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Authors: Angeles Caso

Tags: #Drama, Histórico

Un largo silencio (8 page)

BOOK: Un largo silencio
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Entrará en la habitación con la rara sensación de ser protagonista de una ceremonia. Huele a muerte, pero eso no la conmueve. Se acercará a la cama y se quedará de pie junto a él, mirándolo sin verlo. No querrá fijarse en los estragos de la enfermedad sobre su cuerpo. No lo hará porque tiene miedo de sí misma, de su felicidad. El, en cambio, la contemplará largo rato antes de hablarle:

—Sigues estando muy guapa. Veo que las cosas no te han ido mal.

—Así es.

—¿Cómo está la niña?

—Bien. Muy bien.

—¿Se parece a ti?

—Eso dicen.

—¿Querrás traérmela?

—No.

—Ya. Todavía no me has perdonado, ¿eh?

Alegría luchará consigo misma. Estará a punto de decirle que no, que jamás lo perdonará, que aunque viviese mil años nunca podría perdonarle todo el daño, toda la pena, todo el asco, toda la humillación, todo el desprecio que le hizo sentir de sí misma ni tampoco aquella vida de mujer sola que no fue capaz de volver a mirar a un hombre a los ojos, pero que, por encima de todas las cosas, no puede ni quiere ni debe perdonarle la muerte de las gemelas. Sin embargo, un último ramalazo de piedad la hará contenerse.

—Sí, te he perdonado —le dirá—. Puedes morir en paz.

Y se irá de allí con la conciencia tranquila. Y con la vida tranquila. Para siempre. Esa noche se repetirá su sueño por última vez, pero ahora es a ella a quien persigue Alfonso, por el mismo pasillo embaldosado de las viejas pesadillas. Y ahora no se despertará cuando él esté a punto de disparar. Se volverá y lo verá desplomarse, muerto, inocente al fin y callado, mientras la pistola rueda sobre el suelo y cae al mar.

A la mañana siguiente, Jesús Vela volverá a su oficiha.

—Alfonso ha muerto esta noche —le dirá.

—Ya lo sabía. Gracias.

—¿Va a asistir usted al entierro?

—No, no iré.

La mirada del hombre será reprobadora. Ella se la sostendrá firmemente, sin inmutarse, hasta que sus ojos atraviesen de pronto aquel cuerpo y vuelen por encima de la ciudad y se posen con calma en la colina del Paraíso, sobre un gran prado luminoso y el agua mansa más allá. En paz.

Los sueños de Mercedes

Alegría cierra tras de sí la puerta del portal con tal estrépito, que todas se vuelven a mirarla, asombradas de aquel inesperado arranque de cólera. Ella suspira aliviada, y hasta parece sonreír un poco, como si el golpe furioso la hubiera resarcido de tanta humillación. Un grupo de murciélagos aletea y chilla, revoloteando en la oscuridad pegajosa de la calle. La noche ha caído, lenta, triste, sobre Castrollano. Las viejas farolas que aún quedan en pie, apagadas, parecen esqueletos deformes. Detrás de algunas ventanas, las luces mortecinas producen sombras agigantadas, informes monstruos que van y vienen. Merceditas los contempla con aprensión, temiendo que aquellos fantasmas atraviesen cortinas y cristales y se les abalancen encima, arrastrándolas al otro mundo. Desaparecerán, y nadie preguntará por ellas, nadie llegará ni siquiera a saber que estaban allí, que habían vuelto, que aún existían. Serán menos que polvo, menos que aire, nada, cuatro mujeres y una niña que no son nada y a quienes nadie creerá recordar. La manita suave de Mercedes aprieta con fuerza la de su madre, de pronto fría pero aún tan firme que el miedo se aleja, aleteando en las tinieblas como los murciélagos.

Entre las ruinas del mercado del Sur, una hoguera anuncia la presencia de gentes. Se oyen murmullos, llantos de niños, una voz de mujer que chilla, ¡déjame ya, hijo de puta, que hueles a podre!, golpes, quejas, silencio, murmullos, llantos de niños... El ruido de la miseria, piensa Letrita, y por un momento tiene la debilidad de imaginarse a sí misma y a las chicas así, desprovistas de todo, acogiéndose al calor dudoso de un fuego y una manta vieja, al refugio desvalido de un muro vacilante. La negra vida de los derrotados.

