Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
—Paz, por favor, no te pongas así... No va a acabar la abogada más deprimida que la cliente.
—No es por ti, es que estoy harta de ver este tipo de cosas. Hace poco tuvimos un caso de un chico que se había matado en una obra. Ni llevaba casco, ni el arnés reglamentario ni nada... La obra incumplía las más elementales normas de seguridad. Pues al final el juez concluyó que el chico se había matado por su culpa, porque él no se quiso poner el casco. Increíble. Pero claro, la empresa constructora tenía un capital social de miles de millones y ahí estaban untados todos. Estoy harta de ver casos de este tipo...
—Pero aquí no se ha muerto nadie, Paz... No es lo mismo.
—¿Tú te fijaste en el alegato del fiscal?
—Pues claro. ¡Si casi me pongo a llorar allí mismo!
—Ya, pero tú no caíste en la cuenta de dos cosas. Primero, se supone que durante la vista el Ministerio Fiscal debe tomar notas, y él no tomó ninguna. Y segundo, cuando leyó sus conclusiones estaba repitiendo, punto por punto, la contestación que
Cita
presentó a nuestra demanda.
—¿Y...?
—Que él no la podía haber leído. Que se supone que la Fiscalía debe hablar sólo desde lo que ha visto, sin información previa. Que no podía haber leído ni el texto de nuestra demanda ni el de la contestación de esos hijos de... —A punto de perder los papeles Paz, que jamás dice tacos, respiró hondo y recuperó la compostura—. Es decir, que el fiscal nos estaba enviando un doble mensaje.
—¿Qué quieres decir?
—En primer lugar, nos dejaba claro que ya había tenido contactos con
Cita
y, además, que no le importaba que lo supiéramos. Al repetir casi punto por punto los argumentos de la revista nos estaba amenazando, avisándonos de que la publicación no se anda con chiquitas, por si estábamos pensando en apelar.
—¿Y vamos a apelar?
—¿Tú qué crees?
—Que no.
Y no, no apelé. Así que las vecinas de mi madre seguirían creyendo para los restos en la leyenda de Eva Agulló, cocainómana y robamaridos. Y así estaban las cosas: sola, sin trabajo o con poco, acosada por los medios y por los acreedores y para colmo con la reputación por los suelos y la autoestima por el subsuelo. Pero todo, ya se sabe, es según el color del cristal con que se mira.
Analicemos mi situación: había sido infeliz en mi relación durante muchísimo tiempo y no hacía más que fantasear con el día en que por fin aquella tortura se acabara, pero cuando mi torturador desapareció me olvidé de lo desgraciada que me había sentido a su lado, concentrada exclusivamente en lo sola que de pronto me encontraba y envenenada por el vano y grato residuo de las horas felices que pasé en su compañía, que también las hubo, pues de no haberlas habido nunca hubiera podido aguantar las malas. Por primera vez en mi vida había publicado un libro, pero un libro que no sentía como mío y del que íntimamente casi me avergonzaba. Y para colmo aquella obra me había hecho famosa, pero famosa en el peor sentido de la palabra, en su sentido original, pues la palabra
famosa
deriva del original latino
fama:
cotilleo y mala reputación. Me sentía impotente e indefensa, a merced de los golpes de cualquier desconocido, y me enredaba en constantes espirales de autocompasión creyendo que mi vida era un fracaso, que yo misma era un fracaso. Pero en algún momento pensé que no podía quedarme todo el día en casa sintiendo pena por la pobrecita Eva, que yo era humana y que, como humana, estaba condenada a equivocarme, pero que, como humana, si quería crecer, tendría que aprender a lidiar con lo inesperado. Existían infinidad de factores en mi vida sobre los cuales no tenía control. No podía controlar, por ejemplo, a una periodista sin escrúpulos que quería medrar en su revista de tercera sin que le importase hundirle la reputación a quien se interpusiese en su camino, pero sí podía controlar la forma en que yo misma respondiera a las circunstancias, sí podía controlar hasta qué punto me importaran o me dejaran de importar la periodista