Xavier Huguet, antes de ser alcohólico, había sido un buen periodista. En su enésimo intento por rehabilitarse, el director de un importante periódico le tiende una mano y le ofrece un encargo peculiar: hacer el Camino de Santiago y narrar a los lectores el día a día de la peregrinación. Mientras tanto, en Santiago de Compostela, la apacible vida del comisario Suso Corbalán se ve ligeramente perturbada. Por un lado, las puertas de la catedral aparecen pintadas con mensajes absurdos contra el Año Xacobeo, pero más grave aún parece la desaparición de Mauro Andrade, un catedrático de la Universidad de Santiago que se ha esfumado en Roma tras asistir a un congreso de arte románico.
La policía encuentra una buena explicación para ambos casos. Todo encaja. Lástima que las cosas no siempre sean tan sencillas…
Alejandro Pedregosa
Un mal paso
ePUB v1.0
Crubiera10.09.12
Título original:
Un mal paso
Alejandro Pedregosa, 2011.
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.0
Las estatuas se mueven —¡yo os lo digo!—
se mueven,
por el fondo de la muerte.
G
ABRIEL
C
ELAYA
—Hablando de ejecutar —interrumpió la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza!
L
EWIS
C
ARROLL,
Alicia en el país de las maravillas
.
E
ra mi última oportunidad.
Así de claro me lo dejó Gonzalo en cuanto abrió la puerta de la habitación. Mi última oportunidad. Eso dijo. Y no solo se refería al plano laboral; con aquel ultimátum Gonzalo quería prevenirme contra todos los precipicios que desde hacía años yo venía sorteando por esa carretera llena de brumas en la que se había convertido mi vida.
Aquellas palabras también servían para dejar claro que mi egoísmo ya había rebasado el límite de su tolerancia. Si no aprovechaba esta última mano tendida podía dar por descontado que él desaparecería definitivamente. Gonzalo era mi amigo, pero no estaba dispuesto a hundirse junto a mí.
La última oportunidad. Eso dijo. Y debí advertir una gravedad nueva en sus palabras porque al instante supe que no iba de farol; quizá porque llevaba tres meses viviendo bajo su techo sin probar una gota de alcohol, y la sobriedad me permitía interpretar la realidad en todos sus matices.
No se lo podía reprochar. Gonzalo era buen periodista, buen padre, buen esposo y sobre todo buen amigo. Yo sé que en algún momento fui también un buen periodista, en todo lo demás había fracasado clamorosamente.
Gonzalo era el director de un importante periódico, y yo el último ejemplar de una especie en peligro de extinción que él se empeñaba en conservar única y exclusivamente porque la amistad nos había unido hacía años en la cafetería de la facultad. Quizá pensaba que si me dejaba morir se perdería conmigo aquella parte de él que más añoraba, la que no tenía barriga, la que fumaba un par de paquetes diarios y la que creía que unas cuantas consignas románticas iban a cambiar el mundo.
Se equivocaba. Si hubiera prestado oídos a todos los que le habían aconsejado que me dejase arrumbado en la primera cuneta, sin duda, la vida le habría sido más fácil, pero a Gonzalo las cosas fáciles le resultaban mediocres, y eso es algo que siempre ha jugado a mi favor, porque, desde luego, pocas personalidades tan complejas y atormentadas como la de su terrible amigo Xavier Huguet. Yo.
Hacía un par de años que Gonzalo me había rescatado por enésima vez de uno de mis particulares infiernos. Alguien le fue con el cuento de mi última mala racha y él, una noche cualquiera, se acercó hasta el Welling para recogerme de la barra. Me limpió los mocos, pagó los meses que debía de alquiler y me ató con rienda corta a sus obligaciones diarias.
