Lizzie recordó de repente que Jay era en su infancia un niño muy malo y pendenciero y se preguntó si disfrutaría en su trabajo.
—¿Y cómo se la controla?
—Por ejemplo, escoltando a los criminales hasta la horca e impidiendo que sus compinches los rescaten antes de que el verdugo haya cumplido su misión.
—O sea que se pasa usted el rato matando ingleses, como un auténtico héroe escocés.
A Jay no parecía importarle que le tomaran el pelo.
—Algún día me gustaría abandonar mi puesto e irme al extranjero —dijo.
—No me diga… ¿y eso por qué?
—En este país nadie le hace el menor caso a un segundón —contestó—. Hasta los criados parece que se lo piensan un poco antes de obedecer cuando les das una orden.
—¿Y cree que en otro lugar será distinto?
—Todo es distinto en las colonias. He leído varios libros sobre esta cuestión. La gente no tiene tantos prejuicios. Le toman a uno por lo que es.
—¿Y qué haría usted?
—Mi familia tiene una plantación de azúcar en Barbados. Espero que mi padre me la regale en mi vigesimoprimer cumpleaños, como parte de la herencia que me corresponde, por así decirlo.
Lizzie le miró con cierta envidia.
—Qué suerte —dijo—. Lo que más me gustaría sería irme a otro país. Sería emocionante.
—La vida allí es muy dura —comentó Jay—. Puede que echara de menos las comodidades de su casa… las tiendas y la ópera, la moda francesa y todo lo demás.
—A mí todo eso no me interesa —dijo Lizzie en tono despectivo—. Odio esta ropa. —Llevaba una falda con miriñaque y un corpiño muy ajustado a la cintura—. Me gustaría vestir como un hombre, con calzones, camisa y botas de montar.
Jay se echó a reír.
—Eso sería llegar demasiado lejos, incluso en Barbados.
Lizzie pensó: «Si Robert me llevara a Barbados, me casaría con él en un santiamén».
—Y, además, tienes esclavos que te hacen todo el trabajo —añadió Jay.
Salieron del bosque a unos cuantos metros río arriba del puente.
En la otra orilla los mineros estaban entrando en la iglesita.
Lizzie seguía pensando en Barbados.
—Debe de ser muy raro eso de tener esclavos y poderles hacer lo que se te antoje como si fueran unas bestias —dijo—. ¿No le hace sentirse extraño?
—En absoluto —contestó Jay, mirándola con una sonrisa.
L
a iglesita estaba llena a rebosar. La familia Jamisson y sus invitados la ocupaban casi por completo, las mujeres con sus miriñaques y los hombres con sus espadas y tricornios. Los mineros y aparceros que constituían la habitual concurrencia del domingo dejaron un espacio vacío alrededor de los recién llegados, como si temieran rozar las elegantes prendas y mancharlas con polvillo del carbón y excrementos de vaca.
Mack había discutido en tono desafiante con Esther, pero, en realidad, sentía una enorme inquietud. Los propietarios de las minas tenían derecho a azotar a los mineros y, por si fuera poco, sir George era magistrado, lo cual significaba que podía mandar ahorcar a una persona sin que nadie lo impidiera. Era una imprudencia incurrir en la cólera de un hombre tan poderoso.
Pero lo que estaba bien, estaba bien. Mack y los demás mineros eran tratados de una forma injusta e ilegal y, cada vez que lo pensaba, el joven se ponía tan furioso que hubiera deseado proclamarlo desde los tejados. No podía difundir la noticia en secreto, como si fuera mentira. Tenía que ser valiente o echarse atrás.
Por un instante, consideró aquella posibilidad. ¿Por qué armar alboroto? De pronto, se inició el himno y los mineros comenzaron a cantar, llenando la iglesia con la armonía de sus conmovedoras voces. A su espalda, Mack escuchó la hermosa voz de tenor de Jimmy Lee, el mejor cantor de la aldea. El canto le hizo pensar en High Glen y en su sueño de libertad y entonces templó los nervios y decidió seguir adelante con su plan.
El pastor, reverendo John York, era un hombre muy afable de unos cuarenta años y cabello ralo que habló casi con temor, impresionado por la importancia de los visitantes. Su sermón giró en torno al tema de la Verdad. ¿Cómo reaccionaría cuando Mack leyera la carta? Instintivamente se pondría al lado del propietario de la mina y probablemente comería en el castillo después de la función religiosa. Pero era un clérigo y tendría que hablar en favor de la justicia, independientemente de lo que dijera sir George, ¿verdad?
