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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (40 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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Lizzie cruzó el césped montada en
Blizzard
. El caballo había sobrevivido a la travesía sin sufrir el menor daño. «Monta muy bien —pensó Jay—, casi como un hombre». De pronto se dio cuenta de que montaba a horcajadas. Era una vulgaridad que una mujer brincara arriba y abajo con las piernas separadas de aquella manera, pensó. Cuando ella refrenó a la bestia, le dijo sin poder contener su irritación:

—No tendrías que montar así.

Lizzie se acarició con la mano la ancha cintura.

—He cabalgado muy despacio, sólo al paso y al trote.

—No estaba pensando en el niño. Espero que nadie te haya visto montar a horcajadas.

Lizzie le miró consternada, pero su respuesta fue desafiante como todas las suyas:

—Por aquí no tengo la menor intención de montar a mujeriegas.

—¿Por aquí? —repitió Jay—. ¿Y qué más da el lugar donde estemos?

—Aquí no puede verme nadie.

—Te puedo ver yo. Y también los criados. Y puede que tengamos visitas. No creo que quisieras pasearte desnuda «por aquí», ¿verdad?

—Montaré a mujeriegas cuando vaya a la iglesia y cuando tengamos compañía, pero no cuando esté sola.

No había manera de discutir con ella.

—De todos modos, muy pronto tendrás que dejar de montar por el bien de la criatura —dijo Jay, mirándola con expresión enfurruñada.

—Pero, de momento, no —dijo Lizzie alegremente. Estaba embarazada de cinco meses y quería dejar de montar cuando estuviera de seis. Decidió cambiar de tema—. He estado echando un vistazo por ahí. Las tierras están en mejores condiciones que la casa. Sowerby es un borracho, pero lleva bien la administración. Deberíamos estarle agradecidos teniendo en cuenta que no cobra el sueldo desde hace casi un año.

—Quizá tendrá que esperar un poco más… andamos algo escasos de dinero.

—Tu padre dijo que había cincuenta braceros, pero, en realidad, sólo hay veinticinco. Menos mal que tenemos quince deportados del
Rosebud
. —Lizzie frunció el ceño—. ¿Está Malachi McAsh entre esos hombres?

—Sí.

Me ha parecido verle en los campos.

—Le dije a Sowerby que eligiera a los más jóvenes y fuertes.

Jay ignoraba que McAsh viajaba en el barco. Si lo hubiera pensado un poco, lo hubiera adivinado y le hubiera dicho a Sowerby que no lo eligiera. Pero ahora que ya lo tenía, no estaba dispuesto a prescindir de él. No quería dar la impresión de que se sentía cohibido ante la presencia de un simple deportado.

—Supongo que no hemos pagado por los nuevos —dijo Lizzie.

—Por supuesto que no… ¿por qué tendríamos que pagar una cosa que pertenece a mi familia?

—Tu padre podría enterarse.

Jay se encogió de hombros.

—Seguramente mi padre me enviará una factura que yo pagaré… cuando pueda.

Estaba bastante satisfecho de la marcha de su pequeño negocio. Había conseguido catorce hombres muy fuertes que trabajarían para él durante siete años y no había pagado ni un céntimo.

—¿Cómo se lo tomará tu padre?

—Se pondrá furioso —contestó Jay, esbozando una sonrisa—, pero ¿qué puede hacer desde lejos?

—Espero que no te equivoques —dijo Lizzie en tono dubitativo.

A Jay no le gustaba que su mujer pusiera en duda su actuación.

—Esas cosas es mejor que las resuelvan los hombres.

Como de costumbre, el comentario sacó de quicio a Lizzie y ésta decidió proseguir su ataque.

—Lamento ver a Lennox por aquí… no comprendo tu apego a ese hombre.

Jay experimentaba una mezcla de sentimientos contradictorios a propósito de Lennox. Le podía ser tan útil allí como en Londres… pero su presencia le resultaba molesta. Sin embargo, una vez rescatado de la bodega del
Rosebud
, el hombre había dado por sentado que viviría en la plantación Jamisson y Jay no había tenido el valor de contradecirle.

—Pensé que me sería útil tener a un hombre blanco a mi disposición —contestó con frivolidad.

—Pero ¿a qué se dedicará?

—Sowerby necesita un ayudante.

—Lennox no sabe absolutamente nada sobre el tabaco, aparte del hecho de fumarlo.

—Aprenderá. Además, sólo es cuestión de hacer trabajar a los negros.

—Eso lo sabrá hacer muy bien —dijo cáusticamente Lizzie.

Jay no quería seguir hablando del tema de Lennox.

—Puede que aquí entre en la política —dijo—. Me gustaría ser elegido para la Cámara de Representantes. No sé cuándo lo podré conseguir.

—Será mejor que trabes amistad con nuestros vecinos y lo comentes con ellos.

Jay asintió con la cabeza.

