Un milagro en equilibrio (27 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

BOOK: Un milagro en equilibrio
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No es que mi padre no supiera vivir sin mi madre, es que no sabe vivir solo.

9 de noviembre.

Los tubos a los que tu abuela estaba conectada le suministraban, entre otras cosas, cloruro mórfico. Morfina pura y dura para que no sintiera el dolor: no lo habría soportado. Pero, como sucede a veces, puede ser peor el remedio que la enfermedad, porque la morfina es altamente adictiva, de forma que los médicos decidieron, hace dos días, quitarle la sedación. Tu abuela debería haber vuelto en sí, pero no lo ha hecho. Sigue tan inconsciente como antes.

A la vuelta del hospital me he encontrado a Tibi —al que hacía días que no veía, porque normalmente entra a trabajar a las diez, un poco más tarde de que yo llegue a casa—, hecho un brazo de mar, vestido de traje y corbata color café, elegantísimo.

—Buenas noches, Tibi, qué elegante estás.

—Ya ves, hay que darle clase al local.

—Sí, falta le hacía.

10 de noviembre.

No me ha quedado otro remedio que llevarte de nuevo al hospital, esta vez en la mochila, porque Gabi y tu padre se iban al Rastro a buscar una estantería para tu cuarto y ya bastante difícil iba a resultar cargar con el mueble como para llevarte a ti de paso. Creía que todo iba a ser más fácil, pero he vuelto con un dolor de espalda tan intenso que hacía que se me saltaran las lágrimas. Quién tuviera morfina.

Récord de permanencia en coma en esta UVI: veintitrés días. El anterior, veintidós días, lo ostentaba una chica joven que se llamaba Nuria —según nos ha explicado Caridad—, cuyo coche fue embestido en un cruce por otro, conducido por un irresponsable que iba beodo a más no poder. Cuando llegó a la UVI nadie daba un duro por que sobreviviera. Pero sobrevivió, a los veintidós días bajó a planta y a los treinta salió del hospital.

Tu abuela sigue inconsciente, ni siquiera parpadea. Esto empieza a parecer la agonía de Franco.

Julián —el marido de Asun—, que sigue en sus trece y se niega a entrar en la UVI, nos ha contado que en los hospitales de Andalucía, cuando un señorito tardaba demasiado en morirse, la familia recurría a un truco. Me explico: imagina a un señorito andaluz poseedor de una enoooorme extensión de tierras y cortijos. Se pone enfermo y va al hospital, y allí se tira, como el barquito de la canción, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas y aquel señorito sigue sin despertar. Pero es que encima no ha designado representante que pueda manejar su dinero en su ausencia, y la familia está a verlas venir porque no pueden tocar sus cuentas. Así que recurren a un muerto de hambre que entra con ellos al hospital, de visita, y pisa el tubo del respirador. Así de fácil. Parece ser que hace veinte años no había forenses que se pusieran a buscar responsabilidades. Llegó a ser tan normal el recurso que en el argot andaluz ya se ha incorporado la palabra: «pisatubos». Julián lo sabe porque tiene familia en Sevilla, aunque él sea ilicitano de toda la vida.

En tiempos modernos se abandonaron los «pisatubos» y se recurrió a lo que se llama «no asistencia». Esto me lo ha explicado Caridad. Es decir, que si está claro que un enfermo terminal ya no tiene posibilidades de sobrevivir y que se enfrenta a una agonía larga y dolorosa, los familiares pueden pedir que no se asista al paciente. O sea: adiós goteros y adiós respirador. Pero ya casi no se recurre a esta medida, ningún profesional se atreve a no prestar asistencia, porque se teme la reacción posterior de la familia.

—Yo nunca he vivido una situación así —me dijo Caridad—, pero me han contado muchas historias. Hijos o hermanos que rogaban, que suplicaban incluso, que se desconectaran los aparatos y que después, cuando el paciente fallecía, demandaban al hospital por negligencia.

