Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
Pero está claro que cubrir una distancia tan pequeña como la que dista desde una mesa del Blue Note hacia los baños no resulta tarea fácil cuando una lleva un traje que está diciendo cómeme y encima lo combina con una melena larga y rubia, porque se me olvidó comentarte que para colmo de males me había hecho mechas antes de llegar a Nueva York, mechas que la piscina de New Jersey había aclarado hasta dejarlas blancas, y que no devolví a mis cabellos el castaño claro original con un baño de color, como hubiera sido mi primera intención, porque el FMN insistió en que ese rubio antinatural era exactamente el color que le gustaba. Así que entre las mechas, el bronceado y el Versace, lo raro habría sido que hubiera pasado desapercibida y nadie intentase entrarme de camino al baño. Por eso nada tuvo de especial que otro tipo trajeado que olía intensamente a colonia y que se parecía mucho a cualquiera de los tipos trajeados y bienolientes que frecuentaban los
clubs
por los que nos movíamos me abordara en una esquina de la barra. Por un momento pensé que iba a preguntar por mis tarifas, pero se conformó con recurrir al socorrido truco de ¿no nos hemos visto antes? A punto estuve de decirle que probablemente me había confundido con Pamela Anderson, pero pensé que no iba a entender la ironía, así que me limité a decirle que no, y reconozco que no estuve tan seca como habría debido estar, o más bien que no estuve seca en absoluto, muy al contrario, que me mostré de lo más empalagosamente amable, porque estaba enfadada, porque estaba harta de que todo el mundo me tratase como si fuese el apéndice del FMN, una extensión de su persona sin autonomía o importancia por sí misma, y aunque ligar con un desconocido que probablemente no iba a considerarme mucho más de lo que los demás tipos trajeados me consideraban, y al que desde luego no le había atraído mi valía intelectual o mis capacidades espirituales, no constituyera exactamente la manera más adecuada de reclamar mi derecho a ser tratada como persona antes que como jarrón ornamental, en ese momento resultaba la única protesta que el destino me ofrecía (vale, también podía haberme largado sin más a casa, pero se ve que me había creído yo misma el papel de rubia tonta que representaba), así que le seguí la corriente al tipo aquel, que no era nada feo, todo hay que decirlo, y en seguida estábamos hablando de los
clubs
de jazz que yo había conocido desde mi llegada a Nueva York y en los que hipotéticamente podíamos habernos encontrado con anterioridad.
Estamos cerca de la barra y, como es natural, el tipo me pregunta si me apetece algo de beber, y en lugar de decirle, como sería de rigor, que estoy acompañada y que me ha pillado de camino al baño pero que debería volver en seguida con mi novio, le digo que vale, que sí, que por qué no, y le digo que quiero un vodka con tónica, obligando a mi corazón a latir con el feroz impulso de resistencia que desde el instituto, desde que las pijas de Loden abatieran sobre mí sus miradas por encima del hombro, he aprendido a oponer por instinto a cualquier menosprecio. El tipo me dice su nombre y yo le digo el mío y he de reseñar aquí que transcurrió por lo menos media hora antes de que el FMN se presentase por aquel rincón, lo cual quiere decir que había tardado en echarme de menos, que ni siquiera se había dado cuenta de que me había ido, enfrascado como estaba en su conversación con Dave, Dave Grusin o el Dave que fuera.
Cuando el FMN llega yo le presento, haciendo gala de mi mejor educación europea, al tipo que me ha invitado, que evidentemente reconoce a mi acompañante (al que, por cierto, yo presento como «mi novio») porque se le queda mirando con unos ojos desmesurados. Yo le agradezco muchísimo su amabilidad al tipo y le digo que espero que nos volvamos a encontrar alguna vez, y acto seguido me dirijo hacia el sofá presuntamente antiguo donde estaban sentados Dave y su rubia y donde ya no están. El FMN me agarra por los hombros y el resto de la escena es predecible. Él está enfadado, yo también. Él porque me he ido, yo porque me aburro y porque estoy harta de hacer de florero. Él insiste en la importancia de ese Dave y yo replico que los negocios no se hacen en los bares sino en los despachos. Él me llama estúpida y me dice que no tengo ni idea de lo que estoy hablando. Yo le digo que puede que yo sea una estúpida, pero que por lo menos sé quién es Madame Bovary y cuál es la capital de Perú, y además hablo cuatro idiomas. Él me agarra de la mano y prácticamente me saca a rastras del local. Saca el móvil del bolsillo y llama a un taxi. Le digo que llame a otro también para mí, porque yo me voy a mi apartamento del Bronx. Dice que iremos donde él diga y que estoy demasiado borracha para saber lo que digo. Sí, puede que esté borracha. Hemos cenado en un sitio de la Segunda Avenida que pretende ser mexicano y que estaba hasta los topes de gringos acicalados con camisas de Paul Smith y trajes de Dolce
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Gabanna rebosando margaritas por las orejas, y he bebido mucho, quizá para compensar lo mala que era la comida, que por cierto no había sido lo que se dice barata. Yantes del Blue Note hemos parado dos minutos en el Alphabet Lounge, donde me he recuperado de las margaritas con dos rayas de coca y he seguido bebiendo y... Vale, puede que esté borracha, le digo, pero a pesar de todo, le grito, sé perfectamente lo que hago, gracias, ahora y siempre, y estoy harta de que me trates como si fuera idiota.
