Para entonces, más de un centenar de personas se apiñaban en el atracadero y daban voces a los hombres de los barcos que se habían alejado hacia el centro del puerto, a los que habían apagado los incendios o a los que estaban en tierra. De todas las gargantas salían exclamaciones de ansiedad y desconcierto y preguntas de qué habían visto unos y otros y cuál había podido ser la causa del fuego.
Pero la persona que lanzó la pregunta que los hizo enmudecer a todos, con un silencio que fue propagándose como de una herida mal curada se esparce la infección, fue Chiara Petulli, la vecina de Giulio Bottin. Estaba en primera fila de la multitud, a menos de dos metros del amarre metálico del que pendía el cabo ennegrecido que hasta hacía poco había sujetado al
Squallus.
Chiara se volvió hacia la mujer que estaba a su lado, la viuda de un pescador que había muerto en un accidente hacía un año y preguntó:
—¿Dónde está Giulio?
La viuda miró en derredor y repitió la pregunta. Lo mismo hizo la persona que estaba a su lado, y la siguiente. En cuestión de segundos, la pregunta había recorrido toda la multitud, sin hallar respuesta.
—¿Y Marco? —preguntó entonces Chiara Petulli. Esta vez todos oyeron la pregunta. Aunque su barco yacía bajo las aguas someras, de las que sólo asomaban los extremos de unos mástiles chamuscados, Giulio Bottin no estaba en el muelle, y tampoco su hijo Marco, de dieciocho años y ya dueño de una parte del
Squallus,
que descansaba, quemado y muerto, en el fondo del puerto de Pellestrina, esa madrugada de primavera que, de repente, se había puesto más fría.
Entonces empezaron los cuchicheos, al tratar de recordar la gente cuándo habían visto a Giulio y a Marco por última vez. Giulio solía jugar a cartas en el bar después de la cena; ¿alguien lo vio anoche? Marco tenía una novia en San Pietro in Volta, pero allí estaba el hermano de la chica, que decía que ella había ido al cine en el Lido con sus hermanas. Nadie era capaz de imaginar siquiera qué mujer podía estar con Giulio Bottin. A uno se le ocurrió mirar en el patio de los Bottin y vio los dos coches, pero la casa estaba a oscuras.
Una extraña reticencia, un cierto escrúpulo para admitir la eventualidad, impedía a la gente hacer cábalas sobre dónde podían estar. Renzo Marolo, que vivía en la casa de al lado desde hacía más de treinta años, se armó de valor para hacer lo que nadie se atrevía a proponer, y fue a buscar el duplicado de la llave donde todo el pueblo sabía que estaba, debajo del tiesto de geranios rosa de la ventana de la derecha. Renzo abrió la puerta y entró en la casa dando voces. Encendió la luz de la pequeña sala de estar y, al no ver a nadie, fue a la cocina, aunque no hubiera podido explicar por qué, ya que allí tampoco había luz y él no se molestó en encenderla. Luego, sin dejar de repetir los nombres de los dos hombres en una especie de monólogo, subió al piso y recorrió el pasillo hasta el mayor de los dos dormitorios.
—Giulio, soy yo, Renzo —gritó, esperó, entró en la habitación y encendió la luz. La cama estaba sin deshacer. Desconcertado, el hombre cruzó el pasillo y encendió la luz del cuarto de Marco. Tampoco allí vio a nadie, aunque había un pantalón vaquero y un jersey delgado doblados en una silla.
Marolo bajó la escalera, salió, cerró la puerta con suavidad y volvió a dejar la llave en su sitio. Luego dijo a los que aguardaban fuera:
—Aquí no están.
Tratando de tranquilizarse con la mutua compañía, el grupo volvió al muelle, donde seguían la mayoría de los vecinos de Pellestrina. Algunos de los barcos que se habían puesto a salvo en aguas más profundas, regresaban lentamente a sus amarres. Cuando volvieron todos, el único hueco que quedaba, el que había dejado el
Squallus,
parecía ahora mayor que cuando sólo estaba flanqueado por los dos barcos dañados. Únicamente los mástiles asomaban del agua, en un ángulo extraño.
El hijo de Marolo, Luciano, de dieciséis años, se acercó a su padre. Un ave acuática chilló a lo lejos.
—¿Voy, papá? —preguntó el chico.
Renzo había visto crecer a su hijo a la sombra o, para utilizar una metáfora más marinera, en la estela de Marco Bottin, que iba dos clases por delante en la escuela y siempre había sido el modelo que admirar y emular.
Luciano sólo llevaba un pantalón vaquero con las perneras recortadas. No se entretuvo en ponerse una camisa cuando lo despertaron los gritos de su padre. Ahora se acercó a la orilla, se volvió e hizo una seña a su primo Franco, que estaba en primera fila de la multitud, con una gran linterna en la mano izquierda. Franco avanzó despacio, con timidez, reacio a atraer la atención de los
pellestrinotti
congregados.
