Un lugar llamado libertad (14 page)

Read Un lugar llamado libertad Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mack se volvió y le pegó un puntapié a Harry Ratchett con un pie desnudo más duro que una piedra. Ratchett se dobló gimiendo de dolor.

Todas las peleas en las que Mack había participado habían tenido lugar en la mina y, por consiguiente, el joven estaba acostumbrado a moverse en un espacio muy limitado; sin embargo, cuatro contrincantes eran demasiado. McAlistair volvió a golpearle con la culata del mosquete y, por un instante, lo dejó medio aturdido. Después, Ratchett lo agarró por detrás, inmovilizándole los brazos. Antes de que Mack pudiera soltarse, Robert Jamisson le acercó la punta de la espada a la garganta.

Después, Robert ordenó:

—Atadlo.

Lo arrojaron sobre el lomo de un caballo, cubrieron su desnudez con una manta, lo llevaron al castillo de Jamisson y, lo encerraron atado de pies y manos en la despensa. Allí permaneció tendido en el gélido suelo, temblando de frío entre unos ensangrentados despojos de venados, vacas y cerdos. Trató de moverse para calentarse, pero sus manos y pies atados no podían producir demasiado calor. Al final, consiguió sentarse con la espalda apoyada en el peludo pellejo de un venado muerto. Se pasó un rato canturreando para animarse un poco… primero las baladas que solían berrear en casa de la señora Wheighel los sábados por la noche, después unos cuantos himnos y, finalmente, algunos viejos cantos de los rebeldes jacobitas, pero, cuando se le acabaron las canciones, se sintió peor que antes.

Le dolía la cabeza a causa de los golpes de mosquete, pero lo que más le dolía era la facilidad con la cual los Jamisson lo habían atrapado. Qué necio había sido al retrasar su partida. Les había dado tiempo para emprender una acción. Mientras ellos planeaban su caída, él estaba acariciando los pechos de su prima.

El hecho de hacer conjeturas acerca de lo que le tenían reservado no contribuyó precisamente a animarle. En caso de que no se muriera de frío encerrado en aquella despensa, lo más seguro era que lo enviaran a Edimburgo y lo llevaran a juicio por haber atacado a los guardabosques. Y, como en casi todos los delitos, la condena era la horca. La luz que se filtraba a través de las rendijas de los bordes de la puerta se fue apagando a medida que caía la noche. Se abrió la puerta en el momento en que el reloj del patio de las cuadras daba las once. Esta vez eran seis y él no opuso resistencia.

David Taggart, el herrero que hacía las herramientas de los mineros, le ajustó alrededor del cuello un collar como el de Jimmy Lee.

Era la máxima humillación: una señal que proclamaba a los cuatro vientos que él era propiedad de otro hombre. Era menos que un hombre, un ser infrahumano, una cabeza de ganado.

Le soltaron las ataduras y le arrojaron unas prendas de vestir: unos pantalones, una raída camisa de franela y un chaleco roto. Se las puso inmediatamente, pero no consiguió entrar en calor. Los guardabosques lo volvieron a maniatar y lo colocaron sobre una jaca.

Después se dirigieron con él al pozo.

Faltaban sólo unos minutos para que empezara el turno del miércoles a las doce de la noche. Un mozo estaba enganchando otro caballo para que impulsara la cadena del cubo. Mack comprendió que lo iban a obligar a hacer la rueda.

Gimió sin poderlo evitar. Era una tortura humillante. Hubiera dado cualquier cosa a cambio de un cuenco de gachas de avena calientes y unos minutos de descanso delante de una chimenea encendida. En su lugar, lo condenarían a pasar la noche a la intemperie.

Hubiera deseado caer de rodillas y suplicar piedad, pero la idea de lo mucho que se alegrarían los Jamisson cuando se enteraran fortaleció su orgullo.

—¡No tenéis ningún derecho a hacer eso! —gritó—. ¡Ningún derecho!