Un poco más allá, detrás de las casas de la Carbonería, las monjas del hospicio, alertadas por una buena mujer, recogen esa noche a cuatro criaturas. Han estado caminando todo el día. La tarde anterior se les murió la madre, allá en el caserío donde vivían, y una vecina les hizo saber que no había quien se hiciera cargo de ellos, y que más les valía echar a andar hacia Castrollano, porque en la ciudad vivía mucha gente con dinero que les daría de comer. Al padre no lo han vuelto a ver desde que se fue a la guerra, pero la misma vecina les dijo que no lo esperasen, que estaba muerto y bien muerto, fusilado junto con otros muchos de la comarca. La mayor —a quien ya le asoman unos pechos tiernos por debajo de la blusa remendada— entrará pronto de criada en casa de un viudo. El segundo se escapará un par de meses después del hospicio, y acabará siendo un cadáver destrozado, sin cara ni nombre, bajo las ruedas de un tren. A los dos pequeños las monjas los darán en adopción. Ninguno de ellos volverá a saber nada de los otros, aunque soñarán por las noches con extrañas caras de niños llenos de mocos.

Las mujeres de la familia Vega caminan silenciosas por la ciudad asolada y oscura. La madre no ha dicho nada desde que abandonaron la casa de Sacramento, pero todas saben que se dirigen a la calle del Agua, al piso de Carmina Dueñas que, de seguir viva, las acogerá sin duda. Carmina y Letrita son amigas desde niñas. A los seis años, ya compartían el mismo pupitre en la escuelita de doña Rosario, donde aprendieron algunas reglas de aritmética y gramática y todas las posibles combinaciones de puntos y bordados, dientes de perro, bastillas, repulgos, vainicas, recamados, entredoses, bodoques, festones... Carmina siempre fue una costurera primorosa, y toda la vida regaló a las amigas camisas delicadas, exquisitos tapetes y hasta hermosos cubrecamas trabajados punto a punto en sus largas horas de soledad.

Pero Letrita olvidó todo lo aprendido apenas hubo abandonado la escuela a los doce años. Quizá lo hizo creyendo que, al ignorar el trasiego de las agujas y las telas y los suaves hilos de seda, evitaría el destino de su hermana mayor. Elisa —tan hermosa con su ondulado pelo rubio que a Letrita, de niña, le parecía un hada— había sido la bordadora más entregada y virtuosa de cuantas conocieron las aulas de doña Rosario. Se pasaba las horas sentada en el mirador de la casa, frente al puerto, enredando ensimismada los dedos en las preciosas madejas de hilo y acariciando los tejidos de sutiles texturas con el mismo placer con el que una amante mimaría la piel del cuerpo deseado. De sus manos salían, sin esfuerzo aparente, flores todavía húmedas del rocío, guirnaldas de hojas a las que el sol aún no había devorado la palidez virginal de las primeras horas y hasta pájaros de fuego que parecían cantar. La gente se quedaba admirada ante sus bordados, tanto como ante su inquietante belleza y su permanente silencio, tan raros la una y el otro que las mujeres mayores se preguntaban en voz baja dónde encontrarían los Cristóbal un hombre con el valor suficiente para pedir en matrimonio a aquella muchacha tan ajena al mundo. Pero no hizo falta buscarlo: al cumplir los catorce años, su madre le comunicó que se haría monja. En el monasterio de clausura de las Pelayas necesitaban hermanas de manos habilidosas para cumplir con los muchos encargos que recibían. Habían visto algunos de sus trabajos, y estaban dispuestas a aceptarla sin dote, todo un privilegio para una familia como la suya, que de otra manera jamás habría podido permitirse el lujo de meter monja a una hija en un lugar como aquél.

Nadie recordaba haber visto nunca llorar a Elisa, ni siquiera de pequeña, pero en cuanto supo la noticia empezó a caerle por las mejillas un borbotón de lágrimas silenciosas, que ya no volvió a cesar. Su único gesto de resistencia fue un susurro, no, madre, por favor, pero la madre se dio media vuelta y la dejó plantada en el mirador, con el llanto derramándose sobre los hilos de colores, que se destiñeron en su regazo hasta formar una absurda mancha estridente.

