Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
El hospital es un caos. Hay camas arrumbadas en los pasillos y por todas partes se ve al personal corriendo de un lado a otro como hormigas despavoridas de un hormiguero pisoteado. No puedo dejar de pensar que transcurrieron casi dos días desde el ingreso de mi madre hasta que se confirmó el diagnóstico de pancreatitis. Tal vez, de haberlo sabido antes, no estaríamos en las que estamos pues se habría podido atajar la infección. Pero qué más podía hacer un grupo de médicos estresados en un hospital al que le falta personal, medios, y, sobre todo, dinero.
El sábado estaba haciendo
zapping
de cadena en cadena, contigo en brazos, con la vana esperanza de encontrar algo que te distrajera, cuando aterricé en un programa del corazón. Una invitada anunció alegremente que había habido un desfalco en el ayuntamiento de Marbella de cincuenta y seis mil millones de pesetas y luego siguió hablando de su divorcio como si tal cosa, como si el tema del dinero robado no tuviera mayor importancia y, desde luego, fuera mucho menos relevante que los cuernos que le puso su marido, como si la desaparición de semejante cantidad fuera cosa de todos los días y como si esa cantidad no fuera propiedad en realidad del pueblo de Marbella, que se la han cedido al ayuntamiento vía impuestos. Por menos se montó la Revolución Francesa.
Aveces estoy tan cansada y tan desesperada que me gustaría estampar algo contra la pared. Pero no lo hago porque racionalizo: pienso antes de actuar. En el pasado, cuando bebía, ese paso intermedio, la milésima de segundo de razón que precede al acto impulsivo y lo aborta, no existía: el alcohol lo eliminaba. Por tanto actuaba siempre por puro instinto y acababa haciendo todo tipo de estupideces.
Lo curioso es que en lugar de deprimirme sienta rabia. Rabia. No quiero llorar, no. Mi primer impulso sería emprenderla a puñetazos con alguien, salir a quemar el Ministerio de Hacienda. Y eso lo he aprendido de mi familia. En mi familia nadie llora en público, ni se coge la mano o se besa. Pero sí gritan a la mínima ocasión. Incluso mi madre, que tenía prohibidas las alteraciones por expresa indicación médica, se enzarzaba a gritos con mi padre día sí día también. Obvia decir que estas discusiones las ganaba siempre él. Ya te he dicho que era quien tenía siempre la razón y la última palabra. Es una extraña contención de sentimientos propia de esta familia, que sólo sabe expresarlos cuando ya están acumulados y de pronto explotan como una olla a presión. Será por eso por lo que, por mucho que lo intente, no he sido capaz de acercarme a mi madre inconsciente y decirle al oído que, a pesar de que nunca lo haya parecido, en realidad sí la quiero. Pero nos opone un mundo derruido que se alza como obstáculo entre mi madre y yo, un montón de ruinas cercadas por una impenetrable barrera de silencio.
Y te preguntarás por qué me concentro en contarte la historia del FMN, que al fin y al cabo tan poco duró y nada dejó, ni estelas, ni marcas, ni pisadas ni recuerdos tras de sí. Pues te he contado la historia porque la encuentro muy importante a pesar de que muchos puedan pensar, y con razón, que poca importancia llegara a tener, si ni siquiera cumplió el mes, una historia vivida junto a un hombre del que nunca más volví a saber nada, cuyas intimidades o secretos jamás conocí, al que sólo me unía un lazo muy precario hecho de ilusión e inseguridad. Pues bien, a mí me resulta muy importante esta historia porque el FMN representaba el Santo Grial que yo me había pasado media vida persiguiendo, en aquellos tiempos en los que no entendía por qué Susan Sarandon rechazaba a Michael Madsen en
Thelma 8c Louise,
en aquellos tiempos en los que trepaba trabajosamente por la escala social de Madrid tratando de que me invitaran a las mejores fiestas para ver si allí encontraba a ese hombre rico, famoso, talentoso, glamuroso y demás adjetivos terminados en -oso que me gustara, que cuidara de mí, que me hiciera la mitad de una pareja, de la pareja del milenio a ser posible, y que me diera una vida fácil y llena de lujos, una vida en la que el dinero nunca fuera un problema, una vida en la que las entradas y salidas viniesen a colmar el vacío inmenso del que estaba hecha mi historia, una vida en la que experimentara por primera vez sensación de pertenencia, en la que pudiera llamarme «señora de» para poder decirme a mí y al mundo que efectivamente yo era de alguien, una vida en la que los demás me colocaran en un puesto fijo, en la que los otros me reconocieran por mi nombre y así me explicaran quién era, una vida en la que se acusara mi presencia, se registrara mi nombre, se perdonaran mis errores y se atendieran mis necesidades. Una vida delegada a la que dejara de llamar mía, cuya responsabilidad recayera, por fin, en otro.
