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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (33 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—¿Y está contento sir Sidney de lo que habéis hecho?

—Por supuesto que sí. Y el coronel Cranbrough está muy satisfecho de la forma en que yo he sofocado los disturbios. Ahora puedo dejar mi puesto en el Ejército con una impecable hoja de servicios.

Después ambos hicieron el amor, pero Lizzie estaba tan angustiada por lo ocurrido que no pudo disfrutar de la experiencia. Jay se dio cuenta de que su comportamiento no era el mismo de siempre, pues, por regla general, Lizzie solía retozar y brincar en la cama, colocarse encima de él, cambiar de posición, besarle, hablar y reírse sin cesar.

Cuando todo terminó, le dijo:

—Has estado muy apagada.

Lizzie trató de inventarse una excusa.

—Temía hacerte daño.

Jay aceptó la explicación y, a los pocos minutos, se quedó dormido. Lizzie permaneció despierta. Era la segunda vez que se escandalizaba por la actitud de su marido ante la justicia… y en ambas ocasiones había intervenido Lennox. Jay no era esencialmente malvado, de eso estaba segura, pero otros podían arrastrarlo a la maldad, sobre todo hombres sin escrúpulos como Lennox. Se alegraba de que sólo faltara un mes para su partida de Inglaterra. En cuanto zarparan, jamás volverían a ver a Lennox.

Pero no podía dormir. Experimentaba una fría y pesada sensación en la boca del estómago. McAsh sería ahorcado. La mañana en que había ido a Tyburn Cross disfrazada de hombre, el espectáculo del ahorcamiento de unos perfectos desconocidos le había provocado una profunda repulsión. La idea de que pudiera ocurrirle lo mismo a su amigo de la infancia le resultaba insoportable.

Mack no era asunto de su incumbencia, pensó. Se había escapado, había quebrantado la ley, se había declarado en huelga y había tomado parte en unos disturbios. Había hecho todo lo que había podido para meterse en líos y ahora ella no estaba obligada a rescatarle. Su deber era estar al lado del hombre con quien se había casado.

Era verdad, pensó, pero no consiguió conciliar el sueño.

En cuanto la luz del amanecer empezó a filtrarse por los bordes de las cortinas, se levantó de la cama y se puso a hacer el equipaje con vistas a la travesía. Cuando aparecieron los criados, les ordenó que guardaran en los baúles impermeables los regalos de boda: mantelerías, cuberterías, vajillas y cristalerías, baterías y cuchillos de cocina.

Jay se despertó dolorido y malhumorado. Se tomó un trago de brandy por todo desayuno y se fue a su regimiento. Al poco rato, lady Hallim, que todavía ocupaba el ala de invitados de la mansión de los Jamisson, visitó a su hija y la acompañó al dormitorio donde ambas empezaron a doblar medias, enaguas y pañuelos.

—¿En qué barco viajaréis? —preguntó lady Hallim.

—En el
Rosebud
. Es uno de los barcos de Jamisson.

—Y cuando lleguéis a Virginia… ¿cómo os trasladaréis a la plantación?

—Los barcos que cruzan el océano pueden navegar por el río Rappahannock hasta Fredericksburg y, desde allí hasta Mockjack Hall, sólo hay unos quince kilómetros. —Lizzie comprendió que su madre estaba preocupada por la duración de la travesía—. No te preocupes, madre, ahora ya no hay piratas.

—Tienes que llevar agua potable y guardar el tonel en el camarote… no se te ocurra compartirla con la tripulación. Te prepararé un cofre de medicinas por si os pusierais enfermos.

—Gracias, madre.

Debido a la falta de espacio, la comida pasada y el agua contaminada, Lizzie corría más peligro de morir a causa de alguna enfermedad que del ataque de unos piratas.

—¿Cuánto tardaréis?

—Unas seis o siete semanas.

Lizzie sabía que ésa era la duración mínima. Si el barco se desviaba de su rumbo a causa del viento, la travesía podía prolongarse hasta tres meses. En tal caso, la probabilidad de enfermar era mucho mayor. No obstante, ella y Jay eran jóvenes y fuertes y estaban sanos. ¡Sobrevivirían y sería una aventura extraordinaria!

Estaba deseando ver América. Era un continente desconocido y todo sería distinto: los pájaros, los árboles, la comida, el aire, la gente. Se llenaba de emoción cada vez que lo pensaba.

Llevaba cuatro meses viviendo en Londres y cada día le gustaba menos. La buena sociedad le producía un aburrimiento mortal. Ella y Jay cenaban a menudo con otros oficiales y sus esposas, pero los oficiales hablaban de partidas de cartas y de generales incompetentes y las esposas sólo sabían hablar de sombreros y criadas. Lizzie era incapaz de mantener una charla superficial y, cuando decía lo que pensaba, escandalizaba a quienes la escuchaban.