Luciano se quitó las sandalias y se zambulló hacia la izquierda de la proa del
Squallus.
Franco, con el brazo extendido, iluminaba el agua en la que el cuerpo de su primo se movía con la soltura de un pez. Una mujer se adelantó, luego otra y al poco toda la primera fila estaba asomada al borde del muelle. Dos hombres con linternas se abrieron paso para ayudar a Franco a iluminar el agua.
Después de poco más de un minuto que se hizo eterno, apareció la cabeza de Luciano que se agitó hacia un lado para apartar el pelo de los ojos.
—Alumbra la cabina —gritó a su primo y se sumergió con la agilidad de una foca.
Los tres haces luminosos recorrían el casco del
Squallus.
De vez en cuando, captaban la mancha blanca de la planta del pie de Luciano, la única parte de su cuerpo que no estaba tostada por el sol. Lo perdieron de vista un momento, pero al poco cabeza y hombros rompían el agua. Volvió a desaparecer. Otras dos veces emergió, se llenó de aire los pulmones y bajó de nuevo a la barca hundida. Al fin salió a la superficie y se quedó flotando boca arriba aspirando el aire ansiosamente, con un jadeo ronco. Al verlo así, los que sostenían las linternas apartaron de él los haces de luz, para dejar que se recuperara, iluminado sólo por la claridad que empezaba a llegar del cielo y seguido por la curiosidad de la gente.
De pronto, Luciano dio media vuelta y empezó a bracear torpemente, como nadan los perros, con un movimiento insólito en un nadador tan vigoroso, hacia la escala clavada a las tablas del embarcadero.
Cuando Luciano subía, la multitud se abrió delante de la escala y, en aquel instante, de las aguas del Adriático emergió el sol. Sus primeros rayos atravesaron la estrecha península por encima del muro del rompeolas e iluminaron a Luciano en lo alto de la escala, transformando a ese hijo de pescador en un rutilante dios pagano surgido de las aguas. Hubo una exclamación contenida, como ante una aparición.
Luciano agitó la cabeza y las gotas de agua volaron hacia uno y otro lado. Después miró a su padre y dijo:
—Los dos están en la cabina.
Las palabras del muchacho no sorprendieron a los que estaban en el muelle. Un forastero hubiera podido reaccionar de forma diferente a la revelación de que había dos hombres muertos bajo las aguas que tenían a sus pies, pero la gente de Pellestrina conocía a Giulio Bottin desde hacía cincuenta y tres años; muchos habían conocido a su padre y alguno, hasta a su abuelo. Todos los hombres de la familia Bottin tenían el genio bronco, forjado o, por lo menos, endurecido, por la fiereza del mar. A nadie había de sorprender que Giulio fuera objeto de un acto violento.
Algunos habían observado que Marco era diferente, quizá porque él era el primer Bottin que había ido a la escuela varios años seguidos y había aprendido de los libros algo más que a deletrear unas palabras y garabatear una firma. Quizá, también, por la influencia de su madre, una mujer discreta y afable, muerta hacía ahora cinco años. Ella era de Murano y se había casado con Giulio hacía veinte años, decían unos, porque había tenido relaciones con su primo Maurizio y él la había dejado para marcharse a Argentina, y según otros, porque su padre, que era jugador, debía mucho dinero a Giulio y le había dado a su hija en matrimonio para saldar la deuda. Las razones de la boda nunca llegaron a saberse, o quizá no había nada que saber. Pero para todos los habitantes del pueblo era evidente la falta de amor y hasta de tolerancia entre marido y mujer, por lo que quizá las habladurías no fueran sino fruto del afán por hallar una explicación para aquella frialdad.
Bianca podía no querer a su marido pero adoraba a su hijo, y la gente, siempre dispuesta a hablar, decía que ésta era la razón de la actitud de Giulio hacia su hijo: dura, severa y rígida, aunque también acorde con la tradición de los Bottin. Al llegar a este punto, la gente solía alzar las manos y decir que aquellos dos nunca debieron casarse, y entonces no faltaba quien dijera que, en tal caso, Marco no hubiera nacido y había que ver lo feliz que había hecho a Bianca, y que no tenías más que mirar al chico a la cara para darte cuenta de lo bueno que era.
Ya nadie podría decir eso de él hablando en presente, porque Marco estaba muerto en el fondo del puerto, entre los restos carbonizados de la barca de su padre.
Poco a poco, crecía la luz y menguaba la multitud, a medida que la gente volvía a casa. Muy pronto, la mayoría había desaparecido, pero al poco los hombres volvieron a salir y cruzaron la plaza en dirección a sus barcos. Bottin y su hijo habían muerto, pero eso no era razón para perder un día de pesca. Por si no era ya bastante corta la temporada, con todas aquellas disposiciones que controlaban lo que podías hacer, y dónde, y cuándo.