o el fiscal. Al fin y al cabo no me estaba muriendo de hambre, no había nacido en Tailandia, donde mi padre me habría vendido a un burdel de Bangkok por menos de quinientos dólares; ni en Nigeria, donde podrían haberme lapidado por adúltera; ni en Somalia, donde me habrían extirpado el clítoris a los once años; ni en Afganistán, donde no me habrían dejado enseñar ni mi rostro por el implacable burka, así que mis penas resultaban manejables, y podía aprender a responsabilizarme de ellas y plantearme creativamente la manera de sobrellevarlas en el futuro. Si persistía en la estúpida idea de que los demás debían cambiar para que yo fuera feliz, resultaba evidente que nunca lo sería. Porque mi ex novio no iba a cambiar, ni David Muñoz iba a cambiar, ni la periodista de
Cita
ni el fiscal corrupto tampoco iban a cambiar. Pero yo sí podía cambiar, podía elegir tomarme las cosas de una manera distinta. Porque sólo no anhelando lo imposible sería feliz, porque sólo quien no busca finalmente encuentra, sólo quien no busca ya tiene.
Comprendía, como en una iluminación, que la mejor manera de apurar aquel trago de angustia consistía en centrarme en ideas positivas sobre el futuro que me conducirían, como un puente, al otro lado del abismo próximo que me espantaba, el de mi propia e inmediata soledad. Y entonces se me vino a la cabeza una estupidez que leí en un libro de autoayuda: que el carácter de caligrafía chino para la palabra
crisis
resulta de una combinación de los caracteres «peligro» y «oportunidad». Una estupidez, porque cuando se lo comenté a Susana, la hija de la dueña del chino todo a cien de la esquina (Susana es el nombre español, el chino no lo sé transcribir, es algo así como Chun suán), que habla y escribe español y cantones perfectamente, me dijo que era la primera vez que oía algo así, pero que de todas formas en la escritura china hay casi cincuenta mil signos caligráficos y, probablemente, muchas formas de escribir crisis. En cualquier caso, la idea se me quedó, y para traducirla a mi idioma, que se escribe con un alfabeto y no con signos conceptuales, pensé en aplicar una máxima que solía repetir mi madre cuando hablaba de los tiempos de posguerra: lo que no te mata, te hace más fuerte.
Menuda invención son las madres. Espantapájaros, muñecos de cera para que les clavemos agujas, simples gráficos. Les negamos una existencia propia, las adaptamos a nuestros antojos: a nuestra propia hambre, a nuestros propios deseos, a nuestras propias deficiencias. Como he sido madre, lo sé.
Margaret Atwood,
El asesino ciego
Pancreatitis:
La pancreatitis aguda es una inflamación brusca, causada por el daño que se produce en el propio páncreas por la activación prematura de las sustancias que éste produce para la digestión. La pancreatitis aguda se manifiesta con la aparición de un fuerte dolor de vientre. Además del dolor, el enfermo suele encontrarse muy afectado en su estado general y puede tener náuseas y vómitos.
Las dos causas más frecuentes de la pancreatitis aguda son las piedras en la vesícula de la bilis y el alcoholismo. Se cree que cuando la causa son los cálculos, la inflamación se produce si alguno de éstos se escapa de la vesícula y viaja por un conducto denominado colédoco hasta atascarse en la desembocadura del intestino. Como muchas veces el conducto principal del páncreas desemboca en el mismo sitio que el colédoco, la piedra es capaz de iniciar la inflamación del páncreas.
Otras causas más raras de pancreatitis aguda pueden ser, entre otros motivos: virus, medicamentos, alteraciones congénitas de los conductos del páncreas, obstrucciones de la desembocadura del conducto de Virsung por motivo distinto que un cálculo, aumento mantenido de calcio en sangre (hipercalcemia), falta de riego en el páncreas, golpes en el abdomen por accidentes y algunas intervenciones quirúrgicas... Entre un diez por ciento y un veinticinco por ciento de las pancreatitis agudas pueden ser de origen no conocido (pancreatitis aguda idiopática).
