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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (5 page)

BOOK: Un mal paso
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El problema le llegó por la vanguardia. Cuando volvió la vista al frente comprobó que, a lo lejos, una pareja de policías caminaba distraída y campechana en dirección a él. Apretó el paso y tensó los puños dentro de los bolsillos. Si lo cogían actuando sería un artista transgresor, pero ¿qué sería si lo detenían en pleno paseo, durante un simple registro rutinario? Un gilipollas asustado, eso sería.

Los policías llegaron a la altura de la escalinata derecha en el mismo momento en que Fiz caminaba paralelo a la escalinata izquierda. Se cruzaron justo en mitad de la reja.


Boas noites
—se adelantó Fiz.

—Buenas noches —contestaron los municipales.

Unas gotas de sudor gordas como granizo se le iban espesando en la longitud de la espalda. Destensó las manos dentro de los bolsillos y notó que algunos papeles se habían arrugado, del mismo modo que se le había arrugado el estómago al sentir las palabras de los polis rozándole el flequillo. Joder. Parecía que se habían tomado en serio lo de vigilar la catedral.

Giró a la derecha y ascendió por el arco del palacio. Sin duda, aquellos dos estaban realizando una ronda en su más profundo sentido. Pasarían la noche entera dándole vueltas a los alrededores de la catedral como si custodiaran un castillo cuajado de almenas. La cosa se complicaba.

Calculó el tiempo que tardarían los «locales» en llegar hasta la Plaza de la Quintana para proteger con su presencia la Puerta del Perdón. Se emboscó en una esquina de la Azabachería, junto a las escaleras. Esperó medio minuto. Efectivamente, por la esquina de enfrente aparecieron los dos amigos con su divertida conversación. El territorio estaba minado. La camiseta se le pegaba húmeda a la espalda. Lo mejor sería marcharse de allí.

—¿Y por qué no plantas tus papelotes en la iglesia de San Fiz de Solovio? Así, de alguna manera, te reivindicas como autor de la acción. A ver, entiéndeme, a mí, esto que tú haces me parece una bobada y, además, de muy mala educación, pero como sé que no voy a convencerte, al menos, ayudo a empequeñecer tus pecados. Porque, hijo, no es lo mismo la catedral que la iglesia de San Fiz.

Maldita sea. A pesar del insufrible bochorno aquella voz no se había marchado a Mondoñedo. Allí estaba de nuevo, y no se podía decir que hubiera llegado en el mejor momento.

—Déjame en paz —dijo disgustado.

El desasosiego por la vuelta de Cunqueiro se mezcló con la frustración de encontrar la catedral custodiada por policías. Emprendió la fuga en dirección a la Plaza de Cervantes y durante un tiempo el eco de sus apresurados pasos sobre la piedra fue el único sonido que podía oírse en los alrededores.

—O mejor marcha a casa y mañana será otro día.

—Vete a la mierda.

—Oye, que yo no te falté.

Dejó de caminar rápido y comenzó a correr; ojalá un golpe de aire pudiera arrancarle de las sienes a aquel maldito
okupa
, o tal vez, si no pensaba el itinerario y corría sin una dirección concreta, podría evitar que el intruso conociera el destino de sus pasos y así, la empecinada voz de don Álvaro, que sería pesada y magra como su propio dueño, se dejaría caer, ya exhausta de tanta persecución, en cualquier callejuela mal iluminada. Sí, había que correr sin rumbo para que Cunqueiro no le leyera el pensamiento.

Diez minutos más tarde se detuvo y enarcó el tronco con las manos posadas en las caderas. Ahora le sudaba todo el cuerpo. Parecía una bayeta empapada. La fatiga y un miedo vertiginoso le hicieron tambalearse. ¿Cuánto hacía que no comía? Una especie de frustración le apresaba el pecho e impedía que el aire le llegase con la claridad necesaria a los pulmones. La carrera, los polis, pero sobre todo la voz, sobre todo esa voz. Aguzó el oído para escuchar los sonidos de la noche. Tan solo oyó su respiración entrecortada, nada más ¿Se habría marchado definitivamente?

Miró a su alrededor y reconoció los tejadillos del mercado de abastos. Muy cerca de allí estaba la iglesia de San Fiz de Solovio.

—Pues, chico, ya que has llegado hasta aquí.

Mierda. No había manera. Iba a tener que acostumbrarse a la libertad de Cunqueiro para entrar y salir de su cabeza cuando le viniera en gana, como un hijo soltero y cuarentón. ¿Y si le hacía caso? La idea no estaba mal, pero precisamente eso era lo que más le fastidiaba, que se le hubiera ocurrido a él. Además, si le seguía la corriente, aunque solo fuera una vez, la voz se sentiría satisfecha y querría quedarse a vivir allí dentro, a medio paso de su oído. Y él se acordaba de Fátima, la siquiatra, y sabía que darle alojamiento a una voz era algo muy peligroso.

Giró sobre sí mismo. Parecía una brújula rota. No sabía qué hacer ni adónde ir.