Seis meses más tarde, Elisa murió en la enfermería del monasterio. Ningún médico se atrevió a diagnosticar la razón. Quizá fue de pena, dijeron. La propia abadesa había llamado a los padres poco después del ingreso para decirles que estaba convencida de que la vida de clausura no le sentaba bien a Elisa, que la pobre criatura no paraba de llorar y temblar de frío y se negaba a comer, que sin duda alguna el misericordioso Dios no la quería religiosa y enferma, y que era mejor que se la llevasen a casa. El padre, como siempre, calló. La madre frunció el ceño y se negó a hacerse cargo de aquella hija caprichosa. Después de mucho insistir, la abadesa comprendió que se las veía con una mujer sin corazón, y decidió cuidar a la desdichada niña y encomendar al Señor su destino.

Unos días más tarde, Letrita fue con su padre a verla. Regresó a casa tan consternada, que aquella noche le subió altísima la fiebre. Su hada rubia se había convertido en un espectro. La piel le colgaba sobre los huesos de la cara como a una anciana, y de los ojos, hinchados y purulentos, seguían brotándole sin descanso las lágrimas. No dijo nada, pero cuando ya se iban le acarició la mano a través de la reja que las separaba y la miró intensamente durante unos segundos. Letrita no vio que su boca se abriera, pero a pesar de eso oyó claramente su voz susurrándole: No dejes que te hagan lo mismo que a mí, no dejes que decidan tu vida.

Desde aquella mañana, Letrita dejó de creer en Dios y en sus padres. Sólo tenía once años, pero comprendió que la crueldad de los arrogantes era uno de los más demoledores atributos del ser humano, y que la sumisión de los débiles equivalía a su aniquilación como personas. Decidió que ella haría otra vida, una suya, propia, al margen de la voluntad materna. Durante mucho tiempo, se imaginó escapándose de casa y viajando a bordo de uno de los grandes veleros que atracaban en el puerto hacia alguna de aquellas ciudades de nombres preciosos que aparecían en los carteles de las compañías de navegación, Maracaibo, Callao, Montevideo, Veracruz o quizá La Habana, a cualquier lugar lejano y desconocido donde nadie tuviese poder sobre ella. Aún no había renunciado a ese sueño cuando apareció Publio, pasando cuatro veces al día bajo el mirador en el que antes bordaba la silenciosa Elisa y donde ahora se quedaba ella muchas horas, interesada en el ajetreo constante de los muelles. Cuando empezaron a verse a escondidas de los padres y a tener largas conversaciones, sentados en lo alto del cerro de las Hermanas sobre los periódicos que Publio desplegaba con cuidado para no ensuciarse, Letrita supo que era en el mundo bondadoso y sereno de aquel hombre en el que ella quería vivir. Y que valdría la pena luchar a su lado para liquidar el tiempo de los crueles y los sumisos.

Durante todos aquellos años, la confidente de sus penas y sus anhelos había sido Carmina Dueñas. Habían aprendido a reírse juntas de sus disgustos y sus fracasos, y la risa las unió con un lazo más inquebrantable que cualquier concepción del mundo. Cuando Carmina, al cabo de mucho tiempo de matrimonio estéril, comprendió por fin que nunca tendría hijos, empezó a tratar como propios a los de su amiga, que entretanto paría una y otra vez, aunque algunos de los niños se le morían enseguida. Y cuando se quedó sola y a punto de cumplir los treinta, en aquella absurda situación que ella misma denominaba de viuda con el difunto vivito y, sobre todo, coleando, la familia Vega pasó a ser definitivamente la suya.

Carmina había hecho una buena boda. Manolo Rueda la quería, y era el tipo más divertido de cuantos pisaban Castrollano, además de propietario de una pequeña mercería que daba lo suficiente para vivir bien. Entusiasta y nervioso, se lanzaba a todas las aventuras que se le ponían por delante, incluidos negocios ruinosos, escaladas a montañas altísimas, farras con los amigos, excursiones por comarcas remotas o amoríos con vicetiples robustas y coristas descaradas. Carmina, que lo trataba como a un niño, se lo perdonaba todo, hasta lo de los amoríos, porque sabía que la seguía queriendo, y para ella eso bastaba. Por lo demás, como solía decir sin ningún recato a sus amigas, prefería un marido infiel y feliz a un esposo devotísimo pero mustio.

El día que cumplió los cuarenta años, en 1909, Carmina se lo encontró al llegar de la mercería justamente así como no se lo quería encontrar, mustio, cabizbajo, tristón. Acababa de darse cuenta de que lo mejor de su vida había pasado, le confesó. ¿Y qué había hecho? No había cumplido ninguno de sus sueños de infancia, no había cruzado el Orinoco, ni pescado un tiburón, ni avistado las cumbres nevadas de los Andes, lloriqueó. Así que Carmina, abrazándolo, se lo dijo muy clarito: Pues vete, hijo, vete, haz todo lo que puedas, yo me quedo aquí tan feliz. Y se quedó.

Manolo se marchó una mañana de primavera a bordo de un vapor correo de nombre conveniente, El Despreocupado, para no volver nunca más. No llegó a avistar las cumbres de los Andes ni cruzó el Orinoco, pero sí que logró pescar algunos tiburones allá en el mar Caribe, junto a Manzanillo, donde se instaló al descubrir que la isla de Cuba le ofrecía muchas más aventuras que Castrollano y todo el continente europeo juntos, y que una mulata de nombre Lolita reunía en sí la robustez y el descaro de todas las vicetiples y coristas posibles, además de la santa paciencia de su esposa.

Cuando supo que su marido no pensaba regresar a casa, Carmina no se lo tomó del todo mal, e incluso llegó a habituarse pronto a su rara situación y a cogerle cariño a la familia que Manolo iba creando en Manzanillo y de la que le daba puntual cuenta en sus frecuentes y tiernas cartas. Fue la madrina por poderes de la primera hija, a la que pusieron su nombre y de la que ella se ocupó en la lejanía con toda la devoción de una madre postiza. A pesar del escándalo de muchas de sus amigas, las fotografías de las siete criaturas de su marido fueron alineándose con los años en la consola de su sala de estar, junto a otra más grande en la que posaba muy sonriente y moreno el propio Manolo al lado de su mulata, bien enganchetados del brazo. A cambio, ella le envió un retrato de su boda que la pareja de concubinos colgó sobre el cabecero de su cama. Poco a poco, la gente fue acostumbrándose a aquella situación, y llegó a ser normal que las clientas menos pacatas de la mercería le preguntasen por la salud de su marido, la otra mujer y los niños.

La única pena de Carmina durante aquellos años se la había provocado su cobardía: a pesar de la insistencia de Manolo y hasta de Lolita y los crios, que siempre añadían unas letras en las cartas, nunca tuvo valor para coger un barco y plantarse allí. Estaba convencida, por alguna extraña superstición que ni ella misma podía explicarse, de que en cuanto se alejase de Castrollano le sucedería algo malo, quizá la muerte. Ése fue también el motivo por el cual no quiso huir con los Vega de la ciudad, a pesar de que por aquel entonces andaba muy desanimada. La guerra, con sus infinitas penalidades propias y ajenas y, sobre todo, la falta de noticias de la familia cubana desde que el correo de ultramar había dejado de funcionar la tenían acongojada. Cuando, después de todos aquellos meses viviendo en su casa, Letrita le anunció su decisión de abandonar Castrollano y le pidió que se fuese con ellos, rompió a llorar como una niña, pero aun así fue incapaz de dar el paso. Sólo a la hora de la despedída recuperó su humor, y aseguró entre risas que en realidad se quedaba porque no podía imaginarse siendo peinada por manos distintas de las de su peinadora de toda la vida. ¿Cómo iba a arriesgarse ella a perder el poco pelo que aún le quedaba y a que se lo cambiasen de color? Hijas, añadió, a ver si me voy a morir por ahí hecha un adefesio. ¡Ni hablar!

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