En el veinte por ciento de los casos las pancreatitis agudas son graves. Esto se debe a que el páncreas se destruye en un proceso que se llama necrosis. La necrosis facilita que el organismo tenga una fuerte reacción generalizada que puede provocar el fallo de sus órganos y funciones más vitales (riñón, pulmón, corazón...). Si además se infecta la necrosis, el proceso se agrava todavía más.
Fallecen entre el dos y el cinco por ciento de todos los pacientes con pancreatitis. Los casos de muerte se dan en los supuestos más graves, que son aquellos afectados altamente por la necrosis, sobre todo si se acompaña de infección de la misma. La causa de muerte suele deberse, como ya se ha dicho, al fallo de funciones y órganos vitales o fallo multiorgánico.
Enciclopedia Médica y Psicológica de la Familia
Mi madre, tu abuela, ingresó en urgencias con una crisis de vómitos y quejándose de un dolor abdominal agudo. Lo que en principio se tomó por simple gastroenteritis acabó resultando ser una pancreatitis aguda recidiva. Lo de recidiva significa, me acabo de enterar, que no es la primera. Al parecer, mi madre ya había tenido varios episodios de pancreatitis previos, pero yo no tenía ni idea.
Los médicos nos explicaron que es muy posible que no se hubiera podido diagnosticar entonces la existencia de pequeños cálculos de la vesícula no visibles en la ecografía, y nos hablaron de que había surgido un montón de complicaciones colaterales a la pancreatitis: derrame pericárdico, absceso mediastínico, disminución de los campos pulmonares, oliguria prerrenal, hemorragia digestiva... términos que nos sonaban a chino y a los médicos a noventa por ciento de riesgo de mortalidad.
La trasladaron a la UVI el domingo por la mañana después de una intervención de emergencia para eliminar un cálculo atascado e intentar limpiar lo más posible la zona del páncreas, que se había necrosado, y sus inmediaciones.
Dicen que es un milagro que haya sobrevivido a la operación teniendo en cuenta su edad y patología, y que ahora el peligro más grave lo supone la infección mediastínica que ha sobrevenido. Más o menos en cinco días debería saberse si la batalla la gana la infección o su sistema inmuno-defensivo, aunque esta estimación es siempre aproximada. La salud de tu abuela lleva años siendo mala así que, en cierto modo, estábamos preparados a pesar de que nadie está preparado nunca para algo como esto.
Sólo nos dejan verla media hora al día. Eso sí, nos hacen esperar una hora o más en la sala de espera de la UVI antes de que lleguen los muy postergados treinta minutos de visita. Está entubada e inconsciente, así que nuestra presencia es más simbólica que otra cosa. Mi padre está convencido de que puede oírnos, por eso le hablamos todo el rato. Yo no sé si semejante convicción responde más al deseo de mi padre que a la realidad, aunque por si acaso procuro hablarle en el tono más animado posible, teniendo en cuenta lo difícil que resulta hablar en tales circunstancias y que nunca sé qué contarle, puesto que durante años nuestra comunicación ha sido de lo más superficial. Por eso sólo le hablo de ti.
Te copio un
e-mail
que he recibido de Alicante:
«Sé por experiencia personal (me tiré mucho, muchísimo tiempo en una UVI) que cuando los demás creen que estás dormido y sin sentido tú sientes algo. Yo sentía cómo la gente entraba y salía, y aunque de una forma difícil de definir, podía escuchar a los que hablaban. De hecho, aunque durante mucho tiempo no pude reconocer a nadie, yo supe siempre que estaban allí, así que haz caso a tu padre y háblate, no muestres pena e intenta que no se sienta como si fuese algo terrible. Te lo repito, mi experiencia avala lo que digo.
