empieza a arreciar. Algunos abren paraguas o extienden sobre sus cabezas las mantas nocturnas o los abrigos, pero nadie se mueve de su sitio más que para arrodillarse al paso de la imagen, como empujados todos por una fuerza sobrenatural que silencia al tempo el griterío, convertido de pronto en un único y espectral susurro de rezos, suspiros y sollozos. Hasta los niños callan, impresionados por la devoción de la multitud, y contemplan boquiabiertos el desfile —a paso algo más ligero de lo previsto, a causa de la lluvia— de casullas y uniformes, armas y cruces.
Solemne, brillante y empapada, la procesión recorre las calles bordeadas de penosas ruinas, casas agujereadas como puertas de infiernos, casas apuntaladas como viejas inválidas, casas vacías y frías y deshechas —descolgados los batientes, llenos de sucias cicatrices los muros, rotos los cristales— como los despojos de un mundo en descomposición. Al llegar a la playa, ocurre el prodigio tan esperado. Justo en el momento en que el arzobispo, con su alta mitra y su blanca capa pluvial bordada de oro, dobla la esquina de la calle del Sol, frente al balneario de Mediodía, el mar se apacigua. La marea alta y el temporal habían traído consigo un estallido de olas oscuras, que chocaban infatigables contra el muro del paseo, salpicando de espuma y agua las aceras y resonando ensordecedoras sobre las voces preocupadas de las gentes, que temían que la comitiva se viese obligada a variar el rumbo por no someter a tantas personalidades, además de a la propia Virgen, a la mojadura marítima. Pero ahora, de pronto, las olas se amansan, y vienen a lamer silenciosas y sumisas la estrecha lengua de arena, arrullando el paso del cortejo. La muchedumbre cae aquí de rodillas con énfasis mayor, admirando el suceso, y algunos hasta se atreven a gritar la palabra milagro, que salta sobre las cabezas y recorre pronto las calles del resto de la ciudad, aún recogidas en tensa devoción.
Al fin, la Virgen y sus andas y todos sus acompañantes desaparecen al extremo del paseo por la gran puerta de la iglesia de San Pedro. Entonces, como si una orden celestial las impulsara, un tropel de voces empieza a entonar el himno de la Madre de la Lluvia, Viirgen santa y puura, bendiice esta tierraa que quiere seer tuuya... Suenan las notas al tiempo, desde puntos diversos de la plaza, pero no logran ponerse de acuerdo en el tono, y al cabo, Castrollano entero estalla en un estruendo de inarmonías y desafinamientos, que hace chillar enloquecidas a las gaviotas, maullar a los gatos, llorar a los niños pequeños y llega a arredrar a las mismísimas campanas, enmudecidas de pronto.
Y es en ese momento, en el preciso instante en que la comitiva entra por la puerta de la iglesia y el gentío arranca a cantar, cuando el tren donde viajan las mujeres de la familia Vega se detiene en la estación. Ninguna se ha levantado aún del asiento, salvo Merceditas, que apenas alguien anunció la cercanía de Castrollano, al adivinar a lo lejos la alta silueta del Redentor sobre la torre de la Iglesia Vieja, se abalanzó hacia la ventanilla y forcejeó con ella hasta que logró abrirla, sin asustarse de los hollines ni de la lluvia, que pronto formó un charco sobre el suelo, salpicado de manchas oscuras. Ninguna le dijo nada, sin embargo, como si el cansancio y la emoción las hubieran dejado mudas y olvidadas de la disciplina. Sólo Letrita reaccionó al cabo de un rato, cuando desde un asiento vecino se oyó protestar. Entonces obligó a la niña a cerrar la ventanilla y sentarse, aunque al momento volvió a descuidar sus propias normas y le permitió hablar en voz muy alta, casi a gritos, mientras agitaba las piernas en el aire, pateando de paso a la tía María Luisa, sentada frente a ella: