Un lugar llamado libertad (12 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—¿Dónde está Wullie? —gritó Jen casi sin aliento.

A lo mejor, había recibido un golpe y estaba inconsciente, pensó Mack. Se desplazó de un extremo a otro del pequeño charco, golpeándose contra la cadena del cubo que había dejado de funcionar. Al final, encontró un objeto flotante que resultó ser Wullie. Empujó al niño hacia la plataforma al lado de su madre y después subió él.

Wullie se incorporó y empezó a escupir agua.

—Gracias a Dios —dijo Jen entre sollozos—. Está vivo.

Mack miró hacia el interior de la galería. Unos vestigios de gas ardían esporádicamente como malos espíritus.

—Vamos a subir —dijo—. Podría haber una segunda explosión.

Levantó a Jen y a Wullie y los empujó hacia la escalera. Jen se echó a Wullie al hombro. Su peso no era nada para una mujer capaz de acarrear un capazo lleno de carbón por aquella escalera veinte veces a lo largo de un turno de quince horas.

Mack vaciló, contemplando las pequeñas hogueras que ardían al pie de la escalera. Si se quemara toda la escalera, puede que el pozo tuviera que permanecer cerrado varias semanas hasta que la volvieran a construir. Tardó unos segundos en arrojar agua del charco sobre las llamas para apagarlas. Después siguió a Jen.

Cuando llegó arriba, estaba agotado, magullado y aturdido. Sus compañeros lo rodearon inmediatamente para estrecharle la mano, darle palmadas en la espalda y felicitarlo. El grupo abrió un camino para Jay Jamisson y su acompañante, en quien Mack había reconocido a Lizzie Hallim vestida de hombre.

—Muy bien hecho, McAsh —dijo Jay—. Mi familia te agradece tu valentía.

«Cerdo asqueroso», pensó Mack.

—¿De verdad no hay ninguna otra manera de eliminar el grisú? —preguntó Lizzie.

—No —contestó Jay.

—Por supuesto que sí —dijo Mack con la voz entrecortada por el cansancio.

—Ah, ¿sí? —dijo Lizzie—. ¿Cuál?

Mack respiró hondo.

—Construyendo pozos de ventilación para evitar que el gas se acumule. —Volvió a respirar hondo—. A los Jamisson se les ha dicho y repetido hasta la saciedad.

Hubo un murmullo de aprobación entre los mineros.

—Pues entonces, ¿por qué no lo hacen? —preguntó Lizzie, volviéndose hacia Jay.

—Usted no entiende de negocios… y es natural —contestó Jay—. Ningún empresario gasta dinero en un procedimiento caro cuando con otro más barato puede conseguir los mismos resultados. La competencia podría ofrecer precios más bajos. Es una cuestión de política económica.

—Llámelo usted como quiera —dijo Mack—. La gente corriente lo llama cochina codicia.

—¡Sí! ¡Tiene razón! —gritaron un par de mineros.

—Vamos, McAsh —le dijo Jay en tono de reproche—, no vayas a estropearlo todo otra vez, elevándote por encima de tu condición. Te vas a meter en un lío muy gordo.

—Yo no estoy metido en ningún lío —replicó Mack—. Hoy cumplo veintidós años. —No quería decirlo, pero ya se había lanzado—. Aún no he trabajado aquí el año y un día que marca la ley… y no lo pienso trabajar. —La multitud enmudeció de golpe y Mack experimentó una estimulante sensación de libertad—. Me voy, señor Jamisson —añadió—. Dejo la mina. Quede usted con Dios.

Dio media vuelta y se alejó en medio de un silencio absoluto.

9

C
uando Jay y Lizzie regresaron al castillo, unos ocho o diez criados ya se habían levantado y andaban de un lado para otro, encendiendo chimeneas y fregando suelos a la luz de las velas. Lizzie, tiznada de carbón y de polvo y casi muerta de cansancio, le dio las gracias a Jay en un susurro y subió al piso de arriba con paso vacilante. Jay ordenó que le subieran una bañera y agua caliente a su habitación y se bañó, rascándose el polvo del carbón de la piel con un trozo de piedra pómez.

En el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas, se habían producido varios acontecimientos de importancia trascendental en su vida: su padre le había cedido un patrimonio ridículo, su madre había lanzado una maldición contra su padre y él había intentado asesinar a su hermano… pero ninguna de aquellas cosas ocupaba su mente. Pensó en Lizzie mientras permanecía en remojo en la bañera. Su travieso rostro surgía ante él en medio de los vapores del baño, sonriendo con picardía, mirándolo con expresión burlona, tentándolo y desafiándolo. Recordó la sensación de tenerla en sus brazos cuando la había llevado sobre sus hombros mientras subía por la escalera del pozo de la mina, percibiendo la suavidad y ligereza de su cuerpo comprimido contra el suyo. Se preguntó si ella estaría pensando en él. Seguramente también habría pedido que le subieran agua caliente: no hubiera podido irse a la cama con la suciedad que llevaba encima. Se la imaginó desnuda delante de la chimenea de su habitación, enjabonándose el cuerpo. Pensó que ojalá pudiera estar con ella, tomar la esponja y quitarle delicadamente el polvo del carbón de los montículos de sus pechos. El pensamiento lo excitó mientras salía de la bañera y se secaba el cuerpo con una áspera toalla.

No tenía sueño. Necesitaba hablar con alguien acerca de su aventura de aquella noche, pero seguramente Lizzie se pasaría muchas horas durmiendo. Pensó en su madre. A veces lo empujaba a hacer cosas contrarias a su voluntad, pero siempre se ponía de su parte.

Se afeitó, se puso ropa limpia y se dirigió a la habitación de su madre. Tal como él esperaba, la encontró levantada, tomando una taza de chocolate junto a la mesita de su tocador mientras la doncella la peinaba. Su madre le miró sonriendo, él la besó y se acomodó en una silla. Estaba muy guapa incluso a primera hora de la mañana, pero su alma era más dura que el acero.

Alicia mandó retirarse a la doncella.

—¿Cómo te has levantado tan pronto? —le preguntó a Jay.

—No he dormido. Bajé a la mina.

—¿Con Lizzie Hallim?

Qué lista era, pensó Jay, rebosante de afecto hacia ella. Siempre adivinaba sus propósitos, pero a él no le importaba, pues jamás lo condenaba.

—¿Cómo lo has adivinado?

—No ha sido muy difícil. Ella estaba deseando ir y no es una chica capaz de arredrarse ante una negativa.

—Hemos elegido un mal día para bajar. Ha habido una explosión.

—Dios mío, ¿y estáis todos bien?

—Sí…

—Mandaré llamar al doctor Stevenson de todos modos…

—¡Deja ya de preocuparte, madre! Yo estaba fuera de la mina cuando se produjo la explosión. Y Lizzie también. Simplemente me noto un poco de debilidad en las rodillas por haberla subido a cuestas por la escalera.

Su madre se tranquilizó.

—¿Y qué le ha parecido todo aquello a Lizzie?

—Ha jurado que jamás permitirá que se exploten las minas de la finca Hallim.

Alicia se echó a reír.

—Y tu padre, que aspira a incorporar aquellos yacimientos a los suyos. En fin, estoy deseando presenciar la batalla. Cuando Robert sea su marido, tendrá derecho a oponerse a sus deseos… en teoría. Pero ya veremos. ¿Cómo crees tú que marcha el galanteo?

—Los galanteos no son el punto fuerte de Robert que digamos —contestó Jay en tono despectivo.

—Pero sí el tuyo, ¿verdad? —preguntó Alicia con indulgencia.

—Él hace lo que puede —contestó Jay, encogiéndose de hombros.

—Puede que, al final, Lizzie no se case con él.

—Creo que tendrá que hacerlo —dijo Jay.

—¿Acaso sabes algo que yo no sé? —dijo su madre con cierto recelo.

—Lady Hallim tiene dificultades para renovar las hipotecas… mi padre se ha encargado de que las tenga.

—¿De veras? Hay que reconocer que es muy listo.

Jay lanzó un suspiro.

—Lizzie es una chica maravillosa. Con Robert se echará a perder.

Alicia apoyó una mano sobre su rodilla.

—Jay, hijo mío, todavía no es la esposa de Robert.

—Supongo que podría casarse con otro.

—Podría casarse contigo.

—Pero ¿qué dices, madre?

A pesar de que había besado a Lizzie, Jay no había llegado al extremo de pensar en el matrimonio.

—Estás enamorado de ella, lo sé.

—¿Enamorado? ¿Tú crees que es eso?

—Por supuesto que sí… se te iluminan los ojos cuando pronuncias su nombre y, cuando entra en una habitación, sólo tienes ojos para ella.

Alicia acababa de describir con toda exactitud los sentimientos de Jay, el cual jamás le ocultaba ningún secreto.

—Pero ¿casarme con ella?

—Si estás enamorado, ¡declárale tu amor! Serías el amo de High Glen.

—Eso para Robert sería peor que un puñetazo en un ojo —dijo Jay sonriendo. El solo hecho de pensar en la posibilidad de casarse con Lizzie le aceleró los latidos del corazón, pero no podía olvidar las cuestiones prácticas—. No tengo ni un céntimo.

—No lo tienes ahora. Pero tú sabrías administrar la finca mucho mejor que lady Hallim… ella no entiende de negocios. La finca es enorme… High Glen debe de medir más de quince kilómetros de longitud y, además, lady Hallim también es propietaria de Craigie y de Crook Glen. Tú talarías bosques para crear pastizales, venderías más carne de venado, construirías un molino de agua… Podrías obtener unos elevados ingresos, aunque no explotaras las minas de carbón.

—¿Y las hipotecas?

—Tú eres un prestatario mucho más seductor que ella… eres joven fuerte y perteneces a una familia muy acaudalada. Te sería fácil renovar los préstamos. Y después, con el tiempo…

—¿Qué?

—Bueno, Lizzie es una chica muy impulsiva. Hoy dice que nunca permitirá que se exploten las minas de la finca Hallim. Mañana, vete tú a saber, podría decir que los ciervos tienen sentimientos y prohibir la caza. Y una semana después se podría haber olvidado de ambas prohibiciones. Si pudieras explotar aquellas minas, conseguirías pagar todas tus deudas.

