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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (5 page)

BOOK: Un mar de problemas
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Vianello miraba fijamente a Brunetti, como si el camarero no estuviera:

—Si no quiere hablar, que no hable, señor. Ya tenemos varios nombres.

—¿Qué nombres? —inquirió el camarero.

Vianello se volvió hacia el joven y movió mínimamente la cabeza, como tratando de que Brunetti no viera el gesto.

—¿Qué nombres? —preguntó el camarero alzando la voz—. ¿El mío?

—No nos ha dicho usted cómo se llama —respondió Brunetti.

—Lorenzo Scarpa.

Vianello abrió mucho los ojos y miró al camarero como si no pudiera disimular el susto.

Al ver la reacción de Vianello, el camarero dijo con voz tensa:

—No fue nada. Una noche, Giulio estaba en el bar, bebido. Mi hermano no le dijo nada. Bottin tenía ganas de pelea y dijo que Sandro le había hecho derramar el vino. —Su mirada iba de un policía al otro, que lo escuchaban con cara de estar al cabo de la calle—. Puedo asegurarles que no pasó nada, ni se denunció a nadie. La gente los separó antes de que la cosa se complicara. Yo estaba dentro, trabajando. Cuando salí ya había terminado todo, y nadie estaba herido.

—Seguro que es verdad —dijo Vianello con una sonrisa que se esforzó en hacer amistosa—. Pero no es eso lo que me han dado a entender que ocurrió.

—¿Qué? ¿Quién se lo ha dicho?

Vianello meneó la cabeza con ostensible reserva, como diciendo que él no tendría inconveniente en nombrar al informador, pero delante de su superior no podía ayudar a su amigo, el camarero, por más que lo deseara.

—¿Ha sido el canalla de Giacomini? Dígame sólo eso. ¿Ha sido él?

De nuevo, pareció que Vianello no podía reprimir un gesto de sorpresa al oír el nombre, y lanzó al camarero una mirada rápida, como de aviso, para hacerle callar. Pero el hombre, renunciando a toda prudencia, prosiguió:

—¡Si Giacomini ni siquiera estaba! Ese cerdo sólo busca perjudicar a Sandro. Yo sabía que ellos dos estaban peleados, por aquello que pasó delante de Chioggia. Pero miente; siempre ha sido un embustero. —El camarero echó la silla hacia atrás y se puso en pie, como para evitar seguir hablando. Volviendo repentinamente al tono formal, como si ya hubiera olvidado a su hermano, preguntó—: ¿Desean otra
grappa
?

Brunetti movió la cabeza negativamente y se levantó. Su sargento lo imitó.

—Gracias —dijo Brunetti, sin especificar si el agradecimiento era por el servicio o por la información, y se quedó esperando, en una actitud que daba a entender que Vianello no tenía más remedio que salir delante de su superior.

Brunetti caminó varios minutos, hasta el borde del agua, para situarse lejos de las miradas del restaurante y de las casas. De cara a Venecia, apoyó un pie en un saliente del muro del rompeolas y se agachó para sacarse una piedra del zapato.

—¿Qué le parece? —preguntó.

—Todo, nuevo para mí —dijo Vianello con una leve sonrisa—. Nadie había querido decirme nada.

—Lo que me figuraba —dijo Brunetti, y agregó, sabiendo que a Vianello le gustaría oírlo—: Ha montado muy bien el número.

—No ha sido difícil.

—Me gustaría saber el alcance de la pelea, sobre todo, por su interés en hacernos creer que no había sido nada. —Brunetti seguía mirando en dirección a la ciudad invisible, pero sus palabras eran para Vianello.

—Sí que ha insistido, ¿verdad?

Eso le había parecido a Brunetti, pero ahora empezaba a preguntarse si el camarero no sería más listo de lo que él creía, y había dejado caer el nombre de Giacomini y la historia de la pelea para desviar su atención de otras cosas.

—¿No será, sargento, que pretendía distraernos de algo?

—No, señor; yo diría que estaba realmente preocupado —dijo Vianello, como si ya se hubiera planteado la posibilidad y la hubiera descartado. Y, con el desdén de los naturales de las islas venecianas mayores, agregó—: Los
pellestrinotti
no son tan listos.

—Ya no está bien visto decir esas cosas, sargento —dijo Brunetti con suavidad.

—¿Ni aun si son verdad? —preguntó el sargento.

—Precisamente porque son verdad —respondió Brunetti.

Vianello meditó un momento estas palabras y preguntó:

—¿Qué hacemos ahora, comisario?

—Ver qué más podemos averiguar sobre la pelea entre Sandro Scarpa y Giulio Bottin. —Brunetti se volvió de espaldas a la laguna y echó a andar hacia las hileras de casas bajas.

Vianello, acoplando el paso, dijo:

—Detrás del restaurante hay una tienda que vende de todo. Según el letrero de la puerta, abre a las tres, y me han dicho que la
signora
Follini es puntual. —Por la izquierda del restaurante entraron en un patio de suelo arenoso, con puertas en dos de sus lados. Por el tercer lado, que estaba abierto, se veía el muro del rompeolas detrás del que se extendía el Adriático. La altura del lejano muro impedía ver el agua, pero el olor a yodo y la humedad del aire revelaban la proximidad del mar.