Sometimes I think you are a bitch.
Ahí me entra la risa histérica.
Bitch! You' ve just called me bitch! You think you' re a rapper or wot?
Man, you are pathetic. Y en ese momento se gira y me arrea un bofetón que corta el aire. El portero del local, que lo ha visto todo, permanece imperturbable.
Yo, al principio, tampoco reaccioné, y me quedé allí plantada, ahogada de humillación, como si me hubieran atornillado al pavimento, porque no me acababa de creer lo que había pasado. Sí, por supuesto que me habían pegado antes. Me había pegado mi padre, me había pegado mi hermano Vicente en alguna de las numerosas riñas domésticas, me había pegado algún novio borracho en la primera adolescencia, pero nunca habría esperado que me pegase un señor que vestía de Dolce & Gabanna, que desayunaba con champán (rectifico, espumoso californiano) y que cenaba en restaurantes en los que hay que reservar mesa con semanas de antelación, y porque además, no sé, desde el principio toda la historia había parecido tan perfecta y tan suave... Y de pronto caigo en la cuenta de que de alguna manera todo encaja: los trajes de Versace, las conversaciones inexistentes, las rayas de cocaína en la piscina, las horas que me he pasado haciendo nada mientras él habla de cifras y acuerdos y hace un trato aquí y negocia otro allá y ni se toma la molestia de explicar a la rubia que le sigue a todas partes como un perrito faldero qué son todas esas cosas tan importantes que discute con los hombres trajeados y que le impiden dedicarme un poco de atención, y reconozco, gracias a un instinto primario e instantáneo parecido al que al caminar nos hace poner un pie delante de otro antes de que tengamos tiempo de pensarlo, una historia parecida a tantas historias que ya he vivido y a tantas historias que ya he escuchado en boca de aquellas mujeres que asistían a la terapia de grupo, y me vienen de pronto a la memoria y cobran retrospectivamente un valor de advertencia, de presagio, y me digo que esto es sólo el principio, que a partir de ahora todo va a acelerarse rodando cuesta abajo.
Ahí está el taxi, frente a nosotros.
Entra, me dice él.
No.
No seas idiota, entra.
No.
No es tonto, no me va a meter en el taxi a la fuerza, no delante de toda esta gente, no siendo él el FMN. Puede que en realidad se muera de ganas de cogerme de los pelos y meterme en el vehículo a patadas, pero no lo va a hacer.
Pues muy bien. Ahí te quedas. Él entra y cierra de un portazo, mientras el taxi se pierde engullido por el tráfico.
Diez minutos después, yo encuentro otro taxi que me lleve a casa. El conductor se pasa el trayecto entero intentando convencerme para que me vaya a tomar una copa con él.
Sé que me ha tomado exactamente por lo que parezco.
Nos reciben dos médicos en el cuartito destinado a la información a familiares. Sólo por la expresión de sus rostros ya sé, antes de que abran la boca, que las noticias no son buenas. El doctor nos explica que el resultado del electroencefalograma muestra un daño en la corteza cerebral. Es decir, en algún momento ha habido falta de riego de oxígeno, una anoxia. Esto significa que, en el caso de que mi madre sobreviviera, es bastante probable que esa falta de riego en el cerebro le haya afectado a las facultades mentales. Que volvamos a casa con una niña de dos años encerrada en un cuerpo de ochenta.
El lunes le harán otro TAC y un escáner para verificar si hay daño en la región subcortical, por si hubiera una lesión más grave.
—Y entonces —dice el médico más mayor—, tendríamos que actuar en consecuencia.
No hace falta que me explique qué se entiende por «actuar en consecuencia»: desconectar el respirador. Mi padre se queda tan blanco como si acabara de ver pasar un fantasma por el cuarto. El doctor joven, que ha debido de notar el impacto de las palabras de su compañero en mi padre, intenta arreglar la cosa.
—De todas formas, han de recordar que la palabra más importante en medicina es siempre paciencia.
—Y resignación —añade el mayor—, una palabra desgraciadamente muy olvidada en la cultura occidental.
Parece que estén jugando a poli bueno y poli malo.
—Estamos haciendo todo lo posible, podemos asegurárselo. Pase lo que pase, nunca se podrá decir que no lo hemos intentado todo —dice el joven—. El problema es que en nuestra cultura el proceso de vejez se está dilatando hasta extremos insospechados desde hace menos de medio siglo, y con la edad se van acumulando los factores de riesgo. Es por eso que una simple pancreatitis como la de su madre puede provocar una reacción en cadena y desatar un proceso de altísimo riesgo.
Él no lo dice, pero yo interpreto el subtexto: ¿es mejor morir más joven o apurar la carrera hasta los cien años a costa de sufrir muchísimo en el último tramo?