—Dicen que la indecisión es propia de gallegos —advirtió la voz—. Yo no lo creo. Lo que ocurre es que nuestra hora solar es la misma que la de Portugal o la de Canarias, vamos retrasados con respecto a Castilla, y claro, eso allí no se entiende.

—¡Que te calles! —gritó Fiz mientras se tapaba inútilmente los oídos.

—¿Te conté alguna vez la historia de una tal
Maruxa
,
la indecisa de O Cebreiro
?

—Déjame en paz, te lo suplico.

—Pues la rapaza vivía sola en el monte y tenía dos pretendientes formales y ricos que la querían para esposa. Como ella no se decidiera, los pretendientes la colmaban de fantásticos regalos que ella iba amontonando en dos lotes distintos junto al nombre de cada mozo. Pronto la habitación de los regalos se hizo pequeña y tuvo que alojarlos en una palloza construida para tal fin. Un día llegó una guerra en África y los pretendientes fueron llamados a filas. Tres meses más tarde ambos habían muerto a manos rifeñas. Maruxa los lloró por igual hasta que llegó primavera y bailó en fiestas con un viajante de Betanzos. Este le aseguró que los viajantes no iban a guerras, así que se quedó con él y con toda una palloza llena de fabulosos regalos. Al final, la indecisión le trajo ganancia…

—¡Que te calles de una puta vez! —clamó arrodillado en el suelo sin poder contener su angustia—. ¡Que te calles, que me dejes, que te marches! —y los gritos rebotaban contra la piedra cercana y volvían hacia él y le golpeaban.

Una ventana blanca se iluminó en el primero y un hombre con bigote y cabeza lampiña asomó medio cuerpo.

—Oye, cabrón, para hacer ruido mejor te vas a tu casa, que hay personas que mañana trabajamos.

El regreso de don Álvaro le había revuelto las tripas y provocaba en las remotas profundidades de su cabeza una colisión de neutrones. Alguien tenía que pagarlo.

—Que te follen, calvo de mierda.

La figura del hombrecillo se deslizó silente hacia el interior de la ventana y minuto y medio más tarde aparecía por el portal, en zapatillas de casa, y abrazado a un palo brillante y pulido que prometía ser de abedul. ¿Para qué guardaría nadie un palo como aquel en una ciudad donde no había bestias que guiar?

—Ahora vas a gritar, pero con motivo —le anunció el vecino.

Al primer amago de ataque Fiz se lanzó como una fiera hambrienta contra el hombre y contra la estaca.

—Que te pierdes —le dijo Cunqueiro, pero ahora, paradójicamente, no lo escuchó.

Las maldiciones, los golpes y los gritos ascendían como el humo de una hoguera hacia el cielo compostelano. La esposa del vecino también chillaba desde la ventana. Su marido era un bruto de sangre caliente y ella sabía que era capaz de matar a palos a aquel borracho, o lo que fuera. Había llamado a la policía y movía frenética la cabeza a uno y otro lado en espera de ver aparecer el destello de las luces policiales. «Gracias a Dios», suspiró cuando las vislumbraba al principio de la calle.

El coche frenó con estrépito de ruedas.

—Se acabó —gritó con voz enérgica el más viejo de los agentes como si fuera el árbitro de la pelea—. He dicho que se acabó —repitió mientras desenfundaba la porra y la pistola a un mismo tiempo.

Los contendientes, exhaustos y amoratados, lo observaron como si de una aparición mariana se tratase.

Con evidente alivio bajaron los brazos, se miraron de soslayo y se dejaron detener.

Capítulo 5

S
uso había regresado de su reunión diaria con los azúcares. En esta ocasión había desayunado un milhojas que alternaba las capas de merengue con las de natilla de naranja. El hojaldre se derretía en el calor de la boca mientras la naranja refrescaba el paladar y facilitaba la ingestión.

Edulcorado y satisfecho dirigió sus pasos a la comisaría, pero a medio camino, mientras cruzaba el parque de la Alameda, una llamada le obligó a detenerse. Se trataba de Marina, que, desde hacía un par de semanas y como un Cid Campeador cualquiera, se había lanzado a la reconquista de su antiguo matrimonio.

—Suso, tenemos que hablar sobre Lucía. Debes decirle algo, anoche llegó a las dos de la mañana. A mí empieza a escapárseme de las manos. ¿Qué te parece si cenamos tranquilamente este fin de semana en el Orella y ya te cuento?

«¿Tranquilamente? ¿El Orella?» Marina no sabía disimular.

—¿Los tres?

—No, Suso, los tres no. Tú y yo.

Lucía había terminado el primer año de bachillerato con unas calificaciones excelentes. Tenía la cabeza todo lo bien amueblada que una adolescente la puede tener y tocaba el oboe como los mismos ángeles. Era su hija, su única hija. Suso la hubiese querido de todas maneras pero daba la casualidad de que además se sentía orgulloso de ella. Llegar a las dos de la madrugada una noche de verano no suponía nada extraordinario, y Marina lo sabía. Además, Lucía no se le estaba escapando a Marina, entre otras cosas porque a Marina no se le había escapado nada en toda su vida. Ni siquiera un autobús.

