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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (10 page)

BOOK: Un mar de problemas
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—Yo no sabía eso —dijo la
signorina
Elettra con evidente sorpresa y, según le pareció a Brunetti, irritación—. ¿Su mujer habla inglés?

—Tanto como él —dijo Brunetti dando media vuelta para llamar con los nudillos a la puerta de Patta.

El
vicequestore,
como siempre que hacía una mala pasada a Brunetti —a quien estaba dirigida la invitación—, hacía el papel del ofendido. A fin de crear el ambiente apropiado, permaneció sentado a su mesa, situándose a un nivel inferior.

—¿Dónde ha estado estos últimos días? —preguntó nada más ver a Brunetti, quien, reconoció la técnica del ataque preventivo. El propio Patta, con un traje gris que Brunetti no le conocía, parecía haber pasado los últimos días preparándose para el viaje a Londres: el pelo gris, recién cortado, y la tez, con el saludable tinte veraniego que imprimen las lámparas bronceadoras bien dosificadas. Como de costumbre, Brunetti se asombró de lo perfecto que resultaba Patta para el puesto de alto funcionario de la policía, o alto funcionario de cualquier sitio.

—Nos llamaron de Pellestrina, señor. Dos hombres fueron asesinados en su barco. —Brunetti procuraba no demostrar interés—. La llamada era para nosotros, por lo que no tuve más remedio que ir a echar un vistazo.

—No está dentro de nuestra jurisdicción —dijo Patta, a pesar de que los dos sabían que no era verdad.

—También llamaron a los
carabinieri
—dijo Brunetti con una sonrisita que pretendía expresar a un mismo tiempo alivio y conformidad con la objeción de Patta—. Por lo que es probable que el caso les sea asignado a ellos.

Algo en la manera de hablar de Brunetti hizo recelar a Patta, como recela un perro al oír un tono insólito en una voz conocida.

—¿Parece un caso sencillo?

—Ni idea, señor. Suelen ser crímenes pasionales o cuestiones de dinero.

—Así pues, será fácil de resolver. Quizá podamos hacernos cargo.

—Oh, no me cabe duda de que será un caso fácil. En realidad, ya nos han dado el nombre de un hombre que tuvo una pelea con una de las víctimas.

—¿Y? —inquirió Patta, vivamente interesado en el caso, ahora que parecía que no habría dificultades. La rápida solución de un caso de asesinato sería un éxito para la
questura
de Venecia. Brunetti ya veía a su superior redactando el titular:
Asesinato resuelto por la pronta intervención del vicequestore.

—Verá, señor, si usted va a estar fuera la próxima semana, he pensado que quizá sea preferible que se encarguen los
carabinieri.
—Brunetti calló, dando ocasión a Patta, de hablarle de la cadena de mando que regiría en su ausencia.

—¿Y que se lleven ellos el mérito? —preguntó Patta sin ocultar la indignación ni hacer referencia alguna a la semana siguiente—. Si es tan fácil como usted dice —prosiguió, alzando una mano para cortar la protesta de Brunetti—, debemos investigarlo nosotros. Los
carabinieri
harán una chapuza.

—Pero, señor —objetó Brunetti débilmente—, no creo que dispongamos de efectivos para enviarlos allí. —Uno de los personajes favoritos de Brunetti siempre había sido Yago, cuya astucia admiraba y con frecuencia había tratado de emular. Abrazando, por así decir, la imagen de Yago, Brunetti prosiguió—: Quizá Marotta podría encargarse del caso. Sería conveniente enviar a alguien que no pudiera tener relación alguna con aquella gente. Él es de Turín, ¿verdad? —Patta asintió y Brunetti prosiguió—: Bien, entonces no hay posibilidad de que conozca o esté relacionado con alguien de Pellestrina.

Patta no resistió más.

—Brunetti, por Dios, use la cabeza. Si enviamos a un
torinese,
nadie le dirá ni media palabra. Tiene que ser alguien de aquí. —Como si acabara de ocurrírsele, Patta agregó—: Además, Marotta ocupará mi puesto en mi ausencia, y no podrá andar de un lado a otro de la laguna, interrogando a gente que no hablan más que el dialecto. —El desdén de Patta no hubiera sido más patente, si aquella gente hubiera creído que la Tierra era plana, además del centro del Universo.

Sin parar mientes en la observación de Patta, pero pensando que quizá iba demasiado lejos, Brunetti preguntó:

—Entonces, ¿quién, señor?

—A veces, comisario, parece increíblemente ciego. —Patta lo dijo con tanta condescendencia que Brunetti no pudo por menos de admirar el autodominio de su superior por no haber dicho «estúpido»—. Usted es veneciano y ya ha estado allí.

Haciendo gala de un autodominio no menos portentoso, Brunetti se abstuvo de alzar ambas manos para mostrar su sobresalto y asombro. Era un aspaviento que había visto en las películas mudas de los años veinte y que siempre pensó que le gustaría hacer. Pero se limitó a decir, con voz grave:

—No estoy muy seguro, señor. —Había observado que, para convencer a Patta, era más eficaz una ligera resistencia que una conformidad inmediata.