—Pues hay que ser cabrón —dije yo.

—No, no es eso. —Caridad, tan buena persona como siempre—. A veces es el dolor, o el complejo de culpa, vete tú a saber... Cuando ven que su madre o su padre ha muerto, la pena les remuerde tanto por dentro que se olvidan de lo que dijeron. O a veces podría parecer que toda la familia estaba de acuerdo, pero había uno que no quería y ése es el que demanda.

—¿La no asistencia es lo que se llama eutanasia? —pregunté yo.

—No... Bueno, no sé. La eutanasia es el suicidio asistido, otra cosa distinta. La verdad es que los conceptos legales no los tengo muy claros. Yo soy enfermera, no abogada.

No he hablado, por cierto, de tu tía Asun, la mayor de la familia, esa mujer callada y sonriente que siempre viste en tonos claros. Ella es, básicamente, una mujer sensata, equilibrada como buena Libra. Agradable, sociable, de buen gusto y muy delicada, con una manera cálida de expresarse, un poco infantil, que le permite relacionarse con facilidad aunque manteniendo sus reservas: siempre parece que esté dando más de lo que recibe. Asun es complaciente, amable y diplomática, trata de no herir los sentimientos ajenos y por ello evita los enfrentamientos directos y cuida sus expresiones al máximo, dejando de lado a veces su verdadera opinión. Se nota que se esfuerza por adaptarse y agradar a los demás. Incluso su manera tan característica y expresiva de andar con el cuerpo hacia adelante indica gentileza y ganas de complacer. Su deseo de ambientes y relaciones armónicas es tan fuerte que evita confrontaciones personales o cualquier expresión de emociones intensas y desagradables. A Asun le gustaría pintar el mundo en colores pastel, como su propia casa, para vivir en paz y armonía con los demás todo el tiempo. En realidad, tan grande es su deseo de llevarse bien que uno no sabe nunca a ciencia cierta lo que está pensando, porque se cuida mucho de expresar opiniones propias si sospecha que pueden entrar en conflicto con las ajenas. De hecho, uno de sus problemas más comunes es la indecisión que le aturde a la hora de tomar decisiones importantes, ya sea comprar un traje nuevo, escoger el colegio de los niños o cambiar la decoración del piso, porque mi hermana cae con facilidad en la inercia de la duda y la mayoría de las veces necesita apoyarse en la opinión de otro para tomar la suya propia, así que es incapaz de ir de compras sola o de elaborar el menú para una cena sin haber llamado previamente a mi madre unas quinientas veces. Internamente, casi siempre la divide la incertidumbre, y sospecho que tiene muchos más problemas consigo misma de lo que adivinarían otros a partir de una disposición tan aparentemente equilibrada y tranquila. En el fondo, todo se reduce a una grave inseguridad que se trasluce en su afán de complacer, siempre desmesurado, sobre todo cuando se compara con el alcance más bien mediano de sus obligaciones. La pobre Asun vive inmersa en una atmósfera de esfuerzo mal disimulado bajo su sempiterna sonrisa amable. Es como si desde pequeña se hubiera propuesto alcanzar la armonía suprema incluso dudando de que semejante anhelo fuese factible. Es por eso por lo que sólo se siente a gusto en los lugares sin ruido, bien decorados y armoniosos, y detesta las malas maneras, las groserías y la rudeza (se pone verdaderamente enferma si sus hijos sueltan algún taco, por ejemplo). No bebe y, por supuesto, no se droga. Y nunca o casi nunca sale por la noche porque no le gusta ir de bares, pues detesta de corazón los ambientes estruendosos y el olor a humo. Es, o al menos lo parece, una excelente madre, una muy cariñosa compañera de sus hijos y una ama de casa competente e incluso creativa, siempre anticipándose a las necesidades y hasta los caprichos de su marido y sus vástagos.

