Otra de las mujeres recibió un golpe en la cabeza y se desplomó al suelo. La contemplación de la mujer semidesnuda tendida casi sin sentido sobre el barro del suelo le provocó un mareo que la obligó a apartar el rostro.
Entró en la taberna, golpeó el mostrador con el puño y le dijo al camarero:
—Una jarra de cerveza negra, amigo.
Era maravilloso poder dirigirse al mundo con aquella arrogancia.
Si hubiera hecho lo mismo vestida de mujer, cualquier hombre con quien ella hubiera hablado se hubiera considerado con derecho a reprochárselo, incluso los taberneros y los mozos que portaban las sillas de mano. En cambio, unos pantalones eran una autorización para mandar.
El local olía a ceniza de tabaco y cerveza derramada. Sentada en un rincón, Lizzie tomó un sorbo de cerveza y se preguntó por qué razón había acudido a aquel lugar tan lleno de violencia y crueldad.
Estaba jugando un juego muy peligroso. ¿Qué hubiera hecho aquella gentuza tan brutal de haber sabido que era una dama de la aristocracia vestida de hombre?
Estaba allí en parte por pura curiosidad. Siempre la habían atraído los frutos prohibidos, ya en su infancia. La frase «ese no es un lugar apropiado para una dama» era para ella algo así como un trapo rojo para un toro. No podía resistir la tentación de abrir cualquier puerta que dijera «Prohibido el paso». Su curiosidad era tan apremiante como su sexualidad y el hecho de reprimirla le resultaba tan difícil como abstenerse de besar a Jay.
Sin embargo, el motivo principal era McAsh. Siempre había sido un chico interesante y ya de niño era distinto: rebelde, desobediente y siempre dispuesto a poner en duda lo que le decían. Una vez alcanzada la edad adulta, estaba cumpliendo su promesa. Había desafiado a los Jamisson, había huido de Escocia —cosa que muy pocos mineros conseguían hacer— y había llegado nada menos que hasta Londres. Y ahora se había convertido en boxeador. ¿Qué iba a hacer después?
Sir George había dado muestras de inteligencia permitiendo que se marchara, pensó Lizzie. Dios había previsto que algunos hombres fueran los amos de otros, pero McAsh jamás lo aceptaría y allí en el pueblo se hubiera pasado muchos años armando alboroto. McAsh poseía un magnetismo especial que inducía a la gente a seguirle dondequiera que fuera, tal vez por el orgulloso porte de su cuerpo, su confiada manera de ladear la cabeza o la intensa mirada de sus sorprendentes ojos verdes. Ella misma había sentido aquel poder y se había dejado arrastrar por él.
Una de las mujeres de rostro pintarrajeado se sentó a su lado y le dirigió una mirada insinuante. A pesar de las capas de carmín y afeites; se la veía muy vieja y cansada. Qué halagador sería para su disfraz, pensó, que una prostituta le hiciera una proposición. Pero la mujer no se dejaba engañar fácilmente.
—Sé lo que eres —le dijo.
Lizzie se dio cuenta de que las mujeres tenían mejor vista que los hombres.
—No se lo digas a nadie —le rogó.
—Puedes hacer de hombre conmigo a cambio de un penique —dijo la mujer.
Lizzie no comprendió qué quería decir.
—Lo he hecho muchas veces con chicas como tú —añadió la mujer—. Chicas ricas que quieren hacer el papel de hombre. En casa tengo una vela muy gorda que encaja de maravilla, tú ya me entiendes, ¿verdad?
Lizzie lo adivinó.
—No, gracias —le dijo con una sonrisa—. No he venido aquí para eso. —Buscó en su bolsillo y sacó una moneda—. Pero aquí tienes un chelín para que me guardes el secreto.
—Dios bendiga a vuestra señoría —dijo la prostituta, alejándose.
Se enteraba una de muchas cosas yendo disfrazada, pensó Lizzie.
Nunca hubiera imaginado que una prostituta tuviera en su casa una vela especial para las mujeres que deseaban hacer el papel de hombre. Era una de las muchas cosas que una dama jamás hubiera descubierto a no ser que huyera de la sociedad respetable y se fuera a explorar el mundo que había más allá de las cortinas de sus ventanas.
Se oyeron unos gritos procedentes del patio y Lizzie adivinó que el combate a garrotazos ya tenía una vencedora… probablemente la última mujer que había quedado en pie. Salió sosteniendo la cerveza en la mano como un hombre, el otro brazo al costado y el pulgar de la mano doblado sobre el borde de la jarra.
Las gladiadoras se retiraron tambaleándose o llevadas en brazos, pues el principal acontecimiento estaba a punto de empezar. Lizzie vio a McAsh enseguida. No cabía duda de que era él. Desde el lugar donde se encontraba, podía ver sus impresionantes ojos verdes. Ya no estaba cubierto por el negro polvo del carbón y su cabello era muy rubio. Se encontraba de pie junto al ring, conversando con otro hombre. Miró varias veces hacia ella, pero no pudo atravesar su disfraz. Su rostro reflejaba una sombría determinación.