Los guardabosques se burlaron de él.

Lo colocaron en el fangoso surco circular alrededor del cual los caballos de la mina trotaban día y noche. Echó los hombros hacia atrás y levantó la cabeza, reprimiendo el impulso de romper a llorar. Después, lo ataron a los arneses de cara al caballo para que no pudiera apartarse de su camino. A continuación, el mozo fustigó al caballo para que éste se lanzara al trote. Mack empezó a correr de espaldas.

Tropezó casi inmediatamente mientras el caballo se acercaba. El mozo volvió a estimular al animal con la fusta y Mack se levantó justo a tiempo. Enseguida le cogió el ritmo. Se confió demasiado y resbaló sobre el helado barro. Esta vez el caballo se le echó encima.

Mack rodó hacia un lado para apartarse de los cascos del animal, pero fue arrastrado por éste durante uno o dos segundos, perdió el control, y cayó bajo los cascos. El caballo le pisó el estómago, le dio una coz en el muslo y se detuvo.

Lo obligaron a levantarse y volvieron a fustigar al caballo. El golpe en el estómago lo había dejado sin sentido y se notaba la pierna izquierda muy débil, pero se vio obligado a correr de espaldas renqueando.

Rechinó los dientes y trató de seguir un ritmo. Había visto a otros sufrir el mismo castigo… Jimmy Lee, por ejemplo. Todos habían sobrevivido a la experiencia, aunque les habían quedado las huellas:

Jimmy Lee tenía una cicatriz sobre el ojo izquierdo causada por la coz del caballo. El resentimiento que ardía en el corazón de Jimmy estaba alimentado por el recuerdo de aquella humillación. Él también sobreviviría. Con la mente atontada por el dolor, el frío y la derrota, sólo se concentraba en la necesidad de permanecer de pie y evitar los mortíferos cascos del animal.

A medida que pasaba el tiempo, Mack se dio cuenta de que su compenetración con el caballo era cada vez mayor. Los dos llevaban unos arneses y se veían obligados a correr en círculo. Cuando el mozo hacía restallar el látigo, Mack corría un poco más y, cuando Mack tropezaba, el caballo parecía aminorar un momento la velocidad para darle tiempo a recuperarse.

Oyó a los picadores que se estaban acercando para iniciar su turno a medianoche. Subían por la cuesta hablando, gritando, gastando bromas y contando chistes como de costumbre; los hombres enmudecieron de golpe al acercarse a la boca de la mina y ver a Mack. Los guardabosques levantaban los mosquetes con gesto amenazador siempre que los mineros hacían ademán de detenerse. Mack oyó los indignados comentarios de Jimmy Lee y vio por el rabillo del ojo que tres o cuatro compañeros lo rodeaban, lo agarraban por los brazos y lo empujaban hacia el pozo para evitar problemas.

Poco a poco, Mack perdió la noción del tiempo. Los cargadores, mujeres y niños subieron charlando por la cuesta y se callaron tal como anteriormente habían hecho los hombres al pasar junto a Mack. Oyó gritar a Annie:

—¡Oh, Dios mío, están obligando a Mack a hacer la rueda! —Los hombres de Jamisson la apartaron, pero ella le gritó—: Esther te está buscando… voy a llamarla.

Esther se presentó al poco rato y, antes de que los guardabosques pudieran impedirlo, detuvo el caballo y acercó a los labios de Mack una jarra de leche caliente con miel. Le supo como el elixir de la vida y se la bebió con tal rapidez que casi se atragantó. Consiguió bebérsela toda antes de que los guardabosques apartaran a Esther.

La noche pasó tan despacio como un año. Los guardabosques dejaron los mosquetes en el suelo y se sentaron alrededor de la hoguera del pozo. El trabajo en la mina seguía como siempre. Los cargadores subían desde el pozo, vaciaban los capazos y volvían a bajar en un incesante carrusel. Cuando el mozo cambió el caballo, Mack pudo descansar unos minutos, pero el nuevo trotaba más rápido.