—Dentro de un mes, cuando la casa esté preparada, organizaremos una gran fiesta e invitaremos a todos los personajes importantes de los alrededores de Fredericksburg. Eso me dará ocasión de conocer a los hacendados de aquí.

—Una fiesta —dijo Lizzie, no demasiado convencida—. ¿Nos podemos permitir este lujo?

Una vez más, estaba poniendo en duda sus decisiones, pensó Jay.

—Déjame a mí las cuestiones económicas —le replicó—. Estoy seguro de que me concederán créditos… la familia lleva diez años haciendo negocios en esta región, mi nombre tiene que valer bastante.

Lizzie insistió con sus preguntas.

—¿No sería mejor que te concentraras en administrar la plantación, por lo menos durante uno o dos años? Entonces tendrías un fundamento sólido y podrías lanzarte a la carrera política.

—No seas estúpida —dijo Jay—. Yo no he venido aquí para ser un agricultor.

El salón de baile no era muy espacioso, pero tenía un buen pavimento y un pequeño estrado para los músicos. Veinte o treinta parejas estaban bailando vestidas con atuendos de raso de vivos colores, los hombres con peluca y las mujeres con sombreritos de encaje. Dos violinistas, un tambor y un corno francés estaban interpretando un minué. Docenas de velas iluminaban las paredes recién pintadas y los adornos florales. En otras estancias de la casa los invitados jugaban a las cartas, fumaban, bebían y se entregaban a los galanteos.

Jay y Lizzie pasaron del salón de baile al comedor, sonriendo y saludando con la cabeza a sus invitados. Jay lucía un traje de seda verde manzana que se había comprado en Londres poco antes de la partida y Lizzie vestía de morado, su color preferido. Jay pensaba que su atuendo sería más llamativo que el de los invitados, pero, para su asombro, descubrió que los virginianos eran tan elegantes como los londinenses.

Había bebido bastante y se sentía muy a gusto. La cena se había servido temprano, pero ahora había refrescos sobre la mesa: vino, jaleas, pasteles de queso, fruta variada y leche con vino y azúcar. La fiesta había costado una pequeña fortuna, pero había sido un éxito, pues habían asistido a ella los personajes más importantes.

Sólo había dado la nota el capataz Sowerby, el cual había elegido precisamente aquel día para pedir que le pagaran los atrasos. Al decirle Jay que no podría pagarle hasta que se vendiera la primera cosecha de tabaco, Sowerby le preguntó con insolencia cómo podía permitirse el lujo de ofrecer una fiesta para cincuenta invitados. En realidad, Jay no se lo hubiera podido permitir, pues todo lo había comprado a crédito, aunque su orgullo le impedía decírselo al capataz. Por consiguiente, se limitó a decirle que callara la boca. Sowerby parecía decepcionado y preocupado. Jay se preguntó si tendría algún problema concreto de dinero, pero prefirió no hacer indagaciones.

En el comedor, los vecinos más próximos de Jay estaban saboreando sus raciones de pastel, de pie junto a la chimenea. Eran tres parejas: el coronel Thumson y su esposa, Bill Delahaye y su mujer Suzy y los hermanos Armstead, ambos solteros. Los Thumson estaban muy pagados de sí mismos, pues el coronel era representante y miembro de la Asamblea General. Tras distinguirse en el Ejército británico y en la milicia de Virginia, se había retirado para plantar tabaco y contribuir al gobierno de la colonia. Jay hubiera querido seguir el ejemplo de Thumson.

Estaban hablando de política.

—El gobernador de Virginia murió el pasado mes de marzo y estamos esperando a su sustituto.

Jay se las dio de experto en cuestiones de la corte:

—El rey ha nombrado a Norborne Berkeley, barón de Botetourt.

—¡Menudo nombrecito! —comentó John Armstead, que ya llevaba unas cuantas copas de más.

—Creo que el barón estaba a punto de emprender viaje cuando yo me fui —dijo Jay fríamente.

—El presidente del Consejo actúa como representante suyo en su ausencia.

Deseoso de demostrar que estaba al tanto de los asuntos locales, Jay dijo:

—Supongo que es por eso por lo que los representantes han cometido la imprudencia de apoyar la Carta de Massachusetts.

La carta en cuestión era una protesta contra el pago de aranceles que los legisladores de Massachusetts habían enviado al rey Jorge. Posteriormente, los legisladores de Virginia habían aprobado una resolución en apoyo de la carta. Jay y casi todos los
tories
de Londres consideraban una deslealtad tanto la carta como la resolución de apoyo de los virginianos.

Thumson no parecía muy de acuerdo.

—Yo no creo que los representantes hayan sido imprudentes —dijo en tono estirado.

—Pues Su Majestad así lo cree, por supuesto —replicó Jay.

No explicó cómo sabía lo que pensaba el rey, pero dio a entender que el propio monarca se lo había dicho personalmente.

—Pues lo lamento mucho —dijo Thumson en un tono de voz que denotaba justo todo lo contrario.