Los sencillos muros de piedra de la iglesia estaban desprovistos de adornos, no había ninguna chimenea encendida y el aliento de Mack se condensaba en la fría atmósfera del interior del templo. El joven estudió a la gente del castillo. Reconoció a casi todos los miembros de la familia Jamisson, pues, cuando él era pequeño, solían pasarse casi todo el año allí. El colorado rostro y la prominente barriga de sir George eran inconfundibles. A su lado se encontraba su esposa, ataviada con un vestido rosa lleno de volantitos que hubiera podido sentarle bien a una mujer más joven. Robert, el hijo mayor, tenía una mirada muy dura y una expresión muy seria. A sus veintiséis años, estaba empezando a adquirir las redondeces de su padre. A su lado se sentaba un apuesto muchacho rubio de aproximadamente la misma edad que Mack. Debía de ser Jay, el hijo menor. El verano en que tenía seis años, Mack había jugado a diario con Jay en los bosques que rodeaban el castillo y ambos niños pensaban que serían amigos toda la vida, pero aquel invierno Mack empezó a trabajar en la mina.
El joven reconoció a algunos de los invitados de los Jamisson.
Lady Hallim y su hija Lizzie le eran conocidas. Lizzie Hallim era desde hacía mucho tiempo motivo de escándalo en el valle. La gente decía que andaba por los campos vestida con prendas masculinas y con una escopeta al hombro y que era capaz de regalarle sus botas a un niño descalzo, pero después le pegaba una bronca a la madre de la criatura por no haber fregado debidamente la entrada de su casa.
Mack llevaba años sin verla. La finca de las Hallim disponía de iglesia propia y, por consiguiente, no acudían allí todos los domingos sino sólo cuando los Jamisson estaban en el castillo. Mack recordaba la última vez que había visto a Lizzie, cuando ella tenía quince años e iba vestida como una remilgada señorita, pero arrojaba piedras contra las ardillas como un chico.
La madre de Mack había trabajado como criada en High Glen House, la casa de las Hallim y, después de casada, había vuelto por allí algún domingo por la tarde para ver a sus antiguos compañeros y mostrarles sus gemelos. Durante aquellas visitas, Mack y Esther habían jugado algunas veces con Lizzie… probablemente a escondidas de lady Hallim. Lizzie era entonces muy descarada, mandona, egoísta y mimada. Mack la había besado una vez y ella le había tirado del cabello y lo había hecho llorar. Por su aspecto, no parecía que hubiera cambiado demasiado. Tenía un menudo y pícaro rostro, un rizado cabello castaño y unos ojos muy oscuros que miraban con expresión traviesa. Su rosada boca estaba muy bien perfilada: Mientras la miraba, Mack pensó: «Me gustaría besarla ahora». Justo en aquel momento, Lizzie le miró y Mack apartó los ojos turbado, como si temiera que ella adivinara sus pensamientos.
El sermón estaba tocando a su fin. Aparte de la habitual ceremonia presbiteriana, aquel día habría un bautizo: Jen, la prima de Mack, había dado a luz a su cuarto hijo. El mayor, Wullie, ya trabajaba en la mina. Mack había llegado a la conclusión de que el momento más apropiado para su anuncio sería el del bautizo. A medida que se acercaba el momento, se iba notando una sensación de creciente debilidad en el estómago. Pero pensó que era un estúpido. ¿Él, que arriesgaba diariamente su vida en la mina, no tendría el valor de desafiar a un obeso propietario?
Jen se situó delante de la pila bautismal con aire muy cansado.
Tenía apenas treinta años, pero había dado a luz cuatro hijos, llevaba veintitrés años trabajando en la mina y estaba agotada. El señor York roció con agua la cabeza de la criatura. Después Saúl, el marido de Jen, repitió la frase que convertía en esclavos a todos los hijos de los mineros escoceses. «Prometo que este niño trabajará en las minas de sir George Jamisson tanto de chico como de mayor mientras esté en condiciones de hacerlo o hasta que muera».
Era el momento que Mack había elegido.
El joven se levantó.
Normalmente, cuando llegaba aquel momento de la ceremonia, el capataz Harry Ratchett se acercaba a la pila bautismal y le entregaba a Saúl el llamado «arles», el tradicional pago de una bolsa de diez libras a cambio de la promesa del niño. Sin embargo, para asombro de Mack, fue sir George quien se levantó para cumplir personalmente aquel ritual.
Mientras se levantaba, los ojos del propietario de las minas se cruzaron con los de Mack.
Por un instante, ambos se miraron fijamente el uno al otro.
Después sir George se encaminó hacia la pila bautismal.
Mack salió al pasillo central de la iglesia y dijo en voz alta:
—El pago del «arles» no tiene el menor significado.
Sir George se quedó petrificado y todas las cabezas se volvieron hacia Mack. Hubo un instante de sobrecogido silencio, en cuyo transcurso Mack pudo oír los fuertes latidos de su corazón.
—Esta ceremonia no tiene validez —declaró Mack—. El niño no se puede prometer a la mina. Un niño no puede ser esclavizado.
—Siéntate, insensato, y calla la boca —le dijo sir George.
El paternalista tono de desprecio lo enfureció hasta tal punto que todas sus dudas se disiparon de golpe.
—Siéntese usted —replicó temerariamente. Su insolencia dejó boquiabiertos de asombro a todos los presentes mientras señalaba con el dedo al señor York—. Usted acaba de hablar de la verdad en su sermón, pastor… ¿estará dispuesto ahora a defender la verdad?