Por eso, el hecho de que nunca respondiese a la retahila de llamadas que se fueron acumulando en el contestador podría revestir poca importancia a ojos ajenos, pero marca para mí el momento en que te concebí sin ni siquiera haberte concebido, pues el hecho de verme una persona entera y no como una mitad en permanente búsqueda de la otra mitad que debía completarla, implicaba además la asunción de mi capacidad de enfrentarme a la vida yo solita, sin muletas. Y de rebote, mi capacidad de reproducir esa misma vida si quisiera. Porque por supuesto yo nunca había siquiera soñado con tener hijos, no era aquella una perspectiva que me llamara lo más mínimo la atención porque, como solía decir por entonces a quien quisiera escucharme repitiendo una coletilla muy de moda entre la gente con la que me movía: ¿cómo iba a saber cuidar de otra persona cuando ni siquiera sabía cuidar de mí misma?
Y sin embargo, cuando meses más tarde y ya en Madrid descubrí con sorpresa que estaba embarazada, lo asumí con la mayor naturalidad del mundo, pese a que sé muy bien que si aquella doctora neoyorquina pija y lesbiana me hubiera dicho que los análisis revelaban no una anemia ni una hepatitis ni una mononucleosis sino un embarazo, lo primero que le habría preguntado acto seguido habría sido el emplazamiento exacto de la clínica abortiva más cercana.
Llego hoy al hospital y me encuentro en el
hall
a Reme y a Eugenia, las dos con los ojos rojos y abesugados, con pinta de haber llorado mucho. Prácticamente no se miran la una a la otra. Cuando digo que voy a coger el tren para volver a mi casa, Eugenia se empeña otra vez en venir conmigo, y yo me resigno a lo inevitable: a que me largue uno de sus inmisericordes monólogos y me haga recuento de todos sus achaques. «Estoy pasando las de Caín, te lo juro —me dice en cuanto se acomoda en el asiento del tren—, en un mes me he echado encima diez años, me están quitando la vida entre unas cosas y otras, tanto hospital, tanta enfermera, tanta, tanta, tanta... Yo es que todo esto lo estoy llevando fatal, no me hago el ánimo... pero es que cuando he visto a la Reme se me ha puesto el corazón en la garganta y el estómago en un puño, de verdad, que la pobre no tiene la culpa de nada, bastante tiene con lo suyo, tantos años malcasada con ese bruto... y cada vez que pienso que no tuvo hijos, con lo que tu madre sufrió para que al final Reme no tuviera hijos... Hay que ver qué absurda es la vida, hija mía.» Yo no entiendo nada. No veo qué tiene que ver que Reme tuviera o no tuviera hijos con toda esta historia, y se lo pregunto. «Pues eso, nena. Que Miguel se casó con Reme porque creía que Eva no podía tener hijos, y ya ves, al final la Reme no tuvo ninguno y la tuya cuatro.» Entonces ¿es verdad esa historia del antiguo noviazgo entre mi madre y mi tío? Yo ya lo había oído contar alguna vez, lo de que el tío Miguel había estado con mi madre, pero nunca había escuchado nada de que no se casaran por una cuestión de niños. «Pues por eso fue, nena, por eso y porque Miguel siempre fue un hombre sin voluntad, un calzonazos. Muy resultón, todo lo que quieras, porque a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, que era un hombre que de joven tenía mucho ángel, sobre todo, que hay que reconocer que sin ser guapo era resultón, muy hombre, ya me entiendes. Pero en los adentros siempre fue un insustancial dominado por la madre. En cuanto escarbabas un poco debajo del hombretón no había más que un niño de teta, y a la madre se le puso entre ceja y ceja que con Eva no se casaba y con Eva no se casó. Pero desde entonces ya ha llovido y mejor no remover más las cosas.» Y la tía Eugenia suspira y mira por la ventana, como dándome a entender que aquí se acabó la charla. Yo intuyo que no voy a tener otra oportunidad como ésta, que no voy a volver a estar cara a cara a solas con una Eugenia tan necesitada de desahogo como hoy, y me puede la curiosidad. Mi madre siempre ha sido un misterio, y ahora que de pronto parece que alguien ha abierto una rendija en la puerta del hasta ahora hermético sanctasanctórum del pasado no voy a dejar escapar la ocasión, así que suelto la pregunta para encajarla en el hueco recién abierto a modo de palanca: ¿y por qué esa inquina de la madre de Miguel hacia la mía? «Pues ya te lo he dicho, porque Eva no le gustaba, porque estaba enferma y el médico había dicho que no podría tener nenes. Y porque la veía poco para su niño. Ya sabes que en la familia hubo mucho rojerío, y lo que decían de las Lloretas... Porque tenían miedo, porque entonces se represaliaba a cualquiera, podías acabar en la cárcel sólo porque hubiera habido un rojo en tu familia, y si tenías la suerte de estar libre no encontrabas trabajo de ninguna manera... Ésa era la política de los nacionales, la tierra quemada... Soltera se quedó por ejemplo la pobre Sabina, tu tía abuela, con lo guapísima que era, tan rubia, y además que ella en política ni entraba ni salía, que el novio le salió rojo como le pudo haber salido azul. Y en la familia de Miguel eran unos tiralevitas