En determinado momento, Mack se dio cuenta de que ya era de día. Debían de faltar una o dos horas para que los picadores terminaran su turno, pero una hora se hacía muy larga.

Una jaca estaba subiendo por la cuesta. Por el rabillo del ojo Mack vio que el jinete desmontaba y se lo quedaba mirando. Desviando brevemente la vista en aquella dirección, reconoció a Lizzie Hallim con el mismo abrigo de piel negra que llevaba en la iglesia.

¿Habría subido para burlarse de él? se preguntó. Se sentía humillado y hubiera deseado que se fuera. Sin embargo, cuando volvió a mirar su pícaro rostro, no vio en él el menor asomo de burla. Vio más bien compasión, rabia y algo más que no supo interpretar. Subió otro caballo por la cuesta. Robert desmontó y se dirigió a Lizzie en voz baja. La joven le contestó con toda claridad:

—¡Eso es una salvajada!

En medio de su aflicción, Mack se sintió profundamente agradecido y su indignación lo consoló. Era un alivio saber que entre la aristocracia había alguien que consideraba que los seres humanos no debían ser tratados de aquella manera.

Robert le contestó enfurecido, pero Mack no pudo oír sus palabras. Mientras ambos discutían, los hombres empezaron a salir del pozo. Sin embargo, no regresaron a sus casas sino que permanecieron de pie observando a Mack y al caballo sin decir nada. Las mujeres también empezaron a congregarse en el mismo lugar: vaciaron los capazos, pero no volvieron a bajar sino que se incorporaron a la silenciosa multitud.

Robert ordenó al mozo que parara el caballo. Al final, Mack dejó de correr. Hubiera querido permanecer orgullosamente de pie, pero las piernas no lo sostuvieron y cayó de rodillas. El mozo hizo ademán de acercarse a él para desatarlo, pero Robert se lo impidió con un gesto de la mano.

—Bueno, McAsh —dijo Robert, levantando la voz para que todo el mundo le oyera—, ayer dijiste que te faltaba un día para ser esclavo. Ahora ya has trabajado ese día de más. Ahora eres propiedad de mi padre incluso según tus insensatas normas.

Se volvió para dirigirse a los reunidos.

Pero, antes de que pudiera volver a abrir la boca, Jimmy Lee empezó a cantar.

Las notas del conocido himno resonaron por el valle en la pura voz de tenor del minero:

Mirad al varón sufrido

Que vencido por la pena

Sube el pedregoso camino

Llevando la cruz a cuestas…

—¡Cállate! —le gritó Robert, enrojeciendo de rabia.

Jimmy no le hizo caso e inició la segunda estrofa. Los otros se unieron a su voz, algunos tarareando y cien voces cantando.

Ahora llora de dolor

Y sufre gran humillación

Pero mañana al albor

Tendrá su resurrección

Robert dio media vuelta, impotente. Pisó el barro a grandes zancadas en dirección a su montura, dejando allí a la pequeña y desafiante figura de Lizzie. Montó en su caballo y bajó por la pendiente de la colina con expresión enfurecida mientras las voces de los mineros estremecían el aire de la montaña como los truenos de una tormenta:

Desechad el desconsuelo

Contemplando la victoria

Pues en la ciudad del cielo

¡Libre será nuestra gloria!

11

J
ay se despertó, sabiendo que se iba a declarar a Lizzie.

Su madre le había insinuado aquella posibilidad justo la víspera, pero la idea había echado rápidamente raíces. Le parecía algo natural e incluso inevitable.

Pero no sabía si ella lo iba a aceptar.