Asun se casó más o menos a la misma edad que Laureta con un señor que venía a ser como su marido pero en versión ibérica, es decir, que no lo conoció en Ibiza sino en Elche, que no era rentista sino mayorista de zapatos, y que ni de lejos era tan guapo como Serge, ni tenía tanto
glamour,
sino que era más bien un tipo del montón —chaparrito y colorado— y sin mucha cultura —o lo que es lo mismo, poca, por no decir ninguna—, pero con mucha labia y don de gentes, cualidades que le ayudaron a hacer bastante dinero en cuanto consiguió la representación de las mejores fábricas de Elche (Paredes, Panamá Jack, Pikolinos, Sendra, Mustang...) y se vino a trabajar a la capital, con coche de empresa y un sueldo de varios ceros. Pero en el fondo mis dos cuñados no eran tan distintos como parecían a primera vista y acabaron comportándose igual: mucho dinero para la legítima y todas las comodidades que ella quisiera, pero muy poco tiempo y casi ninguna atención. Y demasiada, en cambio, para con la cuñadita; aunque hay que reconocer, en honor a Julián, que cuando empezó a ponerme ojitos y a pegarme pataditas por debajo de la mesa en las cenas familiares yo ya había cumplido los veintiún años. Sin embargo, Asun, a diferencia de Laureta, nunca se quejó ni buscó una salida romántica a la jaula. Muy al contrario, se diría que adora a su marido y cuando habla de él cualquiera pensaría que, comparado con lo que siente, lo de Julieta por Romeo era casi antipatía, porque para ella es un dechado de virtudes sin falla ninguna, y es que su Julián es el más listo y el más gracioso y el mejor padre (la siempre comedida Asun no llega a decir el más guapo porque eso sería pasarse demasiado, porque el tipo ha engordado mucho desde que se casó y nadie vería un adonis en un señor bajito que ronda los cien kilos), y si casi nunca está en casa es porque se desvive por su mujer y sus hijos, que él no tiene la culpa de tener que trabajar y viajar tanto, de Madrid a Elche y de Elche a Madrid, ni de tener que salir hasta las tantas con sus clientes cuando vienen a la capital. Con la venda de su amor por bandera, mi hermana finge ignorar, con una terquedad casi conmovedora, lo que todo Elche sabe: que cuando los dueños de las fábricas vienen a la Feria de Calzado de Madrid aprovechan para ir a darse la gran comilona a Toledo y en la sobremesa correrse la gran farra en todos los bares de putas de carretera, y que lo mismo o parecido pasa en las ferias de Dusseldorf y Milán a las que mi cuñado va cada año, motivo por el cual las esposas de los dueños de las fábricas se niegan a que éstas contraten a modelistas mujeres, porque los diseñadores de calzado también van a las ferias, y una cosa es que los cuernos los tengan asumidos y otra muy distinta que los tolerasen con conocidas, hasta ahí iban a llegar.