Una o dos veces por semana, ella y Jay cenaban en Grosvenor Square. Allí por lo menos la conversación giraba en torno a cosas más sólidas: los negocios, la política, la oleada de huelgas y los disturbios que habían sacudido Londres aquella primavera. Sin embargo, la visión que tenían los Jamisson de los acontecimientos era completamente sesgada. Sir George despotricaba contra los trabajadores, Robert vaticinaba un desastre y Jay se mostraba partidario de la intervención del Ejército. Nadie, ni siquiera Alicia, tenía la imaginación suficiente como para ver las cosas desde el otro lado. Lizzie no creía que los trabajadores tuvieran derecho a declararse en huelga, por supuesto, pero consideraba que actuaban movidos por razones que para ellos eran muy importantes. Sin embargo, semejante posibilidad jamás se admitía alrededor de la lustrosa mesa del comedor de Grosvenor Square.

—Supongo que te alegrarás de regresar a Hallim House —le dijo Lizzie a su madre.

Lady Hallim asintió con la cabeza.

—Los Jamisson son muy amables, pero yo echo de menos mi humilde casa.

Lizzie estaba guardando sus libros preferidos en un baúl —Robinson Crusoe, Tom Jones, Roderick Random, todos historias de aventuras— cuando un criado llamó a la puerta y anunció que Caspar Gordonson esperaba abajo.

Lizzie le hizo repetir el nombre, pues no podía creer que Gordonson hubiera tenido el atrevimiento de visitar a un miembro de la familia Jamisson. Sabía que hubiera tenido que negarse a recibirlo, tratándose del hombre que había alentado y respaldado la huelga que tantos daños estaba produciendo en los negocios de su suegro, pero, como siempre, se dejó arrastrar por la curiosidad y le dijo al criado que lo hiciera pasar al salón.

Sin embargo, no tenía la menor intención de recibirle con amabilidad.

—Nos ha causado usted muchos trastornos —le dijo nada más entrar en la estancia.

Para su asombro, Gordonson no era el agresivo matón sabelotodo que ella imaginaba, sino un hombre corto de vista que hablaba con voz chillona y tenía el descuidado aspecto y los modales propios de un distraído maestro de escuela.

—No era ésa mi intención, se lo aseguro —dijo Gordonson—. Mejor dicho… sí lo era, claro… pero no contra usted personalmente.

—¿Por qué ha venido usted aquí? Si mi marido estuviera en casa, lo echaría con cajas destempladas.

—Mack McAsh ha sido acusado de promover disturbios según la Ley de Sedición y ha sido enviado a la prisión de Newgate. Será juzgado en el Old Bailey dentro de tres semanas. El delito se castiga con la pena de la horca.

Las palabras cayeron sobre Lizzie como un mazazo, pero ésta consiguió disimular sus sentimientos.

—Lo sé —dijo fríamente—. Es una lástima… un chico tan fuerte y con toda la vida por delante.

—Debería usted sentirse culpable.

—¡Es usted un insolente! —replicó Lizzie—. ¿Quién animó a McAsh a pensar que era un hombre libre? ¿Quién le dijo que tenía unos derechos? ¡Usted! ¡Usted es quien debería sentirse culpable!

—Y así me siento —dijo Gordonson en un susurro.

Lizzie le miró sorprendida, pues esperaba una airada negativa. La humildad de aquel hombre la serenó. Trató de reprimir las lágrimas que habían asomado a sus ojos.

—Hubiera tenido que quedarse en Escocia.

—Pero usted sabe que, al final, muchos condenados a muerte se salvan de la horca.

—Sí. —Quedaba todavía una pequeña esperanza. Lizzie se animó—. ¿Cree usted que Mack conseguirá un indulto real?

—Eso depende de la persona que esté dispuesta a interceder por él. En nuestro ordenamiento legal, los amigos influyentes lo son todo. Yo pediré el indulto, pero mis palabras no le van a servir de mucho. Casi todos los jueces me odian. Sin embargo, si usted intercediera por él…

—¡No puedo! —protestó Lizzie—. Mi marido es el que acusa a McAsh. Sería una imperdonable deslealtad por mi parte.

—Le podría usted salvar la vida.

—¡Pero Jay haría el ridículo!

—A lo mejor, se mostraría comprensivo…

—¡No! Sé muy bien que no. Ningún marido podría comprenderlo.

—Piénselo…

—¡No! Pero haré otra cosa. Voy a… —No se le ocurría nada—. Le escribiré una carta al señor York, el pastor de la iglesia de Heugh. Le pediré que venga a Londres e interceda por la vida de Mack en el juicio.

—¿Un clérigo rural de Escocia? —dijo Gordonson—. No creo que tenga demasiada influencia. La única manera de estar seguros, es que lo haga usted.

—Eso está totalmente descartado.

—No voy a discutir con usted… sólo conseguiría reafirmarla en su determinación —dijo Gordonson con astucia—. Puede usted cambiar de opinión en cualquier momento —añadió, encaminándose hacia la puerta—. Preséntese en el Old Bailey dentro de tres semanas, contando a partir de mañana. Recuerde que de ello puede depender su vida.

En cuanto Gordonson se hubo retirado, Lizzie rompió a llorar con desconsuelo.