—Pues yo lo estoy. Es un caso fácil, y nos vendrá bien un poco de buena publicidad, especialmente después de que esos estúpidos de la magistratura hayan dejado salir de la cárcel a todos los mafiosos. —Los periódicos no hablaban de otra cosa desde hacía varios días. Quince jefes de la Mafia, condenados a cadena perpetua, habían sido excarcelados a causa de una pequeña irregularidad descubierta en el proceso de apelación. Uno de ellos, según repetían los periódicos, había confesado el asesinato de cincuenta y nueve personas. Y ahora estaban todos en la calle. Brunetti recordó las palabras de la
signorina
Elettra: «Libres como el aire.»

—No me parece que haya relación entre los dos casos —objetó Brunetti.

—Naturalmente que la hay —dijo Patta levantando la voz airadamente—. La mala publicidad repercute en todos nosotros.

Brunetti se preguntaba si eso era todo lo que el caso suponía para Patta: mala publicidad. ¿Se ponía en libertad a aquellos monstruos para que pudieran devorar a sus enemigos y lo único que veía Patta era mala publicidad?

Antes de que la decencia más elemental pudiera inducir a Brunetti a protestar, Patta prosiguió:

—Quiero que vaya usted y lo resuelva. Si ya tiene un nombre, vea lo que puede averiguar sobre esa persona. Y procure que se haga pronto. —Patta abrió una carpeta, sacó la Mont Blanc del bolsillo del pecho y se puso a leer. La prudencia impidió a Brunetti poner objeciones a las perentorias órdenes de Patta y a la rudeza de su despedida. Había conseguido lo que venía a buscar: el caso era suyo. Pero no era la primera vez que salía del despacho de Patta sintiéndose denigrado por la facilidad con que había manipulado al otro, poniéndose el gorro de cascabeles del bufón para conseguir lo que consideraba suyo por derecho. El nombramiento provisional de Marotta apenas se había mencionado, lo que significaba que Patta se había quedado sin la oportunidad de regodearse con lo que él podía considerar una victoria. Pero, por lo menos, Brunetti se había ahorrado la necesidad de fingirse ofendido por la decisión. El mando era lo último que él deseaba, pero ésa era una información que prefería no revelar a su superior, ni de palabra ni de obra. Brunetti era incapaz por naturaleza de adorar a la perversa diosa del Éxito. Él tenía aspiraciones más modestas. Ponía sus miras más cerca, le interesaba el aquí y ahora, lo concreto. Dejaba para otros los objetivos y deseos más ambiciosos. Él se conformaba con una familia bien avenida, una vida decente y un trabajo hecho con dignidad. Le parecía que eso era lo menos que podía pedir a la vida, y ésas eran sus ilusiones.

Capítulo 10

A la mañana siguiente, poco después de las nueve, Brunetti y Vianello salieron para Pellestrina. Aunque los dos sabían que los llevaba allí la investigación de dos brutales asesinatos, una vez más, el esplendor del día alegraba el ánimo y daba al viaje un aire aventurero de excursión de colegio. Lejos de las paredes de un despacho y de un Patta que llamara exigiendo resultados inmediatos, liberados de la obligación de estar en un sitio determinado a una hora fija, se sentían de tan buen humor que ni el gesto adusto de Bonsuan que, al timón, despotricaba de la contracorriente que dificultaba su avance, los afectaba. La mañana no defraudaba sus expectativas. Los árboles del Giardini tenían hojas nuevas que, movidas por un repentino soplo de brisa, relucían con reflejos trémulos al captar con el envés el reverbero del sol en el agua.

Cuando se acercaban a la isla de San Servolo, Bonsuan se abrió hacia la derecha en una amplia curva, por delante de Santa Maria della Grazia y San Clemente. Ni siquiera el recuerdo de que, durante siglos, esas islas se habían utilizado para aislar a los enfermos de cuerpo y espíritu del resto de la población de Venecia, enfrió el ánimo de Brunetti.

Vianello lo sorprendió con su comentario:

—Muy pronto, no se podrá ni ir a buscar moras.

Confuso, pensando que el viento de la marcha había podido hacerle oír mal, Brunetti se inclinó hacia el sargento.

—¿Cómo?

—Ahí —dijo Vianello señalando a una isla mayor que se veía a la derecha, a lo lejos—. Sacca Sèssola. De niños íbamos a buscar moras. La isla estaba abandonada, y crecían por todas partes. Podíamos recoger varios kilos en un día y nos atracábamos hasta ponernos malos. —Vianello levantó la mano para protegerse los ojos del sol—. Dicen que la han vendido en subasta a no sé qué universidad o empresa, y que van a construir un centro de congresos o algo por el estilo. —Brunetti pudo oír el suspiro—. Adiós moras.

—Pero así vendrán más turistas, ¿no? —dijo Brunetti, aludiendo a la divinidad que adoraban los que mandaban en la ciudad.

—Yo prefiero las moras.

Callaron hasta que, a su derecha, apareció el solitario
campanile
de Poveglia. Entonces Vianello preguntó:

—¿Cómo enfocamos esto, comisario?