Jay pensó que estaba pisando terreno peligroso, pero quería impresionar a sus invitados con su perspicacia.

—Estoy seguro de que el nuevo gobernador exigirá la retirada de la resolución —añadió.

Lo había averiguado antes de su partida de Londres.

Bill Delahaye, más joven que Thumson, dijo con vehemencia:

—Los representantes se negarán a hacerlo. —Su bella esposa Suzy apoyó una mano en su brazo para invitarle a la cautela, pero él siguió adelante sin hacerle caso—. Es un deber decirle al rey la verdad en lugar de frases huecas para complacer a sus aduladores
tories
.

—Pero no todos los
tories
son aduladores —terció diplomáticamente Thumson.

—Si los representantes se niegan a retirar la resolución, el gobernador tendrá que disolver la asamblea.

—Es curioso que eso tenga tan poca importancia hoy en día —dijo Roderick Armstead, más sereno que su hermano.

Jay le miró, perplejo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Los parlamentos coloniales se disuelven a cada dos por tres y entonces se reúnen con carácter informal en una taberna o una residencia particular y siguen adelante con sus asuntos.

—¡Pero en tales circunstancias no poseen carácter legal! —protestó Jay.

—Pero cuentan con la aprobación del pueblo al que gobiernan y parece que eso es suficiente —contestó el coronel Thumson.

Jay había oído aquel argumento otras veces de labios de hombres que leían demasiada filosofía. La idea de que la autoridad de los gobiernos emanaba del consentimiento del pueblo era una peligrosa insensatez, pues con ello se insinuaba que los reyes no tenían ningún derecho a gobernar. Era lo mismo que decía John Wilkes en Inglaterra. Jay empezó a enfadarse con Thumson.

—En Londres a un hombre lo pueden meter en la cárcel por expresarse en estos términos; mi coronel —dijo.

—Ya —replicó enigmáticamente Thumson.

—¿Ha probado usted la leche con vino y miel, señora Thumson? —preguntó Lizzie.

—Oh, sí —contestó la esposa del coronel con exagerado entusiasmo—. Y es deliciosa, realmente exquisita.

—Me alegro mucho. Es una bebida que no siempre sale bien.

Jay sabía que a Lizzie le importaba un bledo la leche con miel y vino. Lo que ella quería era cambiar de tema y apartar la conversación de la política. Pero él aún no había terminado.

—Debo decir que me sorprenden algunas de sus actitudes, mi coronel —dijo.

—Ah, aquí está el doctor Martin… disculpen, tengo que hablar con él —dijo Thumson, alejándose con su esposa hacia otro grupo.

—Usted acaba de llegar, Jamisson —dijo Billy Delahaye—. Puede que, cuando lleve algún tiempo viviendo aquí, vea las cosas desde otra perspectiva.

Hablaba en tono cordial, pero le estaba diciendo a Jay que todavía no sabía lo bastante como para tener un punto de vista propio.

Jay se ofendió.

—Confío, señor, en que mi lealtad a mi soberano seguirá tan inquebrantable como ahora, independientemente del lugar donde viva.

Delahaye le miró con expresión sombría.

—No me cabe la menor duda —dijo, acercándose a otro grupo en compañía de su mujer.

—Tengo que probar esta leche con azúcar y vino —dijo Roderick Armstead, volviéndose hacia la mesa y dejando a Jay y Lizzie con su hermano borracho.

—Política y religión —dijo John Armstead—. Nunca hable de política y religión en una fiesta.

Dicho lo cual, se tambaleó, cerró los ojos, cayó hacia atrás y se quedó tendido en el suelo cuan largo era.

Jay bajó a desayunar al mediodía. Le dolía mucho la cabeza. No había visto a Lizzie, pues ambos dormían en habitaciones contiguas, un lujo que no habían podido permitirse en Londres. La encontró comiendo jamón asado a la parrilla mientras los esclavos ordenaban la casa después del baile.

Había una carta para él. Se sentó y la abrió, pero, antes de que pudiera leerla, Lizzie le miró enfurecida diciendo:

—¿Por qué demonios iniciaste aquella disputa anoche?

—¿Qué disputa?

—La que tuviste con Thumson y Delahaye, naturalmente.

—No fue una disputa sino una discusión.

—Has ofendido a nuestros vecinos más cercanos.

—Se ofenden fácilmente.

—¡Llamaste prácticamente traidor al coronel Thumson!

—Es que a mí me parece que seguramente es un traidor.

—Es un terrateniente, miembro de la Cámara de Representantes y militar retirado… ¿cómo puede ser un traidor?

—Ya oíste lo que dijo.

—Aquí eso es normal.

—Pues en mi casa jamás será normal.

Sarah la cocinera entró, interrumpiendo la discusión. Jay mandó que le sirviera un té con tostadas.

Como siempre, Lizzie dijo la última palabra.

—Después de haberte gastado tanto dinero para conocer a nuestros vecinos, lo único que has conseguido es ganarte su antipatía —añadió antes de seguir desayunando.

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