Al cabo de media hora, el único barco que quedaba en el muelle era el que estaba a la izquierda del hundido
Squallus:
había sido tal la fuerza de la explosión que había arrancado un amarre de metal proyectándolo hacia el costado del
Anna Maria
y perforándolo a un metro por encima de la línea de flotación. El patrón, Ottavio Rusponi, que al principio pensó en arriesgarse a seguir a los otros barcos a los viveros de almejas, desistió, tras mirar las nubes y comprobar la dirección del viento alzando la mano izquierda: con aquel levante, sería peligroso aventurarse.
No fue sino a eso de las ocho de la mañana, al llamar Rusponi a su agente de seguros para dar el parte de los daños que había sufrido su barco, cuando se empezó a hablar de avisar a la policía, y fue el agente, no Rusponi, el que hizo la llamada. Después, las personas a las que se pidió cuentas por esa omisión, dirían que pensaron que ya habría llamado otro. Muchos verían en esa desidia la prueba de la poca estima en que el resto de los vecinos de Pellestrina tenían a la familia Bottin.
Los
carabinieri,
que vinieron en lancha desde el puesto del Lido, tardaron en llegar. Evidentemente, no se les habían dado detalles del caso, ni explicado dónde estaban los cadáveres, porque venían de uniforme y no traían equipo para bajar a los restos del barco. Se planteó entonces un debate jurídico además de jurisdiccional, ya que nadie estaba seguro de cuál era el brazo de la ley que debía actuar en un caso de muerte en circunstancias sospechosas, que había tenido lugar en el agua. Finalmente, se decidió avisar a la policía de la ciudad para que se hiciera cargo de la investigación, asistida por submarinistas del cuerpo de Vigili del Fuoco. Contribuyó a esa decisión, en buena medida, la circunstancia de que aquel día los dos
carabinieri
que hacían tareas de buceo estaban ocupados en la ilegal recogida submarina de fragmentos de cerámicas, en un vertedero recién descubierto detrás de Murano, al que durante el siglo XVI se arrojaban las piezas defectuosas o mal cocidas. El paso de los siglos había convertido los desechos en reliquias, mediante un proceso alquímico que convertía lo rechazable en valioso. El yacimiento había sido descubierto hacía dos meses y se había dado parte al Sovrintendente ai I Beni Culturali, que lo había agregado a la lista de lugares de valor arqueológico en los que estaba prohibido hacer inmersión. Por la noche, el lugar tenía vigilancia, al igual que otras zonas de la laguna en las que las aguas cubrían preciados vestigios del pasado. Pero a veces también durante el día se veía anclada en la zona alguna embarcación con el distintivo de un organismo oficial. ¿Y a quién podía sorprender la presencia de laboriosos buzos que, según todos los indicios, estaban allí en el cumplimiento de su deber?
Los
carabinieri
regresaron al Lido en su embarcación y, al cabo de más de una hora, una lancha de la policía se aproximaba a la flota pesquera de Pellestrina, ya en el puerto, con todos sus patrones en casa.
El piloto de la lancha aminoró la marcha al acercarse a un barco del Departamento de Bomberos que cabeceaba fondeado frente al único espacio libre del muelle. El piloto dio marcha atrás un momento para detener la lancha. El sargento Lorenzo Vianello se acercó al costado de la embarcación a mirar el agua que había en el hueco del muelle, pero el reverbero del sol le impidió ver algo más que los mástiles que asomaban.
—¿Es ése? —gritó a los dos submarinistas que estaban en la embarcación del Departamento de Bomberos, enfundados en sus trajes negros.
Uno de los buzos gritó algo que Vianello no consiguió entender, y reanudó la operación de calzarse la aleta del pie izquierdo.
Danilo Bonsuan, el piloto de la policía, salió de la pequeña cabina de mando situada en la parte delantera de la lancha y lanzó una mirada a la barca hundida. Haciendo pantalla con la mano para protegerse los ojos del reflejo del sol en el agua, miró hacia el lugar que señalaba Vianello.
—Eso debe de ser —dijo—. El que nos llamó dijo que se incendió y se hundió. —Miró las embarcaciones que estaban a uno y otro lado del espacio vacío y vio los desperfectos y el tizne que las llamas habían dejado en sus costados y cubiertas.
Los dos buzos se ajustaron las gafas y tensaron los arneses que les sujetaban las botellas de oxígeno a la espalda. Mordieron las boquillas, hicieron varias inspiraciones de prueba y se acercaron al costado del barco. El sargento Vianello y su compañero, menos corpulento que él, seguían escudriñando el fondo.
Señalando a los buzos, Vianello preguntó a Bonsuan:
—¿Tú te meterías en esa agua?
El piloto se encogió de hombros.
—No creas que está tan mal. Además, van bien protegidos —dijo señalando a los buzos del traje negro con la barbilla.
El primer buzo pasó los pies por encima del costado del barco, y de cara afuera, bajó al agua, asentando cuidadosamente los talones en cada barrote de la escalerilla. Su compañero lo siguió inmediatamente.