Mack se encontraba en una de las salas comunes de la prisión de Newgate. No recordaba todos los detalles de la víspera. Recordaba vagamente que lo habían atado y echado sobre la grupa de un caballo y que lo habían conducido de aquella manera por las calles de la ciudad. Había visto un alto edificio con barrotes en las ventanas, un patio adoquinado, una escalera y una puerta tachonada. Después lo llevaron dentro. Todo estaba muy oscuro y apenas pudo ver nada.

Golpeado y muerto de cansancio, se había quedado dormido.

Al despertar, se encontró en una estancia de un tamaño aproximado al de la vivienda de Cora. Hacía mucho frío, pues las ventanas carecían de cristales y la chimenea estaba apagada. La atmósfera olía muy mal a causa del hacinamiento de por lo menos treinta personas: hombres, mujeres y niños, más un perro y un cerdo. Todos dormían en el suelo y compartían un orinal de gran tamaño.

Las entradas y salidas eran constantes. Algunas mujeres se fueron a primera hora de la mañana y Mack averiguó que no eran prisioneras sino esposas de prisioneros que sobornaban a los carceleros y pasaban la noche allí. Los carceleros entraron con comida, cerveza, ginebra y periódicos para los que podían pagar los exorbitantes precios que cobraban. Muchos iban a ver a sus amigos de otras salas.

Un prisionero fue visitado por un clérigo y otro por un barbero. Al parecer, todo estaba permitido, pero todo se tenía que pagar.

La gente se burlaba de su situación y comentaba sus delitos entre risas. Aquella atmósfera de alegría no era del agrado de Mack. Acababa de despertarse cuando alguien le ofreció un trago de ginebra y otro prisionero le ofreció una pipa como si aquello fuera un festejo.

Le dolía todo el cuerpo, pero lo peor era la cabeza. En la parte de atrás tenía un chichón con una costra de sangre reseca. Se sentía irremediablemente abatido. Había fallado en todo. Había huido de Heugh para ser libre y, sin embargo, estaba en la cárcel. Había luchado por los derechos de los descargadores de carbón y sólo había conseguido que mataran a unos cuantos. Había perdido a Cora. Lo juzgarían por traición, provocación de disturbios o asesinato. Y probablemente moriría en la horca. Muchos de los que lo rodeaban tenían tantos motivos como él para estar preocupados, pero quizá eran demasiado estúpidos como para prever el destino que los esperaba.

Ahora la pobre Esther jamás conseguiría abandonar la aldea. Pensó que ojalá la hubiera llevado consigo. Se hubiera podido disfrazar de hombre, tal como había hecho Lizzie Hallim. Y hubiera podido hacer los trabajos propios de un marinero mejor que él, pues su cuerpo era mucho más ágil. E incluso puede que su innato sentido común le hubiera ayudado a no meterse en líos.

Confiaba en que la criatura que Annie llevaba en su vientre fuera un varón. Así, por lo menos, seguiría existiendo un Mack. A lo mejor, Mack Lee tendría una existencia más feliz y más larga que la de Mack McAsh.

Estaba muy triste cuando un carcelero abrió las puertas y entró Cora.

Tenía el rostro lleno de tiznaduras y su vestido rojo estaba hecho jirones, pero, aun así, su belleza era tan arrebatadora que todo el mundo se volvió a mirarla.

Mack se levantó de un salto y la estrechó en sus brazos entre los vítores de los demás prisioneros.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

—Me han detenido por ladrona… ha sido por ti —contestó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Todo fue una trampa. Parecía un ricachón borracho como tantos otros, pero, en realidad, era Jay Jamisson. Nos pillaron y nos llevaron a la presencia de su padre. Es un delito castigado con la horca. Pero a Peg la indultaron… a cambio de que les dijera dónde vivías.

Mack se enfureció momentáneamente con Peg por haberle traicionado, pero después pensó que no era más que una chiquilla y que no se le podía echar la culpa de nada.

—O sea que fue así como lo averiguaron.

—¿Y a ti qué te ha ocurrido?

Mack le contó la historia de los disturbios.

Cuando terminó, Cora le dijo:

—Dios mío, Mack, eres el hombre más desgraciado que jamás me he echado a la cara.

Era cierto, pensó él. Todas las personas con quienes trataba acababan metidas en problemas.

—Charlie Smith ha muerto —dijo Mack.

—Tienes que hablar con Peg —dijo Cora—. Está convencida de que la odias.

—Me odio a mí mismo por haberla arrastrado a esta situación.

Cora se encogió de hombros.

—Tú no le dijiste que fuera una ladrona. Vamos.

Aporreó la puerta y el carcelero la abrió. Le entregó una moneda, señaló con el pulgar a Mack y le dijo:

—Va conmigo.

El carcelero asintió con la cabeza y los dejó salir.

Cora acompañó a Mack por un largo pasillo hasta llegar a una puerta que daba acceso a una sala muy parecida a la que ellos acababan de dejar. Peg estaba sentada en un rincón. Al ver a Mack, la niña se levantó.

—Perdóname —le dijo con expresión atemorizada—. Me obligaron a hacerlo. Perdóname.

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