—Me parece que habría que tratar de averiguar más cosas acerca de lo que dijo el camarero, sobre su hermano y las posibles consecuencias de aquella discusión. Vea si encuentra al hermano y qué le dice. Yo volveré a hablar con la
signora
Follini.

—Es usted valiente, comisario —dijo Vianello, impasible.

—Mi mujer me ha prometido llamar a la policía si a la hora de la cena no he vuelto a casa.

—Dudo que ni nosotros pudiéramos servir de algo frente a la
signora
Follini.

—Temo que tenga usted razón, sargento. De todos modos, uno ha de cumplir con su deber.

—Como John Wayne.

—Exacto. Después de hablar con ella, probaré en el otro bar. Me parece que hay uno en la calle del restaurante, al otro lado.

Vianello asintió. Él también lo había visto, pero aquel día estaba cerrado.

—¿Y el almuerzo? —preguntó.

—En el mismo sitio —dijo Brunetti—. Usted, nada de almejas ni de pescado, por supuesto. Debe de ser un gran sacrificio.

—Créame, comisario, no cuesta nada.

—Pues es lo que hemos comido desde niños —dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo por insistir—. Tiene que costar dejarlo.

—Como ya le dije —empezó a decir Vianello volviéndose a mirarlo y sujetándose la gorra con una mano contra una brusca ráfaga de viento—, ciertas cosas que he leído me han decidido a no comer nada de eso.

—Tiene que echarlo de menos a la fuerza —insistió Brunetti.

—Claro que lo echo de menos. Soy humano. Todo el que deja de fumar echa de menos el tabaco. Pero estoy seguro de que eso me mataría, de verdad. —Antes de que Brunetti pudiera cuestionar sus palabras o tomarlas a broma, el sargento prosiguió—: No un plato, ni cincuenta, desde luego. Pero esos animales están cargados de sustancias químicas y metales pesados. Sólo Dios sabe cómo pueden estar vivos. Sencillamente, la sola idea de comerlos me repugna.

—Entonces, ¿por qué los echa de menos?

—Porque soy veneciano y, como usted dice, los he comido desde niño. Pero entonces no estaban envenenados. Me gustaban, me encantaban los
spaghetti
que hacía mi madre con salsa de almejas, y la sopa de pescado. Pero ahora que sé lo que contienen, no puedo. —Consciente de que aún no había satisfecho la curiosidad de Brunetti, dijo—: Quizá sea algo parecido a lo que sienten los indios acerca de comer carne de vaca. —Se quedó pensativo y rectificó—: No; ellos no la han comido nunca, no es que hayan renunciado a ella. —Siguió reflexionando y, finalmente, desestimó el símil—. No sabría explicarle lo que es eso. Supongo que podría comerlos si me apetecieran. Es sólo que no me apetecen.

Brunetti fue a responder, pero Vianello se adelantó a preguntar:

—¿Por qué le sorprende tanto? No reaccionaría así si alguien dejara de fumar, ¿verdad?

Brunetti meditó.

—Seguramente, no. —Se echó a reír—. Será que, tratándose de comida, es diferente, y me cuesta trabajo creer que una persona renuncie a algo tan bueno como las almejas, a pesar de las consecuencias.

Eso pareció zanjar la cuestión, al menos por el momento. Bonsuan aceleró y el ruido del motor impidió la conversación. De vez en cuando, pasaban junto a alguna barca fondeada en la laguna, en la que había un hombre con una caña en la mano, al parecer, más entregado a la contemplación que al propósito de capturar algún pez. Al oír acercarse la lancha a toda velocidad, levantaban la mirada, pero cuando veían que era la policía volvían a fijar la atención en el agua.

Pronto —demasiado pronto, para Brunetti— avistaron el largo muelle de Pellestrina. Un pequeño hueco señalaba el lugar en el que seguía hundido el
Squallus,
cuyos mástiles asomaban con el mismo ángulo inverosímil. Bonsuan los llevó hasta el extremo del muelle, puso el motor al ralentí, dejó que la lancha se deslizara hasta que estuvieron a menos de un metro de la
riva,
dio marcha atrás durante unos segundos y paró el motor. La lancha derivó en silencio hasta el muelle. Vianello rodeó un amarradero de metal con el cabo y tiró de la lancha con facilidad para situarla. Con pericia y rapidez, anudó el cabo y dejó caer el extremo en la cubierta.

Bonsuan se asomó
desde
la cabina de mando para decir:

—Los esperaré.

—No hace falta, Bonsuan —dijo Brunetti—. No sé cuándo terminaremos. Podemos ir en el autobús hasta el Lido y allí tomar el barco.

—Los esperaré —repitió Bonsuan, como si Brunetti no hubiera dicho nada o como si él no hubiera oído a su superior.

Como las funciones de Bonsuan eran estrictamente las de piloto, Brunetti no podía pedirle que se mezclara con los vecinos de Pellestrina para tratar de obtener información acerca del asesinato de los Bottin. Tampoco quería ordenarle que regresara a la
questura,
a pesar de que allí podían necesitar la lancha. Optó por una vía intermedia y preguntó:

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