»Besos,
Jaume»
La han cambiado de planta. Ayer por la tarde un médico muy amable se sentó con nosotros y nos dijo, textualmente, que se trataba de una «situación dramática». Creo que fue la primera vez que me di cuenta de la gravedad del asunto, pues hasta aquel momento mantenía intacta mi fe en que las cosas se arreglarían.
Virginia Woolf, que no podía o no quería aceptar que el tifus le había arrebatado a su hermano, ideó una extraña estratagema para negarse la brutal realidad. En sus cartas a su amiga y antigua mentora Violet, que también se encontraba enferma, urdió una fantasía según la cual Thoby continuaba recuperándose y su salud se restablecía. Durante un mes envió cartas aderezadas con informes médicos y detalles esperanzadores, y sólo puso fin a aquellas imaginativas notas cuando Violet descubrió por fin la verdad en una nota del periódico. Finalmente ingresaron a la joven Virginia en una casa de reposo víctima de una crisis nerviosa, la primera de la larga serie que padeció a lo largo de su vida. Entiendo perfectamente su reacción, porque durante un tiempo estuve obsesionada con Virginia y leí primero todas sus novelas y después amplié otras obras hasta devorar todo lo que se había escrito sobre ella (o al menos todo lo que yo pude encontrar), desde biografías a estudios críticos. Además, yo también siento ahora la tentación de desviarme de este diario y escribirte una carta distinta, una carta redactada desde un universo paralelo en el que tu abuela esté en su casa, en su sillón, hojeando una revista y refunfuñando como de costumbre. Me siento incapaz de decir nada sobre su enfermedad aquí. Ése siempre ha sido uno de mis principales recursos de defensa: si algo me duele mucho, no hablo sobre ello. No soy de las que llama a los amigos buscando consuelo. Muy al contrario, si me encuentro mal prefiero que los demás me hablen de sus cosas. Por otra parte, ¿qué hace un escritor más que construirse una realidad alternativa para huir de la presente? (Y en la categoría de «escritor» incluyo también a las novelistas inéditas y a las periodistas con ínfulas.)
Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo con mis hermanas y mi hermano, tus tíos, con los que tuve que compartir la larga noche del sábado en la sala de espera. Ninguno acaba de entender por qué te llamé Amanda. Demasiado «antiguo» según Laureta; o «pretencioso» según Vicente, o «raro» según Asun. Asun habría querido un nombre más normal, de los de toda la vida, tipo Cristina o Elena o María; Laureta uno de los que salen en las revistas, Alba, Cayetana, Inés o Alejandra; y Vicente... Vicente no habría pensado en ello siquiera, pero ahora que ya tienes uno se apresura a dejar claro que ése no le gusta. Desde el embarazo estuvieron intentando convencerme de que renunciara a la idea de llamarte así. El caso es que, desde que yo recuerdo, mis hermanos nunca han aprobado nada que yo haga, así que tampoco resultaba muy sorprendente que no les gustara tu nombre. Podría haber elegido cualquier otro y lo más probable es que también le hubiesen puesto pegas. Pero sus críticas me afectaron y, a mi pesar, empecé a pensar en cambiarte el nombre que era tuyo por derecho, porque ya lo llevabas antes de nacer, antes incluso de ser concebida, en cualquier sentido, cuando no eras ni embrión y ni siquiera concepto, apenas una posible bendición futura imaginada en la cabeza de tu madre, que cuando todavía escuchaba a The Cure y a Bauhaus solía tararear, para pasmo de Tania y escándalo de Sonia, una canción de Víctor Jara que le encantaba y que decía: «
Te recuerdo Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel, Manuel, Manuel, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo, no importaba nada, ibas a encontrarte con él, con él, con él, son cinco minutos, la vida es eterna, en cinco minutos suena la sirena de vuelta al trabajo y tú caminando lo iluminas todo, los cinco minutos te hacen florecer.»