Jay explicó que estaba al mando de un destacamento de guardias en la Torre de Londres.
El miembro escéptico del jurado lo interrumpió.
—¿Qué hacía usted allí?
Jay le miró como si la pregunta lo hubiera pillado por sorpresa y no contestó.
—Responda a la pregunta —dijo el miembro del jurado.
Jay miró al juez, el cual no parecía estar muy conforme con la actitud del miembro del jurado.
—Tiene usted que responder a las preguntas del jurado, capitán —dijo el juez con visible desgana.
—Nos encontrábamos en estado de alerta —contestó Jay.
—¿Por qué? —preguntó el miembro del jurado.
—Por si nuestra presencia fuera necesaria para mantener el orden en la zona oriental de la ciudad.
—¿Es ése su cuartel habitual? —preguntó el miembro del jurado.
—No.
—¿Pues cuál es?
—Hyde Park en estos momentos.
—En la otra punta de Londres.
—Sí.
—¿Cuántas noches han efectuado ustedes este viaje especial a la Torre?
—Sólo una.
—¿Y por qué motivo estaba usted allí aquella noche en particular?
—Supongo que mis superiores temían el estallido de disturbios.
—Les debió de avisar Sidney Lennox —dijo el miembro del jurado entre las risas de los presentes.
Pym prosiguió el interrogatorio y Jay explicó que, cuando él y sus hombres llegaron al almacén de carbón, ya se había producido un brote de violencia, lo cual era cierto. Describió, sin faltar a la verdad, de qué manera Mack lo había atacado y de qué forma éste había sido derribado al suelo por un soldado.
—¿Qué piensa usted de los descargadores de carbón que provocan disturbios? —le preguntó Mack.
—Quebrantan la ley y deberían ser castigados.
—¿Cree usted que la mayoría de la gente estaría de acuerdo con su afirmación?
—Sí.
—¿Cree usted que los disturbios provocan la irritación de la gente contra los descargadores de carbón?
—No me cabe la menor duda de que sí.
—¿Cree que los disturbios tendrán que inducir a las autoridades a emprender drásticas acciones para acabar con la huelga?
—Así lo espero.
Al lado de Mack, Caspar Gordonson dijo en voz baja:
—Brillante argumento, ha caído de cabeza en tu trampa.
—Y, cuando termine la huelga, los cargueros de la familia Jamisson se podrán descargar y ustedes podrán volver a vender su carbón.
Jay se dio cuenta de adónde lo estaban llevando, pero ya era demasiado tarde.
—Sí.
—El final de la huelga vale mucho dinero para ustedes.
—Sí.
—Por consiguiente, los disturbios provocados por los descargadores les servirán para ganar dinero.
—Podrían evitar que mi familia siguiera perdiendo dinero.
—¿Es por eso por lo que usted colaboró con Sidney Lennox en la provocación de los disturbios? —preguntó Mack, volviéndose.
—¡Yo no hice tal cosa! —protestó Jay, pero Mack le estaba dando la espalda.
—Tendrías que ser abogado, Mack —dijo Gordonson—. ¿Dónde aprendiste a argumentar de esta manera?
—En el salón de la señora Wheighel —contestó Mack.
Gordonson estaba absolutamente perplejo.
Pym ya no tenía más testigos. El miembro escéptico del jurado preguntó:
—¿No vamos a oír a este tal Lennox?
—La Corona ya no tiene más testigos —repitió Pym.
—Pues yo creo que tendríamos que oírle. Da la impresión de que es el que está detrás de todo esto.
—Los miembros del jurado no pueden llamar a declarar a ningún testigo —dijo el juez.
Mack llamó a su primer testigo, un descargador irlandés llamado «Michael el Rojo» por el color de su cabello. El Rojo refirió que Mack ya estaba casi a punto de convencer a los descargadores de que se fueran a casa en el momento en que los atacaron.
Cuando terminó, el juez le preguntó:
—¿En qué trabaja usted, joven?
—Soy descargador de carbón, señor —contestó el Rojo.
—El jurado lo tendrá en cuenta al decidir si creerle o no —dijo el juez.
Mack se desanimó. El juez estaba haciendo todo lo posible por predisponer en contra suya al jurado. Llamó a su siguiente testigo, pero era otro descargador de carbón y corrió la misma suerte que con el primero. El tercero también era un descargador. Los había elegido porque habían participado directamente en los acontecimientos y habían presenciado exactamente los hechos.
Sus testigos habían sido machacados. Ahora sólo podía contar con su propia personalidad y elocuencia.
—La descarga del carbón es un trabajo muy duro, tremendamente duro —empezó diciendo—. Sólo hombres jóvenes y fuertes lo pueden hacer. Pero está muy bien pagado… en mi primera semana, yo gané seis libras. Las gané, pero no las cobré: una considerable parte de ellas me la robó un contratante.
El juez lo interrumpió.
—Eso no tiene nada que ver con el caso —dijo—. Aquí estamos juzgando unos disturbios.