Jay hizo una mueca.

—No me atrae la perspectiva de ir en contra de los deseos de Lizzie en algo de este tipo.

En lo más hondo de su ser, él deseaba convertirse en un plantador de azúcar de Barbados, no en un propietario de minas escocés. Pero también quería a Lizzie.

Con desconcertante rapidez, su madre cambió de tema.

—¿Qué ocurrió ayer durante la cacería?

Pillado por sorpresa, Jay no pudo inventarse una mentira para salir del paso. Se ruborizó, tartamudeó y finalmente contestó:

—Tuve otra discusión con mi padre.

—Eso ya lo sé —dijo Alicia—. Lo comprendí por las caras que poníais a la vuelta. Pero no fue una simple discusión. Hiciste algo que lo dejó trastornado. ¿Qué fue?

Jay nunca había sido capaz de engañar a su madre.

—Intenté disparar contra Robert —confesó con semblante abatido.

—Oh, Jay, eso es tremendo.

El joven inclinó la cabeza. Era peor que haber fallado. Si hubiera matado a su hermano, el remordimiento hubiera sido horrible, pero hubiera experimentado por lo menos una salvaje sensación de triunfo. En cambio ahora, sólo le quedaba el remordimiento.

Alicia se levantó y estrechó su cabeza contra su pecho.

—Mi pobre niño —le dijo—. No era necesario que lo hicieras. Ya encontraremos otro medio, no te preocupes. Bueno, bueno —añadió, acariciándole el cabello mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás como si lo acunara.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa semejante? —preguntó lady Hallim en tono quejumbroso mientras le frotaba la espalda a su hija.

—Quería verlo con mis propios ojos —contestó Lizzie—. ¡No frotes tan fuerte!

—Tengo que frotar fuerte, de lo contrario, el polvo de carbón no hay quien lo quite.

—Mack McAsh me atacó los nervios al decirme que no sabía de qué estaba hablando —explicó Lizzie.

—¿Y qué es lo que tienes tú que saber? —replicó su madre—. ¡Dime qué es lo que tiene que saber una señorita acerca de las minas de carbón!

—Me fastidia que la gente me diga que las mujeres no entienden nada de política, agricultura, minería o comercio… no soporto todas esas idioteces.

—Espero que a Robert no le moleste que seas tan masculina —dijo lady Hallim en tono preocupado.

—Me tendrá que aceptar tal como soy o dejarlo correr.

Lady Hallim lanzó un suspiro de exasperación.

—Eso no puede ser, querida. Tienes que animarle un poco. Una chica no tiene que dar la impresión de que se muere de ganas, pero es que tú exageras por el otro extremo. Prométeme que hoy serás amable con Robert.

—Madre, ¿qué piensas de Jay?

Lady Hallim la miró sonriendo.

—Es un joven encantador, no cabe duda… —dijo, deteniéndose de repente para mirar fijamente a Lizzie—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Me ha besado en la mina.

—¡No! —gritó lady Hallim, levantándose y arrojando la piedra pómez al otro lado de la estancia—. ¡No, Elizabeth, eso no te lo consiento! —Lizzie se quedó perpleja ante la repentina furia de su madre—. ¡No me he pasado veinte años viviendo en la penuria para que, cuando tú crezcas, vayas y te cases con un apuesto pobretón!

—No es un pobretón…

—Sí, lo es, ya viste la horrible escena con su padre… su patrimonio es un simple caballo… ¡Lizzie, tú no puedes hacer eso!

Lady Hallim estaba fuera de sí y Lizzie no podía comprenderlo.

—Cálmate, madre, te lo suplico —dijo la joven, levantándose para salir de la bañera—. ¿Me pasas la toalla, por favor?

Para su asombro, lady Hallim se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Lizzie la rodeó con sus brazos, diciendo:

—Madre querida, ¿qué te sucede?

—Cúbrete, niña perversa —contestó su madre entre sollozos.

Lizzie se envolvió el cuerpo mojado con una manta.

—Siéntate, madre —dijo, acompañando a lady Hallim a un sillón.

Al cabo de un rato, lady Hallim le dijo, torciendo la boca en una mueca de amargura:

—Tu padre era exactamente igual que Jay. Alto, apuesto, encantador y muy aficionado a besar a las mujeres en los rincones oscuros… y débil, muy débil. Me dejé llevar por mis instintos y me casé con él en contra de toda sensatez, pese a saber muy bien que era un tarambana. En cuestión de tres años dilapidó mi fortuna y un año después sufrió una caída de caballo estando bebido, se rompió su preciosa cabeza y murió.

—Vamos, mamá —dijo Lizzie, extrañada ante el odio que reflejaba la voz de su madre.

Por regla general, lady Hallim le hablaba de su padre en tono neutral. Siempre le había dicho que no había tenido suerte en los negocios, que había muerto en un accidente y que los abogados no habían sabido administrar debidamente los bienes. Por su parte, ella apenas recordaba a su padre pues tenía tres años cuando él murió.

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