Hacía años que Brunetti no iba a Pellestrina, quizá más de diez, cuando los niños eran pequeños y Paola y él, y su hermano Sergio y su familia se metían todos en la barca de Sergio los domingos a mediodía y, so pretexto de explorar las islas, buscaban buenos restaurantes de pescado fresco. Recordaba Brunetti a los niños, tostados por el sol, pesados, dormidos en el fondo de la barca como cachorritos, aletargados por un exceso de sol y el aburrimiento de las interminables conversaciones de los mayores. Recordaba a Sergio aflorando bruscamente e izándose al costado de la barca, con las piernas marcadas por los rojos verdugones que le había dejado una medusa enorme al rozarlo en las aguas cristalinas. Y recordaba, con honda satisfacción, un polvo fenomenal con Paola, en el fondo de la barca, una tarde de agosto en que Sergio se llevó a toda la chiquillería a una de las islas pequeñas, a buscar moras.

Repicó una campanilla cuando Vianello abrió la puerta. Entraron en la tiendecita, Vianello delante, anunciando con su uniforme el motivo de la visita.

Una voz de mujer gritó desde la trastienda:

—Un momento. —Se oyó el chasquido de una puerta que se cerraba, seguido de un sonido más suave, de un objeto que se depositaba en una superficie dura. Después, silencio. Brunetti paseó la mirada por la tienda y vio polvorientas hileras de cajas de arroz, paquetes dobles de papel matamoscas, una especie de paragüero lleno de escobas y fregonas y un mueble bajo en el que había cuatro ejemplares de
Il Gazzettino
de la víspera. Olía ligeramente a papel viejo y legumbre reseca.

Transcurrido el solicitado «momento», una mano apartó la cortina de algodón blanco de la puerta de la trastienda y salió una mujer con un vestido verde, corto y escotado y zapatos de tacón alto, nada aptos para quien ha de estar todo el día de pie detrás de un mostrador.


Buon giorno
—dijo la dueña de la tienda, volviendo la cara en dirección a los dos hombres. Se paró delante de la cortina, sin decir más. En el intervalo, Brunetti pudo observar que la mujer estaba en la flor de la edad, aunque era una floración provocada y varias veces repetida, con intervalos más y más cortos.

El pelo, rubio platino, parecía aún más claro por el contraste con la cara bronceada. Brunetti había asistido a un seminario de tres días en técnicas avanzadas para la identificación de sospechosos, dos horas del cual trataban de los medios que utilizan los criminales para modificar su aspecto. Quizá por haber dedicado tanto tiempo a observar a las mujeres, se había sentido fascinado por las modalidades de cirugía plástica que pueden utilizarse para transformar una cara y disfrazar una identidad. Descubrió en ésa varias de aquellas técnicas, y se le ocurrió que la policía hubiera podido utilizar a esa mujer como modelo, por la facilidad con que podían detectarse las señales de la labor del cirujano.

Los ojos tenían un sesgo ligeramente oriental, y los labios se entreabrían en una leve sonrisa que condenaba a la mujer a enfrentarse a la vida con gesto de perpetuo optimismo. En el borde de la mandíbula hubiera podido afilar sus cuchillos un carnicero. La nariz, respingona y descarada, hubiera hecho maravillas en una cara con treinta años menos. En ésa, estando como estaba encima de una boca grande, de labios gruesos, desentonaba. Brunetti calculó que la mujer tendría varios años más que él.

—¿Puedo servirles en algo? —preguntó ella situándose detrás del bajo mostrador.

—Sí,
signora
Follini —respondió Brunetti adelantándose—. Soy el comisario Guido Brunetti y estoy aquí para investigar el accidente ocurrido esta mañana. —Fue a sacar la cartera para mostrarle la credencial pero ella lo detuvo con un ademán de impaciencia.

La mujer lanzó una rápida mirada a Vianello y se volvió otra vez hacia Brunetti.

—¿Accidente? —preguntó con voz neutra.

Brunetti se encogió de hombros.

—Así lo consideraremos mientras no haya razón para pensar que ha sido otra cosa —respondió.

La mujer asintió sin decir nada.

—¿Usted los conocía,
signora?

—¿A Bottin y a Marco? —preguntó ella innecesariamente.

—Sí.

—Venían por aquí —dijo, como si ya fuera bastante.

—¿Quiere decir que eran clientes? —preguntó el comisario, a pesar de que en un pueblo tan pequeño como Pellestrina todo el mundo tenía que ser cliente suyo.

—Sí.

—¿Y aparte de eso? ¿Eran amigos?

Ella pensó un momento.

—Quizá podríamos decir que Marco era un amigo. —Acentuó la palabra «amigo» como para sugerir la interesante posibilidad de que habían sido algo más, y agregó—: Pero su padre, no, desde luego.

—¿Y eso por qué? —preguntó Brunetti.