Me cedió cuatro hojas en el suplemento semanal del periódico para que yo las rellenase con cualquier reportaje que mi atrofiado olfato de antiguo periodista considerara digno de interés. Lo único que cabe decir en mi descargo es que varios años antes mi nombre había sido respetado en la profesión. Tenía fama de tipo audaz, independiente y bien informado, pero apenas me bastaron un par de meses en mi nuevo trabajo para confirmar que se trataba de una fama inmerecida.
Así ocurrió que alguien, de manera alevosa y suponiendo que mi afición al alcohol habría mermado mis reflejos, me lanzó un anzuelo suculento y envenenado que yo mordí sin contemplaciones: «Fulano me ha dicho que si le preguntas a Mengano podría enseñarte ciertos papeles que implican a Zutano». Perfecto. Después de pagar una suma considerable por unas grabaciones ocultas me lancé a pegar el bombazo.
Lo anunciaron en la esquina inferior derecha de la portada: Xavier Huguet regresa al periodismo de investigación con el destape de una trama corrupta entre políticos y constructores. En realidad era más de lo mismo, cuatreros que jugaban a ser políticos cedían terrenos a cuatreros que jugaban a ser constructores y estos les ilustraban las cuentas corrientes con cifras de varios ceros y sustanciosos y ocultos regalos. Ya digo, nada nuevo.
La información que me pasaron resultó ser absolutamente veraz… pero incompleta. Nadie me dijo que la empresa constructora tuviera entre sus consejeros al hermano del dueño del periódico para el que yo trabajaba. Todo un acierto. Lo que se dice entrar con buen pie.
Rápidamente Gonzalo me apartó de la línea de fuego, no se volvió a publicar nada sobre la noticia y mi relación con el periódico quedó, como Walt Disney, en un silencioso estado de congelación; pero ya era demasiado tarde, la liebre había saltado y los medios que se apostaban en la trinchera contraria hicieron picadillo al dueño, a su hermano, a la constructora y a todo cuanto con ellos tuviera que ver.
Se descolgaron varios teléfonos y el resultado fue más amargo para Gonzalo que para mí. Tenía que despedirme. Él, mi sempiterno salvador, la única persona que me había demostrado una fidelidad inquebrantable debía ahora deshacerse de mis servicios. Quizás él hubiera deseado una reacción colérica por mi parte, que le dijese que era un vendido al poder, un fracasado que vivía en un chalet de lujo y que de vez en cuando me sacaba las castañas del fuego solo para consolar a esa conciencia traidora que le quitaba el sueño.
Pero nada de eso hice. Tan solo me incorporé del elegante sofá, lo besé en la mejilla, como era nuestra costumbre, y le prometí llamarlo en un par de días. Después cerré con cuidado la puerta de su despacho y me largué a uno de los muchos bares oscuros que hay en Barcelona.
No cumplí mi promesa y, lo que es peor, no contesté a ninguna de sus posteriores y constantes llamadas. Guardé silencio con la seguridad de que lo estaba matando por dentro. ¿Por qué? Los alcohólicos somos así. Nos gusta fabricar enemigos para tener una excusa convincente con la que lanzarnos cada día al fango de la autodestrucción. Nos complace pensar que hemos llegado a este estado gracias a la deslealtad de los demás. Después de un par de copas solitarias es fácil llevar siempre la razón.
Las semanas fueron pasando, lentas pero constantes, como las aspas de un molino viejo, hasta que un día mi teléfono móvil dejó de sonar. Puede que lo hubiera matado de dolor, o tal vez (eso sería lo lógico) se habría aburrido de intentar pedirme perdón. Hasta la gente como Gonzalo tiene un límite.
Su silencio acabó por indignarme más aún que su anterior insistencia. Entonces sí, quise hacerle daño de verdad.
* * *
No siempre es cierto aquello de que Roma no paga traidores. Yo llamé a las puertas de los medios de comunicación rivales y se abrieron a mi paso como una flor en mayo. No tuve que convencerles de nada, quizá porque la venganza y la traición brillaban ya en mis ojos de una manera definitiva, y de esas bajezas ellos sabían bastante más que yo.