—Yo no provoqué ningún disturbio —dijo Mack. Respiró hondo, procuró ordenar sus pensamientos y siguió adelante—. Simplemente me negué a que los contratantes me robaran mis salarios. Ese es mi delito. Los contratantes se hacen ricos robando a los descargadores de carbón. Pero, cuando los descargadores de carbón decidieron ser sus propios empresarios, ¿qué ocurrió? Pues que los armadores los boicotearon. ¿Y quiénes son los armadores, señores? La familia Jamisson que tan estrecha relación guarda con este juicio que aquí se está celebrando.
El juez le preguntó en tono irritado:
—¿Puede usted demostrar que no provocó los disturbios?
El miembro escéptico del jurado lo interrumpió.
—Aquí lo importante es que las peleas se produjeron por instigación de terceros.
Mack no se desconcertó ante las interrupciones y siguió adelante con lo que quería decir.
—Señores del jurado, háganse ustedes algunas preguntas. —Apartó los ojos del jurado y miró directamente a Jay—. ¿Quién ordenó que los carros de carbón bajaran por la High Street de Wapping a una hora en que las tabernas están llenas de descargadores de carbón? ¿Quién los envió precisamente al almacén de carbón donde yo vivo? ¿Quién pagó a los hombres que escoltaban los carros? —El juez trató de interrumpirle, pero Mack levantó la voz y siguió adelante—. ¿Quién les facilitó mosquetes y municiones? ¿Quién se encargó de que las tropas se encontraran en estado de alerta muy cerca de allí? ¿Quién organizó todos los disturbios? Usted conoce la respuesta, ¿verdad?
Sostuvo un buen rato la mirada de Jay y después apartó los ojos. Estaba temblando. Había hecho todo lo posible y ahora su vida estaba en manos de otras personas.
Gordonson se levantó.
—Estábamos esperando a un testigo que tenía que declarar en favor de la honorabilidad de McAsh, el reverendo York, pastor de la iglesia de la aldea donde nació —dijo—, pero todavía no ha llegado.
Mack no estaba muy decepcionado por la ausencia de York, pues no esperaba que su declaración tuviera demasiada influencia. Gordonson tampoco esperaba gran cosa de ella.
—Si llega —dijo el juez—, podrá hablar antes de que se dicte sentencia. —Al ver que Gordonson enarcaba una ceja, añadió—: Siempre y cuando el jurado emita un veredicto de inocencia, en cuyo caso huelga decir que cualquier otra declaración sería innecesaria. Caballeros, les ruego que consideren su veredicto.
Mack estudió temerosamente a los miembros del jurado mientras éstos deliberaban. Para su consternación, le pareció que no le miraban con demasiada simpatía. A lo mejor, se había mostrado excesivamente agresivo.
—¿Qué le parece? —le preguntó a Gordonson.
El abogado sacudió la cabeza.
—Tendrán dificultades para creer que la familia Jamisson urdió una miserable conspiración con Sidney Lennox. Quizá hubiera sido mejor presentar a los descargadores de carbón como unos hombres bienintencionados, pero mal aconsejados.
—He dicho la verdad. No he podido evitarlo.
—Si no fueras lo que eres, quizá no te encontrarías en este apurado trance —dijo Gordonson, esbozando una triste sonrisa.
Los miembros del jurado estaban deliberando.
—¿Qué demonios estarán diciendo? —dijo Mack—. Si pudiera oírles.
Vio que el escéptico estaba exponiendo enérgicamente un punto de vista al tiempo que agitaba un dedo. ¿Los demás le escuchaban con atención o bien se estaban aliando contra él?
—Puedes estar contento —dijo Gordonson—. Cuanto más hablen, tanto mejor para ti.
—¿Por qué?
—Si discuten, significa que tienen dudas; y, si tienen dudas, significa que no te pueden declarar culpable.
Mack les miró con inquietud. El escéptico se encogió de hombros y apartó el rostro. Mack temió que hubiera salido derrotado en la discusión. El presidente le dijo algo y el joven asintió con la cabeza.
El presidente se acercó al estrado.
—¿Han emitido ustedes un veredicto? —le preguntó el juez.
—Sí.
Mack contuvo la respiración.
—¿Quiere usted anunciar el veredicto?
—Declaramos al prisionero culpable del delito de que se le acusa.
—Los sentimientos que te inspira este minero son muy extraños, querida —dijo lady Hallim—. Un marido podría poner reparos.
—Vamos, madre, no seas ridícula.
Llamaron a la puerta del comedor y entró un criado.
—El reverendo York, señora —anunció.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó lady Hallim, la cual apreciaba sinceramente al pastor. En voz baja, añadió—: ¿Te dije que su mujer había muerto, dejándole con tres hijos, Lizzie?
—Pero ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Lizzie, angustiada—. Tendría que estar en el Old Bailey. Hazle pasar enseguida.