Sabía que le gustaba… gustaba a casi todas las chicas, pero Lizzie necesitaba dinero y él no tenía ni un céntimo. Su madre le había dicho que aquel problema tenía solución, pero, a lo mejor, Lizzie preferiría la certeza de las perspectivas de Robert. El solo hecho de pensar que pudiera casarse con Robert le resultaba intolerable.

Para su decepción, descubrió que Lizzie había salido temprano.

Estaba nervioso, demasiado como para permanecer en casa, aguardando su regreso. Se dirigió a las cuadras y contempló el semental blanco que su padre le había regalado para su cumpleaños. El caballo se llamaba
Blizzard
. Había jurado no montarlo jamás, pero no pudo resistir la tentación. Subió con
Blizzard
hasta High Glen y lo hizo galopar por la orilla de la corriente. Se alegró de haber quebrantado su juramento. Era como si galopara a lomos de un águila, llevado por el viento a través del aire.
Blizzard
daba lo mejor de sí mismo al galope. Cuando iba al paso o trotaba, se le notaba inseguro, nervioso y asustadizo. Sin embargo, no le costaba el menor esfuerzo perdonar a un caballo que no sabía trotar, pero corría como una bala.

Mientras regresaba a casa, pensó en Lizzie. Ya de niña llamaba la atención por su belleza, su encanto y su rebeldía. Ahora se había convertido en un personaje singular. Disparaba mejor que nadie, le había derrotado en una carrera a caballo, no había temido bajar a la mina y se había disfrazado de hombre y engañado a todo el mundo durante una cena… Jay jamás había conocido a una mujer como ella.

Su trato era un poco difícil, por supuesto: testaruda, obstinada y egoísta y mucho más dispuesta que la mayoría de las mujeres a contradecir a los hombres. Pero todo el mundo se lo toleraba porque era una criatura deliciosa que sonreía y fruncía el ceño con una gracia singular, aunque te llevara la contraria en todo.

Llegó al patio de las cuadras al mismo tiempo que su hermano.

Robert estaba de mal humor. Cuando se enfadaba, se le congestionaba la cara y se parecía más que nunca a su padre.

—¿Qué demonios te pasa? —le preguntó Jay.

Robert se limitó a arrojarle las riendas a un mozo y se fue hecho una furia sin decir nada.

Mientras Jay estabulaba a
Blizzard
, llegó Lizzie. Parecía también disgustada, pero, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes de rabia, estaba más guapa que nunca. Jay la miró, subyugado. «Quiero a esta chica —pensó—, la quiero para mí». Estaba a punto de declarársele allí mismo, pero, antes de que pudiera hablar, ella desmontó diciendo:

—Sé que a las personas que no se comportan como es debido se las tiene que castigar, pero no creo en la tortura, ¿y usted?

Jay no veía nada de malo en torturar a los delincuentes, pero no pensaba decírselo, estando ella tan enojada.

—Por supuesto que no —contestó—. ¿Viene usted de la mina?

—Ha sido horrible. Le he dicho a Robert que soltara a aquel hombre, pero no ha querido.

O sea que había discutido con Robert. Jay disimuló su alegría.

—¿Nunca había visto a un hombre dando vueltas alrededor del pozo? Pues no es tan raro.

—No, nunca lo había visto. No sé cómo es posible que me haya pasado tanto tiempo sin saber nada acerca de la vida de los mineros. La gente me debía de proteger de la triste realidad porque era una chica.

—Me ha parecido que Robert estaba muy enfadado por algo —la espoleó Jay.

Other books

Into Kent by Stanley Michael Hurd
Cinder by Marissa Meyer
Palm Sunday by Kurt Vonnegut
Trophy House by Anne Bernays
Sweet Seduction Shadow by Nicola Claire
Ten Degrees of Reckoning by Hester Rumberg
Kiss Tomorrow Goodbye by Horace McCoy
Truth about Truman School by Dori Hillestad Butler
My Heart's in the Highlands by Angeline Fortin
A Smudge of Gray by Jonathan Sturak