Lo de mis hermanas es bastante evidente. Cada una es el reverso de la otra pero a la vez son idénticas. Me explico: ya he dicho que tengo un padre guapo, y simpático, y encantador, y fascinante, y es sabido que todas las hijas se enamoran de sus padres, así que lo lógico es que mis hermanas se enamoraran también del suyo. Pero el mío era de esos padres ciclotímicos que un día era encantador y nos llevaba a todos al parque y a comprar helados y los siguientes cinco se los pasaba encerrado en su despacho sin querer ni vernos porque decía que le molestábamos. Imposible entonces llamar su atención extrañamente ausente, esfuerzo inútil, pues de improviso no sólo dejaba de comportarse como un padre sino que casi parecía sentirse orgulloso de la falta de interés hacia su prole, como si el hecho de engendrarla hubiera sido un accidente o un acto de magnificencia para con su esposa, al cual, por pura modestia, no quisiera volver a aludir. Y, para colmo, mi madre siempre fue de esas que tendían a criticar los defectos de un niño ensalzando las virtudes de otro («¿Es que no vas a dejar de moverte nunca, Laureta, que no ves lo calladita que está Asun?» o «Por supuesto que vas a ponerte el traje rosa para ir a misa, Asun, faltaba más, y no me digas que te da vergüenza, mira cómo a Laureta no se la da»), así que mis dos hermanas se vieron condenadas desde pequeñas a competir por el afecto, y la única manera de hacerlo fue diferenciándose todo lo posible la una de la otra. Laureta, ya lo he dicho, siempre fue la guapa, la resultona y la excéntrica, así que Asun, que no contaba con la belleza espectacular de su hermana, tuvo que esforzarse en ser la buena y la sensata, y a veces casi me parece que si se quedó con su marido y se empeñó en interpretar como ninguna el papel de perfecta madre y abnegada esposa, filtrando aburrimiento de manera tranquila y uniforme, fue porque Laureta se había divorciado, de forma que si ella permanecía junto al golfo de su marido y encima poniendo buena cara, se distanciaba así aún más de su hermana, que no había sabido guardar las formas y la decencia ni había demostrado la mínima capacidad de sacrificio que a una madre se le supone. Hasta tal punto ha hecho Asun de la fidelidad un rasgo de su carácter que no sólo cualquiera pondría la mano en el fuego de que nunca ha mirado con ojos ávidos a otro hombre más que a su marido, sino que ni siquiera se le ocurre serle infiel a su perfume, porque desde que me alcanza la memoria asocio su persona con una aureola de
L'Air du Temps
cuya estela la precede y que, cuando ella llega, se insinúa a su alrededor en un radio de varios metros, permaneciendo allí hasta mucho después de que se haya marchado. Que yo recuerde, siempre vi el frasco en su mesilla de noche, probablemente lo usa desde los quince años, cuando aún estaba de moda, ahora no sé ni en qué perfumería lo encontrará. Quizá Asun ya sabía que sus esfuerzos exagerados podían parecer más ridículos que heroicos, pero no obstante se sentía impulsada a interpretar su papel, a tratar de hacerles la vida agradable a todos a su alrededor, de la misma manera que Laureta se veía impelida a destacar y a estar siempre divina, y no salía nunca a la calle sin haber comprobado varias veces ante el espejo que su aspecto era impecable. ¿Salir ella a comprar el pan en chándal y zapatillas? Antes muerta. Por supuesto que la rivalidad era sólo entre ellas dos, que apenas se llevan un año de diferencia. Con Vicente no podían competir porque era chico, y conmigo tampoco porque era la pequeña. Y así, cada una es el espejo de la otra, la cara opuesta de la misma moneda, la parlanchina y la callada, la extravagante y la discreta, la aventurera y la sensata. Pero en el fondo son dos Agullós mucho más parecidas de lo que nunca reconocerían.