de los de cilicio y estameña, que tenían la casa plagadita de imágenes y hasta les tenían un lugar reservado en las misas de la catedral... Para que te hagas una idea, por aquellos años el ayuntamiento debatió una moción, respaldada por los falangistas, para que a la ciudad se rebautizase como Alicante de José Antonio, porque ya sabes que a él le fusilaron en la prisión provincial, ¿no?, pues figúrate quién fue uno de aquellos falangistas, ¿lo imaginas?, el padre de Miguel, claro, que era miembro de la Junta Directiva del Centro Católico, reducto integrista del nacional-catolicismo alicantino, o sea... te haces una idea, y a la señora se le atravesó la Eva desde que le echó la vista encima, le tomó una ojeriza tremenda. Mira, nena, entonces no era como ahora, la gente era muy suya. Por aquéllos nos dábamos caminatas por la Explanada o por la Rambla, las chicas por su lado y los chicos por el otro, y cuando dos grupos coincidían se lanzaban miraditas, y durante mucho tiempo el Miguel le echaba a Eva unos ojos que partían el alma, y no sabes lo que tardaron en hablar el uno con el otro, ni te lo imaginas. Pues al final empezaron a hablar, como decíamos entonces, y a verse a solas... En mala hora. Y también a quedar para tomar un café o dar un paseo, todo de lo más inocente. Lo normal habría sido que después cada uno le hubiera presentado al otro a su familia, que así se hacían entonces las cosas, porque ya en la ciudad se comenzaba a hablar. Pero el Miguel nunca habló de que Eva conociera a sus padres, y cuando ésta insistía le daba largas, y si más insistía más él se enfadaba, y ella no entendía bien lo que pasaba. Si Eva le preguntaba abiertamente si es que algo iba mal, si es que sus padres no querían conocerla, a él se le volvía todo en decir que no, que no pasaba nada, que él la quería más que a nadie y que se casaría con ella. Y ella le creía y esperaba, por mucho que ya la gente hablara, porque entonces, si un chico se veía a solas con una chica durante cierto tiempo y la cosa no se formalizaba, a la chica la llamaban de todo, tú ya me entiendes, nena. Pero tu madre nunca fue de ésas, ¿eh?, que estar con un hombre, lo que se dice estar, sólo estuvo con tu padre, y eso después de que el cura le diese la bendición, pongo mano en candela. Con el Miguel fue novia, pero en decente. Y es que el Miguel para engatusarla se daba mucho arte. Mentía mejor que Judas. Y lo peor, lo que yo nunca le perdoné, es que no se atreviera a decirle la verdad, que la tuviera engañada tanto tiempo si sabía desde el principio que no se iba a casar con ella, que era como el perro del hortelano, ni como ni dejo comer. Total, que estuvieron de novios una eternidad, años, pero sin serlo, porque las familias nunca se habían visto, y yo venga a decirle a Eva que aclarara las cosas, que le obligara a tomar una decisión, que a ese paso se le iba a pasar el arroz, que ya empezaba a írsele el lustre, que se le apagaba la cara de tristeza, que daba penita verla... Y así se le iba la vida, esperando y esperando, que era ceguera la suya, y con toda la ciudad hablando de ella, criticándola o teniéndole pena. Si sería pava... A mí es que se me abrían las carnes, de verdad, de verla hacer el bobo de aquella manera. Y en el ínterin un día se encontró con veintisiete años y soltera, que entonces no era como ahora, que hoy en día a esa edad se es una chica pero entonces se era una señora y parecía que si no se casaba entonces no se casaba nunca, que se quedaba a vestir santos como Sabina. Y por fin se atrevió y le dijo: "O me presentas a tus padres o lo dejamos, pero de este año no pasa." Y él que seguía dándole largas y ahí ella entendió lo que pasaba y lo dejó. Porque por su gesto creo que Miguel habría seguido aplazando la cosa
ad aeternum.
Pero entonces la ciudad era pequeña, y a Eva ya le habían llegado por muchas correveidiles noticias de lo que la madre de Miguel decía de ella, que no quería para su hijo una mujer enferma y que no pudiera darle nietos, porque tu tío Miguel era hijo único, y la señora no sé si era muy mañaquera o no, pero nietos quería, seguro. Y tu madre tonta no fue nunca y entendió lo que pasaba. Y al poco, al año más o menos, aparece en el
Diario de Alicante
el anuncio del compromiso de Miguel con Reme, y nos quedamos de piedra. Primero porque la Reme era casi una niña, no había ni cumplido los dieciocho años, y segundo porque no entendíamos cómo después de haber estado con una mujer como era tu madre iba a acabar Miguel con una chica como ésa, porque Eva a la Reme le daba ciento y raya, que la Reme era, cómo te voy a decir, una blanda. Blanda, lacia y escurrida, una mujer sin sustancia. Pues sí, una sinsustancia. Pero una sinsustancia sana, muy sana, y de buenísima familia, justo lo que la señora quería para el niño. No sé, quizá buscaba una chica como Reme porque a tu madre se le veía que tenía mucha fibra, muy de mi cuerda, y la otra parecía más fácil de llevar, poquita cosa. Siempre fue sosona, y de joven más. Pero probablemente lo más importante fue lo de los nenes.»