Esta vez fue ella la que se encogió de hombros.

—No simpatizábamos.

—¿Por algún motivo en particular?

—Por todos los motivos en general —dijo ella, sonriendo por la prontitud de la respuesta. La sonrisa, que descubría una dentadura perfecta y sólo marcaba un plieguecito a cada lado de la boca, permitió a Brunetti hacerse una idea de lo que hubiera podido ser aquella mujer, de no haber decidido dedicar sus años de madurez a recuperar sus años de juventud.

—¿Puede decirme alguno?

—Nuestros padres se pelearon siendo jóvenes, hará unos cincuenta años —dijo la mujer, en un tono tan inexpresivo que Brunetti no supo si hablaba en serio o si bromeaba acerca de lo que es la vida en los pueblos pequeños.

—Dudo que eso pudiera afectarles mucho, a usted o a Giulio —dijo Brunetti, y agregó—: Usted ni habría nacido.

Hablaba con la sinceridad pasada de vueltas de la adulación. Esta vez, la sonrisa de la mujer formó las arrugas a pares, pero muy pequeñas. El año anterior, Paola había dado un curso sobre el soneto, y Brunetti recordaba uno en concreto —inglés, seguramente— que hablaba de la negación de la edad, una forma de engaño que a Brunetti siempre le había parecido patética.

—Pero ¿no tenía que tratar al viejo Bottin? —preguntó Brunetti—. Al fin y al cabo, éste es un pueblo pequeño. Aquí la gente debe verse todos los días.

Ella se puso el dorso de la mano en la frente, con ademán de cine mudo, al contestar:

—No me hable, por favor. Sé muy bien lo que es la gente de los pueblos pequeños. A la más mínima, se dedican a inventar cosas sobre unos y otros. —Su estudiada declamación de ese lamento despertó la curiosidad de Brunetti acerca del paradero, o la existencia real, del
signor
Follini. Ella miró fugazmente a Vianello y abrió la boca para proseguir.

—¿Y el
signor
Bottin? —atajó Brunetti—. ¿También sobre él se inventaban mentiras?

Ella no pareció ofenderse por la interrupción.

—Bastaba con la verdad —dijo con aspereza.

—¿La verdad de qué?

Brunetti, que había visto en la cara de la mujer que estaba dispuesta a hablar, detectó en aquel momento el retorno de la discreción que impone la vida en un pueblo pequeño.

—Oh, pues de las cosas de siempre —dijo agitando la mano con desenfado, y Brunetti comprendió que cualquier intento por sacarle algo más sería en vano. No obstante, preguntó:

—¿Qué cosas?

Ella no contestó enseguida. Era evidente que estaba buscando ejemplos lo más inocuos posible.

—Pues que era brusco con su mujer y muy duro con su hijo.

—Me parece que lo mismo podríamos decir de la mayoría de los hombres.

—Seguro que de usted no podría decirse eso, comisario —dijo ella inclinándose sobre el mostrador en actitud sugestiva.

Vianello eligió ese momento para interrumpir.

—Ha dicho el piloto que hay que regresar, señor —dijo suavemente, pero en un tono lo bastante alto como para que ella lo oyera.

—Sí, sargento, desde luego —respondió Brunetti con su voz más oficial. Volviéndose hacia la
signora
Follini con una rápida sonrisa, dijo—: Eso es todo por el momento,
signora.
Si hubiera más preguntas, enviaríamos a alguien.

—¿No vendría usted? —preguntó ella con aparente decepción.

—Quizá. Si fuera necesario.

Brunetti dio las gracias a la mujer por el tiempo que les había dedicado y, precedido por Vianello, salió de la tienda. El sargento giró primero a la izquierda y después a la derecha, familiarizado ya con las cuatro calles que componían el centro de Pellestrina.

—Salvado
in extremis,
sargento —dijo Brunetti riendo.

—Me ha parecido que había que usar la astucia para escapar, comisario.

—¿Y si no hubiera dado resultado?

—Tengo la pistola —dijo Vianello dando una palmada en la funda.

Frente a ellos se alzaba el muro del rompeolas. Impulsivamente, Brunetti cruzó la estrecha carretera que conducía hasta el extremo de la península y empezó a subir la escalera que ascendía por el costado del muro. Al llegar arriba, se hizo a un lado dejando sitio a Vianello en el estrecho pasillo de cemento.

A sus pies se ondulaban ligeramente las aguas del Adriático, salpicadas a media distancia de petroleros y otros barcos de carga. Más allá estaba la herida abierta de la antigua Yugoslavia.

—¿No le parece extraño, comisario, que un
lifting
parezca absurdo en mujeres como ella y no lo parezca en las que son ricas o famosas?

Brunetti pensó en dos amigas de su mujer, que solían hacer esporádicas escapadas a Roma, de donde volvían transformadas. Como eran ricas, el trabajo estaba mejor hecho que el practicado en la cara de la
signora
Follini, la intervención era menos evidente y el resultado, más satisfactorio. Pero, a sus ojos, el afán que las movía era el mismo y no menos patético.

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