Rápidamente tuve una columna semanal y plena libertad de acción, siempre, claro, que apuntara en la dirección correcta. No eran bobos, sabían de mi afición al jarro y no podían permitirse una pifia semejante a la que me había apartado de los brazos de Gonzalo.
A menudo lo imaginaba leyendo mi columna y sufriendo mis furibundos ataques contra todo lo que él representaba, y que yo, siempre con mis reservas, había defendido hasta hacía bien poco.
Me convertí en un pelele. Un títere manejado por el rencor, la envidia y una frustración mal maquillada, que a menudo salía a relucir en los actos públicos a los que era invitado, donde, por cierto, siempre había un camarero a menos de dos metros de mi brazo.
Me gustaría decir que me aparté de toda aquella carroña después de una profunda y serena introspección, o simplemente que me caí de un caballo y vi un poderoso haz de luz, pero no, sencillamente sucumbí al alcohol. Me encerré en un refugio etílico hasta que todo se nubló a mi alrededor. Dejé de odiar, deje de sentir, solo bebía.
Así que perdí mi condición de tonto útil. Mi fama de borracho acabó por hacerme un tipo poco fiable. Las señoras que meses atrás me paraban por la calle para alabarme las barbaridades que despotricaba en el periódico, ahora se apartaban al ver mi desaliño y se lamentaban por lo bajo de mi mala suerte.
Una mañana cualquiera reuní fuerzas para ir a la redacción. Me pagaron un mes por adelantado y me advirtieron de que no volviera a aparecer por allí. Aquella ligera elegancia de regalarme dinero me rasgó el interior de las tripas. Lo cogí pensando solo en pagar mis deudas de barra. En aquel instante, tuve la clara convicción de que me había convertido en un verdadero miserable.
* * *
Pero la gente habla. No puede evitarlo. Habla, sobre todo, de las desgracias ajenas, porque no hay mejor manera de relativizar nuestros males que comparándolos con los de aquellos que están realmente emponzoñados en medio de la mierda. Unos lo hacen con sinceridad piadosa y otros con oculta satisfacción, pero todos hablan, y murmuran. Y fueron las habladurías, las murmuraciones, las que pusieron de nuevo a Gonzalo sobre la pista de mis pasos que, por entonces, ya no eran pasos sino más bien un rastro vil, como el que deja la serpiente y todo lo que repta.
En esta ocasión se aseguró de hacerlo por su cuenta, y no dejar ni un detalle a mi nula voluntad de alcohólico. Me secuestró. Literalmente. Aprovechó un día cualquiera en que yacía borracho y semiinconsciente en la cama de mi apartamento para entrar de una patada en la puerta y montarme en un coche. Otro, incluso en mis lamentables condiciones, se hubiera defendido, pero yo veía en la fulgente calva de Gonzalo el halo de un santo desconocido, quizá Dios, que me cargaba en sus brazos de mármol para llevarme directo al cielo de los acabados. Así de grande era mi curda.
Me instaló en su misma casa. En una habitación que cerraba por fuera, de forma que si la abstinencia me volvía loco, me dejaba allí dentro para que me diese calamorrazos contra la pared. En una ocasión escuché que Silvia, su hija de cinco años, le preguntaba asustada por aquella extraña situación. «Es el tío Xavier, que está malito», dijo.
A la quinta semana había engordado ocho kilos y conseguía controlar los episodios temblorosos y los ataques de ansiedad. Gonzalo me tenía secuestrado en una cárcel de oro, y me consta que estaba asesorado por una serie de especialistas que le indicaban los pasos a seguir y la medicación necesaria. Mi salud mejoraba, al tiempo que se consolidaban mis intenciones de abandonar para siempre la priva. El esfuerzo al que Gonzalo estaba sometiendo a su familia era lo menos que se merecía. Eso hasta yo podía verlo.