—Y... —intervengo yo—, ya sé que esta pregunta es difícil de contestar, pero, más o menos, ¿con cuántas posibilidades contamos?
—A esa pregunta no le puedo contestar —me responde el médico joven—. Nunca se puede contestar. Aquí las cosas dan muchas vueltas. Llegan pacientes con un cuadro muy simple, que a primera vista no es mortal, y de la noche a la mañana la cosa se complica y fallecen, mientras que entran otros por los que nadie apuesta y acaban saliendo adelante. Nosotros aquí estamos muy acostumbrados a ver milagros.
—Pero es que la vida en sí misma es un milagro —añade el viejo—. Un milagro en equilibrio.
Me he puesto los vaqueros raídos que solía llevar antes de quedarme embarazada: me caben. No han hecho falta dietas ni milagros. Me estoy consumiendo de pura ansiedad. O quizá a base de no dormir y pasarme el día de aquí para allá.
Sigue sin volver, pero reacciona. Ya es más que antes. De vez en cuando parpadea y casi parece que va a abrir los ojos, pero nunca llega a abrirlos del todo. También mueve la boca, incluso la hemos visto bostezar. Cuando le he susurrado al oído he visto cómo se le resbalaba una lágrima. Caridad me ha asegurado que se trata de un reflejo, que el ojo le llora igual que la mano supuraba, porque le están inyectando líquidos sin parar. He aceptado la explicación, pero al volver a casa se me ha ocurrido que llevan desde el principio inyectándole líquidos y que nunca hasta ahora la habíamos visto llorar.
De alguna manera llego a mi apartamento del Bronx dando gracias a la providencia divina porque curiosamente ayer, en un arrebato de inspiración que podría interpretarse como profético, decidí traer mis cosas desde el apartamento del FMN al del rumano, cuando pensé que él podría entender como invasión de su intimidad el encontrar casi toda mi ropa en sus armarios. Por eso —y menos mal— dejé allí lo imprescindible (cepillo de dientes, secador de pelo, crema hidratante, tres mudas) y me llevé el resto, y por eso todavía llevo las llaves en el bolso, porque me olvidé de sacarlas de allí en vez de dejarlas en el apartamento del FMN como suelo hacer porque me parece idiota llevarlas siempre encima y correr el riesgo de perderlas si sé con seguridad que no voy a dormir allí. Asciendo los dos tramos de escaleras sobre mis ridículos zapatos de Jourdan y de pronto me siento muy mareada, unas náuseas vertiginosas me revuelven el estómago y unas palpitaciones de ritmo cada vez más intenso disparan el pulso de mi sangre; no sé ni cómo consigo llegar hasta la puerta del apartamento y arrastrarme hasta el cuarto de baño, apoyo la cabeza en las rodillas, escucho el timbre del teléfono que suena, a estas horas sólo puede ser él, el FMN, y me parece tan extraño, tan distante y absurdo que hace apenas diez minutos todo fuera amor y lujo y un carrusel de colores y luces brillantes, una especie de ruido histérico que se suponía era mi vida, y de pronto esté aquí, en silencio, sin más compañía que este retortijón agudo en las profundidades del estómago que, tal vez por eso mismo, antes de que me dé cuenta, brota desde allí y me hace vomitar una resaca que ha llegado antes de tiempo. ¿No debería llegar mañana? Pero mañana, antes de despertarme, ya tendría en la cama, en una bandeja de desayuno especial para este tipo de momentos (Philippe Starck, desde luego), una copa de champán, perdón, espumoso californiano, que el FMN me sirve cada mañana, así que nunca me llega la resaca porque nunca le doy ocasión a presentarse, nunca corto el suministro de alcohol el tiempo suficiente para que se manifieste la abstinencia, y de pronto caigo en la cuenta de que si ahora empiezo a vomitar y vienen los temblores y el dolor de cabeza me voy a tener que comer la tragedia yo solita, porque ahora no hay rumano que me traiga paracetamoles ni sopitas, porque ahora éste debe de estar en la casa de su novia, esa de la que nada conozco pero que seguro que no bebe ni se viste de puta de lujo. Podría llamar al FMN, sé que lleva el móvil en el bolsillo, probablemente esté esperando mi llamada. Pero no, un destello de cordura me acomete en medio de todo este delirio, no puedo llamarle. Recuerdo que tengo paracetamol en alguna parte, en esa habitación que prácticamente no he pisado desde que llegué, me arrastro como puedo por el pasillo entre temblores, revuelvo las maletas de arriba abajo... nada. Y entonces, milagro, encuentro en el neceser cuatro Valiums que había metido allí en Madrid para ayudarme a dormir en el avión pero que no utilicé porque pensé que si me quedaba dormida en semejante postura no habría quiropráctico capaz de deshacerme después la contractura. Los agarro como si de diamantes se tratasen y me dirijo al cuarto de baño donde me los trago, los cuatro, con un chorro de agua del grifo, sin vaso, y desde allí me arrastro al futón y me quedo dormida mientras escucho el timbre del teléfono que vuelve a sonar, distante como los ruidos de la calle.