Decir que Marina era caprichosa habría sido inexacto, porque sus acciones no siempre buscaban la satisfacción de sus deseos. Parecía más bien actuar por instinto o guiada por una fuerza a la que no quedaba más remedio que entregarse. Cierto que en sus constantes fugas hacía lo posible por evitar el sufrimiento ajeno, pero Suso podía dar fe de que no siempre lo conseguía. No, su ex mujer no era caprichosa, en todo caso volátil, variable, huidiza, soñadora; había que dejarla ir para posteriormente verla regresar, y, en este vaivén, Suso se había acostumbrado a ser el satélite que giraba alrededor de aquel planeta pendular que se llamaba Marina. Era el satélite Padre, pero también el satélite Confianza, el satélite Serenidad y el satélite Edulcorado. Todo eso era Suso.

—De acuerdo, cenaremos.

Escuchó un suspiro contenido al otro lado del teléfono.

—Gracias, Suso.

—Por nada, mujer, un
biquiño
.

Cerró el teléfono y se encontró sentado en un banco junto a la estatua de Valle–Inclán. Estuvo tentado de pedirle consejo, aunque no parecía que aquel tipo estuviera interesado en problemas domésticos; su mirada de bronce escudriñaba el horizonte de manera nostálgica. Vete tú a saber en qué estaba pensando aquel viejo con barbas de hippy.

Se despidió del compañero de banco y continuó su camino a través del parque. La indecisión del sol aquella mañana favorecía los paseos. A ratos se pegaba a la espalda y a ratos se ocultaba entre nubes de un blanco inflamado. Llegó hasta el extremo opuesto del parque y bajó por unas escaleras historiadas que desembocaban en unas instalaciones universitarias. Debían de ser ya las fechas de los últimos exámenes, sin embargo, las pistas de tenis y las de fútbol sala estaban llenas de jóvenes sudorosos. Ahora se arrepentía de no haber estudiado en su momento, o al menos de no haber estudiado un poco más; pero ocurrió que había que ayudar en casa y la mejor manera de ayudar era quitarse de en medio y buscarse los cuartos por su cuenta, sobre todo después de que Javi muriera, o lo mataran, porque para Suso la muerte de su hermano menor por sobredosis fue uno de los tantos asesinatos que los narcos habían cometido en la comarca de Vilagarcía de Arousa. Convirtieron a toda una generación de jóvenes en muertos vivientes que deambulaban por las calles en busca de conseguir las pesetas necesarias para satisfacer el capricho que les picaba en el interior de las venas.

El chute final se lo había metido el propio Javi después de transitar más de siete años por un infierno de impotencia y marginación que lo había arrinconado definitivamente en el fondo roñoso de un callejón sin salida, donde apareció tirado, seco y amarillento una tarde de otoño.

Entonces Suso, que siempre había andado de precariedad en precariedad, decidió que era momento de hacer algo serio, y lo más serio que se le ocurrió fue meterse a madero. Ahora ya no se acordaba, pero en su día, de manera justiciera e infantil, desvariaba con la idea de apresar a los capos de Vilagarcía y a todo el séquito de canallas que trabajaban para ellos, que, por otro lado, era una buena parte del pueblo.

A veces se dolía porque Javi ocupara en su mente un lejano y nebuloso lugar desde el que apenas podía reconocerle ya los rasgos; quizá fuera ese el único y trágico sentido de la muerte, diluirse poco a poco en la memoria de los que un día te quisieron.

Maldijo para sus adentros, pero una vibración de teléfono lo sacó de sus barruntos. La segunda llamada del día.

—¿Corbalán?

A Suso no solían nombrarlo por su apellido; eso era algo que había quedado para los antiguos profesores y algún que otro botarate que buscaba aparentar en público una cercanía tan falsa como inocente.

—Sí.

—Soy Bouzas, de la policía local.

El jefe de los policías locales de Santiago era, al menos, siete años más joven que Suso, parecía haber nacido en un gimnasio y le gustaban las rubias de pelo oxigenado y los actos oficiales con profusión de canapés. Su ambición todavía no había tocado techo.

—Hombre, Bouzas, ¿qué tal? Cuéntame.

—Pues nada, chico, que tenía la mañana tranquila y me he dicho voy a llamar al Corbalán y le cuento una historia que seguro le interesa.

En ciertas ocasiones Suso había pensado muy seriamente en convencer a Fito para que buscase la manera de permutar su puesto por uno en la policía local. La pareja Bouzas–Fito se le antojaba insuperable, como Mortadelo y Filemón o Pepe Gotera y Otilio.

—Pues ya te estoy escuchando —dijo Suso convencido de que ni en siete vidas encontraría interesante algo que proviniera de Bouzas.

—Verás, la semana pasada recibí en mi despacho a don Gregorio Andrade —esperó un instante para que todo el peso del nombre se asentase en el aire de la conversación—, imagino que ya sabes que don Gregorio es el deán de la catedral.

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