Su contrincante Rees Preece se tenía bien merecido el apodo de «la Montaña Galesa». Era el hombre más gigantesco que Lizzie hubiera visto en su vida, le llevaba por lo menos treinta centímetros a Mack, era corpulento y rubicundo y tenía una nariz torcida que probablemente le habían roto más de una vez. Miraba con cara de pocos amigos y Lizzie se asombró de que alguien pudiera tener el valor o la audacia de enfrentarse voluntariamente con tan temible animal.
Tuvo miedo por McAsh. Comprendió con un estremecimiento de angustia que lo podían mutilar e incluso matar. No quería verlo. Sintió la tentación de marcharse, pero no lo hizo.
Cuando el combate ya estaba a punto de empezar, el amigo de Mack se enzarzó en una acalorada discusión con los acompañantes de Preece. Se oyeron unas voces y Lizzie dedujo que la causa eran las botas de Preece. El representante de Mack insistía, hablando con un marcado acento irlandés, en que los contrincantes pelearan descalzos. Los espectadores empezaron a batir lentamente palmas para expresar su impaciencia. Lizzie confiaba en que se suspendiera el combate, pero sufrió una decepción. Después de muchos tiras y aflojas, Preece accedió a quitarse las botas.
El combate se inició de repente. Lizzie no vio ninguna señal. Ambos hombres se trabaron como gatos, propinándose puntapiés y puñetazos en medio de unos movimientos tan rápidos y frenéticos que apenas se podía ver quién estaba haciendo qué. La muchedumbre rugió y Lizzie se dio cuenta de que ella también estaba gritando. Enseguida se cubrió la boca con la mano.
La furia inicial duró sólo unos segundos, pues era demasiado intensa como para poder prolongarse. Los hombres se separaron y empezaron a moverse en círculo el uno alrededor del otro, levantando un puño a la altura del rostro mientras con el otro brazo se protegían el cuerpo. Mack tenía el labio hinchado y a Preece le sangraba la nariz. Lizzie se mordió nerviosamente un dedo.
Preece se abalanzó de nuevo sobre Mack, pero esta vez Mack retrocedió, lo esquivó, se le puso repentinamente delante y le golpeó con fuerza la parte lateral de la cabeza. Lizzie hizo una mueca al oír el sordo rumor del golpe, semejante al de una almádena contra una roca. Los espectadores lanzaron estruendosos vítores. Preece se quedó un poco perplejo, como si la fuerza de Mack lo hubiera pillado por sorpresa. Lizzie se empezó a animar. A lo mejor, Mack conseguiría finalmente derrotar al gigante.
Mack retrocedió danzando para situarse fuera del alcance de los puños de su oponente. Preece se sacudió como un perro, agachó la cabeza y cargó, golpeando con furia. Mack se inclinó, esquivó los golpes y propinó puntapiés a las piernas de Preece con un duro pie descalzo, pero Preece consiguió acorralarlo y colocarle varios golpes muy fuertes. Mack volvió a propinarle un golpe en la parte lateral de la cabeza y, una vez más, Preece se detuvo en seco.
La danza se repitió y Lizzie oyó gritar al irlandés:
—¡Vamos, Mack, acaba con él, no le des tiempo a que se recupere!
Había observado que, cada vez que conseguía conectar un buen golpe, Mack se retiraba y le concedía tiempo al otro para que se recuperara. En cambio, Preece iba conectando un golpe tras otro hasta que Mack conseguía quitárselo de encima.
Al cabo de diez horribles minutos, alguien tocó una campana y los púgiles se tomaron un descanso. Lizzie lanzó un suspiro de alivio tan profundo como si fuera ella la que estuviera en el ring. A los púgiles les ofrecieron cerveza mientras permanecían sentados en unos toscos taburetes en extremos opuestos del ring. Uno de los representantes tomó aguja e hilo normales y empezó a coser un desgarro de la oreja derecha de Preece. Lizzie apartó la mirada.
Trató de olvidar el daño que estaba sufriendo el espléndido cuerpo de Mack y de pensar que el combate era una simple contienda.
Mack era más ágil y tenía una pegada más fuerte, pero no poseía el salvaje instinto asesino que induce a un hombre a desear destruir a otro. Para eso hubiera tenido que enfadarse.
Cuando se reanudó el combate, ambos se movieron más despacio, pero siguieron la misma pauta: Preece perseguía al danzarín Mack, lo acorralaba y le colocaba dos o tres poderosos golpes hasta que Mack le soltaba un tremendo derechazo.
Preece ya tenía un ojo cerrado y cojeaba a causa de los repetidos puntapiés de Mack, pero éste sangraba por la boca y a través de un corte en la ceja. El combate perdió velocidad, pero adquirió más brutalidad. Sin fuerza para esquivar a su contrincante, ambos hombres recibían los golpes con muda resignación. ¿Cuánto rato podrían permanecer allí de pie, machacándose el uno al otro? Lizzie se preguntó por qué razón se preocupaba tanto por el cuerpo de McAsh y trató de convencerse de que hubiera sentido lo mismo por cualquier otro hombre.