Por cierto, y hablando de familia, ha venido también a la UVI la novia de Vicente, la
última
novia de Vicente, asesora fiscal en Arthur Andersen, alta (por lo menos cinco centímetros más que él, porque mi hermano, como tantos hombres bajitos, siente debilidad por las mujeres que le sacan la cabeza), delgada (ese tipo de delgadeces que sugieren que se ha invertido mucho dinero en ella —gimnasio, mesoterapia, pastillas de carnitina, cremas reafirmantes...—), rubia (luce una melena corta que también apunta a una inversión monetaria importante en suavizantes, mechas y corte de puntas mensual), vestida con unos vaqueros impecables y una camisa planchadísima, aderezada con joyas discretas pero caras (pendientes de perla y gargantilla de Tous) y un tanto remilgada en su señoritismo. O sea, una clónica de la anterior novia de Vicente, a la vez que casi una gemela de su precedente, porque mi hermano, epítome del perfecto
yuppie
soltero, es lo que se llama un monógamo en serie, y colecciona conquistas como otros coleccionan sellos o mariposas, con la diferencia de que él no tiene ninguna posibilidad futura de vender la colección. Más o menos todas las acompañantes le duran entre dos o tres años, hasta que llega el recambio. Son relaciones mayonesa: cuando una se corta, se tira e inmediatamente se empieza a batir otra. Porque mi hermano es un caso de manual: no vive en casa de mis padres porque a su edad ya quedaría mal, pero hasta ahora iba a comer allí todos los días y mi madre le preparaba sus platos favoritos pues, obvia decirlo, no sabe cocinar como no sabe planchar o fregar —puesto que en nuestra casa nunca hizo nada, ni siquiera levantar la mesa— y su apartamento lo limpia una asistenta. Su vida es fácil: un trabajo bien pagado, vacaciones de lujo todos los años a destinos exóticos (un crucero por las islas del Egeo, una escapada a Bali, un safari a Mali en busca de los dogones...) y fines de semana en los mejores paradores. Cenas en los restaurantes más pijos de Madrid, de esos decorados por un artista famoso y reseñados por un crítico gastronómico en las páginas de algún suplemento de ocio, trajes hechos a medida, su hora de gimnasio diaria en Abasota... Hasta su tabaco es especial, pues él no se rebajaría al Ducados de toda la vida, no, fuma exclusivamente Gauloises (los compra por cartones en el
duty free de
París) o puntos (Montecristo, Farias o Entrefinos, adquiridos en un estanco de la calle Arapiles que se dedica exclusivamente a los puros y que, según mi hermano, es el único establecimiento de Madrid en el que mantienen la humedad exacta, no es pijo Vicente ni nada). No quiere hijos ni compromisos, se advierte aunque no lo diga explícitamente, y sin embargo defiende ideas conservadoras: vota al PP y critica las drogas siempre que puede (especialmente si yo estoy delante, claro), aunque eso no le impida beber en abundancia cada vez que sale. Mi hermano, ya lo he dicho, es y ha sido siempre muy organizado y eficiente, posee una gran capacidad de concentración y siempre disfrutó estudiando en soledad. En seguida llega al meollo en cualquier discusión y puede rápidamente ver el pensamiento confuso o las debilidades en la lógica de otros, lo cual le convierte en un adversario muy peligroso en las discusiones familiares. Él sabe que posee esa ventaja y la aprovecha, no ignora que en un enfrentamiento entre hermanos llevaría siempre las de ganar y que ninguna nos atreveríamos a contradecirle: le tememos. A su lengua de doble filo y a sus explosiones de mal genio, que son pocas pero impresionantes (vuelvo a acordarme de la discusión con Laureta a cuenta del jersey, por ejemplo), como si mi hermano calculara con previsión y exactitud el momento preciso para desplegar el armamento y atacara sólo cuando no cabe duda de que la ofensiva va a resultar fulminante, para no malgastar la munición en batallitas de menor envergadura. Como se ve, Vicente es juicioso incluso en los momentos más aparentemente impulsivos, y por eso estaría bien empleado en cualquier trabajo que requiera el pensamiento organizado, precisión y un acercamiento metódico, puesto que disfruta encargándose de tareas que otros consideran tediosas, repetitivas y técnicas. De ahí que se convirtiera en agente de seguros y, obvia decirlo, en un muy buen agente de seguros, la estrella de La Estrella, que así se llama su compañía. La pobre novia nueva, cuyo nombre no recuerdo —aunque sé que era algo así como Natalia, u Olga o Tatiana o Anuska, algo que sonaba a novela rusa en cualquier caso—, que debe de llevar algún tiempo con mi hermano porque ya se le nota un deje de olor a tabaco negro por debajo de la nube de perfume caro que la rodea, pensará seguro, como pensarían las otras, que antes o después sentará la cabeza, que se comprarán un chalet en Pozuelo y que tendrán dos niños y un perro, y por eso se siente ya tan de la familia como para venir al hospital y aguantar la tensa espera, pero no tanto como para entrar a ver a mi madre, pues en el último momento ha preferido optar por la solución Julián: ojos que no ven, corazón que no siente.

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