El clérigo le miró con semblante preocupado.
—¿De qué estás hablando, McAsh?
—¡De la esclavitud!
—Bueno, tú ya conoces la legislación de Escocia —replicó York en tono apaciguador—. Los mineros del carbón pertenecen al propietario de la mina. Cuando un hombre lleva un año y un día trabajando en la mina, pierde la libertad.
—Sí —dijo Mack—. Es tremendo, pero es la ley. Lo que yo digo es que la ley no esclaviza a los niños, y lo puedo demostrar.
—¡Nosotros necesitamos el dinero, Mack! —protestó Saúl.
—Toma el dinero —dijo Mack—. Tu chico trabajará para sir George hasta que cumpla veintiún años y eso vale diez libras. Pero… —el joven levantó la voz—… pero, cuando alcance la mayoría de edad, ¡será libre!
—Te aconsejo que te calles —dijo sir George en tono amenazador—. Estás diciendo cosas muy peligrosas.
—Pero son la verdad —replicó obstinadamente Mack.
Sir George se ruborizó intensamente. No estaba acostumbrado a que lo desafiaran con tanta porfía.
—Ya te arreglaré yo las cuentas cuando termine la ceremonia —dijo en tono enfurecido. Entregándole la bolsa a Saúl, añadió—. Prosiga, señor York, por favor.
Mack se quedó momentáneamente desconcertado. No era posible que siguieran adelante como si nada hubiera ocurrido.
—Vamos a entonar el himno final —dijo el pastor.
Sir George regresó a su asiento. Mack permaneció de pie sin poder creer que todo hubiera terminado.
—El segundo salmo —dijo el pastor—. «¿Por qué se amotinan las gentes y trazan los pueblos planes vanos?».
—No, no… todavía no —dijo una voz a la espalda de Mack.
Mack se volvió. Era Jimmy Lee, el joven minero de la prodigiosa voz de tenor. Ya había intentado escapar una vez y, como castigo, llevaba alrededor del cuello un collar de hierro con la siguiente inscripción: «Este hombre es propiedad de sir George Jamisson de Fife». Gracias a Dios que Jimmy le echaba una mano, pensó Mack.
—Ahora no puedes quedarte a medias —dijo Jimmy—. Cumplo veintiún años la semana que viene. Si voy a ser libre, quiero saberlo.
—Todos queremos saberlo —dijo Ma Lee, la madre de Jimmy, una anciana desdentada cuya opinión influía mucho en la aldea y a la cual todo el mundo respetaba. Varios hombres y mujeres le expresaron en voz alta su apoyo.
—Tú no vas a ser libre nunca —graznó sir George, volviéndose a levantar.
Esther tiró de la manga de su hermano.
—¡Enséñales la carta!
En medio de la emoción del momento, Mack lo había olvidado.
—La ley dice lo contrario, sir George —gritó, agitando la carta en su mano.
—¿Qué es este papel, McAsh? —preguntó York.
—La carta de un abogado de Londres a quien se lo he consultado.
Sir George estaba tan indignado que parecía a punto de estallar.
Mack se alegró de que estuvieran separados por varias filas de bancos, pues, de lo contrario, el amo hubiera podido agarrarlo por el cuello.
—¿Que tú has consultado con un abogado? —farfulló, como si tal cosa constituyera la mayor ofensa que cupiera imaginar.
—¿Y qué dice la carta? —preguntó York.
—La voy a leer —contestó Mack—. «La ceremonia del “arles” no tiene ningún fundamento en la ley inglesa o la escocesa —se oyó un murmullo de sorprendidos comentarios entre los presentes. Aquello contradecía todo lo que les habían enseñado a creer—. Los padres no pueden vender lo que no les pertenece, a saber, la libertad de un hombre adulto. Pueden obligar a su hijo a trabajar en la mina hasta que cumpla la edad de veintiún años, pero… —Mack hizo una dramática pausa y después siguió leyendo muy despacio—… ¡pero entonces será libre de marcharse!».
De repente, todo el mundo sintió la necesidad de decir algo. Cien personas intentaban hablar, gritar, hacer alguna pregunta o expresar su parecer. Probablemente la mitad de los hombres que se encontraban en la iglesia habían sido entregados a la mina por sus padres al nacer y, como consecuencia de ello, siempre se habían considerado esclavos. Ahora les decían que habían sido engañados y querían saber la verdad.
Mack levantó la mano para calmarlos y casi inmediatamente se callaron. Por un instante, el joven se asombró de su poder.
—Dejadme que os lea otra cosa —dijo—. «Tan pronto como un hombre alcanza la edad adulta, está sujeto a la ley como cualquier otra persona: cuando ha trabajado un año y un día como adulto, pierde la libertad».
Se oyeron unos murmullos de cólera y decepción. Aquello no era una revolución, pues casi todos ellos seguían siendo tan esclavos como siempre. Sin embargo, tal vez sus hijos pudieran salvarse.