El pastor entró con un aspecto un tanto desaliñado, como si se hubiera vestido a toda prisa. Antes de que Lizzie pudiera preguntarle por qué no estaba en el juicio, dijo algo que le hizo olvidar momentáneamente a Mack.
—Lady Hallim, señora Jamisson, he llegado a Londres hace unas horas y he venido a verlas cuanto antes para presentarles mis condolencias. Qué terrible…
—No… —dijo la madre de Lizzie, apretando los labios.
—… terrible golpe para ustedes.
Mirando perpleja a su madre, Lizzie preguntó:
—¿De qué está usted hablando, señor York?
—Del desastre del pozo, por supuesto.
—Yo no sé nada de eso… aunque me parece que mi madre…
—Dios mío, siento muchísimo haberla trastornado. Se desplomó un techo en su pozo y veinte personas han resultado muertas.
Lizzie emitió un entrecortado jadeo.
—Qué desgracia tan terrible —dijo, imaginándose veinte nuevos sepulcros en el pequeño cementerio junto al puente. El dolor sería espantoso. Todo el mundo lloraría a alguien. Pero otra cosa la preocupaba—. ¿A qué se refiere al decir su pozo?
—A High Glen.
Lizzie se quedó petrificada.
—En High Glen no hay ningún pozo.
—Sólo el nuevo, claro… el que se empezó a construir cuando usted se casó con el señor Jamisson.
Lizzie le miró con furia mal contenida y clavó los ojos en su madre.
—Tú lo sabías, ¿verdad?
Lady Hallim tuvo la delicadeza de avergonzarse.
—Querida, era lo único que se podía hacer. Por eso sir George os cedió la propiedad de Virginia…
—¡Me has traicionado! —gritó Lizzie—. Todos me habéis engañado. Incluso mi marido. ¿Cómo habéis podido hacer esto? ¿Cómo me habéis podido mentir?
Lady Hallim se echó a llorar.
—Pensamos que tú nunca te enterarías porque te ibas a América…
Las lágrimas de su madre no sirvieron para suavizar la indignación de Lizzie.
—¿Pensabais que nunca me enteraría? ¡No puedo creerlo!
—No cometas ninguna locura, te lo suplico.
Un terrible pensamiento cruzó por la mente de Lizzie.
—La hermana gemela de Mack… —dijo, mirando al pastor.
—Lamento decirle que Esther McAsh figura entre los muertos —contestó el señor York.
—Oh no.
Mack y Esther eran los primeros gemelos que ella había visto y siempre habían despertado en ella una enorme fascinación. De niños eran tan parecidos que no se les podía distinguir a menos que uno los conociera muy bien. Más adelante, Esther adquirió el aspecto de un Mack al femenino, con los mismos ojos verdes que su hermano y la recia musculatura de un minero. Lizzie los recordó unos meses atrás el uno al lado del otro delante de la iglesia. Esther le había dicho a Mack que cerrara el pico y aquella expresión había provocado sus risas. Ahora Esther había muerto y Mack estaba a punto de ser condenado a muerte…
Recordando a Mack, exclamó:
—¡Hoy es el día del juicio!
—Oh, Dios mío, no sabía que fuera tan pronto —dijo York—. ¿Llego demasiado tarde?
—Tal vez no, si va usted allí ahora mismo.
—Lo haré. ¿Queda muy lejos?
—Quince minutos a pie y cinco minutos en silla de manos. Voy con usted.
—No, por lo que más quieras —dijo lady Hallim.
—No intentes impedírmelo, madre —replicó Lizzie con dureza—. Yo misma voy a interceder por la vida de Mack. Hemos matado a la hermana… tal vez podamos salvar al hermano.
—Te acompaño —dijo lady Hallim.
El Palacio de Justicia estaba lleno a rebosar de gente. Lizzie se sentía confusa y perdida y ni su madre ni el pastor York podían ayudarla. Se abrió paso entre la muchedumbre, buscando a Gordonson o a Mack. Llegó a un murete que cercaba un patio interior y vio finalmente a Mack y a Caspar Gordonson a través de los barrotes de la barandilla. Llamó a Gordonson y éste se acercó a ella y cruzó una puerta.
Simultáneamente llegaron sir George y Jay.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lizzie? —le preguntó Jay en tono de reproche.
Ella no le hizo caso y se dirigió a Gordonson:
—Le presento al reverendo York, de nuestra aldea de Escocia. Ha venido para interceder por la vida de Mack.
Sir George agitó un dedo en dirección al clérigo.
—Si usted tiene una pizca de sentido común, dará media vuelta y regresará inmediatamente a Escocia.
—Yo también voy a interceder por su vida —dijo Lizzie.
—Le doy las gracias —dijo Gordonson emocionado—. Es lo mejor que puede hacer por él.
—He intentado impedírselo, sir George —dijo lady Hallim.
Jay enrojeció de rabia y asió a Lizzie por el brazo, apretando con fuerza.
—¿Cómo te atreves a humillarme de esta manera? —le escupió—. ¡Te prohíbo terminantemente que hables!