Hubo otro descanso. El irlandés se arrodilló al lado del taburete de Mack y le habló en tono apremiante, subrayando sus palabras por medio de enérgicos gestos con los puños. Lizzie adivinó que le estaba instando a acabar con su contrincante. Hasta ella pudo comprender que, en un duro combate de fuerza y resistencia, Preece se alzaría con el triunfo por el simple hecho de ser más corpulento y más duro en el castigo. ¿Acaso Mack no lo comprendía?
Volvió a reanudarse el combate. Mientras los contrincantes se machacaban mutuamente, Lizzie recordó a Malachi McAsh a la edad de seis años, jugando en el prado de High Glen House. Una vez se había peleado con él, lo había agarrado por el cabello y lo había hecho llorar. El recuerdo hizo asomar las lágrimas a sus ojos. Qué pena que aquel chiquillo hubiera terminado de aquella manera.
En el ring los golpes se sucedían sin interrupción. Mack golpeó a Preece por tres veces consecutivas y después le propinó un puntapié en el muslo que lo hizo tambalearse. Lizzie se llenó de esperanza, confiando en que Preece se desplomara al suelo y terminara el combate. Mack retrocedió, esperando la caída de su adversario. Los consejos de su representante y los gritos de la multitud sedienta de sangre le instaban a que acabara con Preece, pero él no les prestaba la menor atención.
Para consternación de Lizzie, Preece volvió a recuperarse con más rapidez de la prevista y le soltó a Mack un fuerte golpe en la boca del estómago. Mack se dobló involuntariamente hacia delante y lanzó un jadeo… y Preece se abalanzó sobre él con toda la fuerza de sus anchas espaldas. Las cabezas de los contendientes chocaron con un crujido estremecedor. Todos los espectadores contuvieron la respiración.
Mack se tambaleó y cayó. Mientras Preece le propinaba un puntapié en la parte lateral de la cabeza, las piernas se le doblaron y se desplomó al suelo. Preece le dio otro puntapié en la cabeza cuando ya estaba tendido boca abajo en el suelo. Mack no se movió. Lizzie gritó sin poderlo remediar:
—¡Déjalo en paz!
Preece siguió propinando puntapiés a su contrincante hasta que los dos representantes saltaron al ring y lo apartaron.
Preece miraba aturdido a su alrededor como si no lograra comprender por qué razón las personas que pedían sangre y lo habían instado a seguir peleando ahora querían que se detuviera; después recuperó el sentido y levantó las manos en gesto de victoria, poniendo la cara de felicidad propia de un perro que ha complacido los deseos de su amo.
Lizzie temió que Mack hubiera muerto. Se abrió paso entre la gente y subió al ring. El representante de Mack estaba arrodillado junto al cuerpo tendido. Lizzie se inclinó hacia él con el corazón en un puño. Tenía los ojos cerrados, pero respiraba.
—Gracias a Dios que está vivo —dijo.
El irlandés la miró brevemente sin decir nada. Lizzie rezó en silencio para que Mack no hubiera sufrido daños permanentes. En la última media hora había recibido más golpes en la cabeza que la mayoría de la gente en toda una vida. Temía que, cuando recuperara el conocimiento, se hubiera convertido en un idiota babeante.
Mack abrió los ojos.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Lizzie en tono apremiante.
Mack volvió a cerrar los ojos sin contestar.
El irlandés la miró y le preguntó:
—¿Quién es usted, una soprano masculina?
Lizzie se dio cuenta de que había olvidado imitar la voz de un hombre.
—Una amiga —contestó—. Vamos a llevarlo dentro… no conviene que se quede tendido aquí sobre el barro.
—Muy bien —dijo el hombre tras dudar un instante.
Asió a Mack por las axilas y dos espectadores le agarraron las piernas y lo levantaron.
Lizzie encabezó la marcha hacia el interior de la taberna.
Con la voz masculina más arrogante que pudo conseguir, gritó:
—¡Tabernero… enséñame tu mejor habitación y date prisa!
Una mujer salió de detrás del mostrador.
—¿Y quién la pagará? —preguntó en tono receloso.
Lizzie le entregó un soberano.
—Por aquí —dijo la mujer, acompañándoles a un dormitorio del piso de arriba que daba al patio.
La habitación estaba muy limpia y la cama con dosel estaba cubierta con una sencilla manta. Los hombres depositaron a Mack sobre la cama.
—Enciende la chimenea y tráenos un poco de brandy francés —le dijo Lizzie a la mujer—. ¿Conoces a algún médico del barrio que pueda curar las heridas de este hombre?
—Mandaré avisar al doctor Samuels.
Lizzie se sentó en el borde de la cama. El rostro de Mack estaba hinchado y ensangrentado. Lizzie le desabrochó la camisa y vio que tenía el pecho cubierto de magulladuras y erosiones.
Los hombres que habían ayudado a trasladar a Mack se retiraron.
—Me llamo Dermot Riley y Mack se hospeda en mi casa —dijo el irlandés.
—Yo me llamo Elizabeth Hallim —contestó Lizzie—, y conozco a Mack desde que éramos pequeños.