Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (19 page)

BOOK: Un millón de muertos
11.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mosén Francisco rompió el silencio para decir:

—Tengo la impresión de que te sientes un poco abrumado…

Ignacio asintió.

—Así es.

Mosén Francisco no llevaba ninguna intención de sermonear al muchacho. Quiso abreviar.

Le dijo que lo había llamado para que supieran que César murió santamente. Él cometió la necedad de introducirse en el cementerio y vio a las víctimas, casi una por una, y las atendió.

—Tu hermano pudo incluso comulgar… Ya sabes —se señaló el reloj de pulsera—. Éste era mi sagrario. César cerró los ojos y su rostro expresaba una serenidad perfecta.

Ignacio se quedó estupefacto. ¡También mosén Francisco sabía mentir! Estuvo a punto de exclamar: «¡Mentira! ¡Mi hermano tenía el rostro monstruosamente destrozado!» Pero el puro titilar de los ojos del sacerdote lo venció, y se calló. Y mosén Francisco siguió pormenorizando… E Ignacio acabó admirando más aún al vicario por cuanto era capaz de pecar un poco, escandalosamente, para ser bueno.

—Ahora sí le aceptaré un pitillo.

Mosén Francisco complació a Ignacio y los dos se quedaron cara a cara. En el piso reinaba un gran silencio, pues las hermanas Campistol habían salido discretamente al balcón.

—¿Cómo están tus padres, Ignacio? ¿Y Pilar?

—Bien, muy bien…

Ignacio contestó automáticamente. De pronto pensó que el vicario se disfrazaba y hubiera sido capaz de morir cantando «Aleluya» por razones opuestas e idénticas a las que impulsaron a determinados gerundenses a enrolarse en la columna Durruti. Dichos gerundenses prometían a los hombres un paraíso terrenal y mosén Francisco les prometía vida eterna; así pues, los hombres morían y mataban para convertir en hecho real la idea de felicidad.

—Mosén Francisco… ¿Por qué cree usted que los hombres se matan?

El vicario tardó en contestar. Durante unos segundos, miró, Inmóvil, un punto del mosaico.

—No sé qué decirte, Ignacio. —Luego añadió—: Yo entiendo más de amor que de odio.

Ignacio estimó que la respuesta no solucionaba la cuestión. Volviendo a la carga, ciñó más aún el tema.

—¿Por qué cree usted que mataron a César?

El vicario abrió los brazos en ademán de impotencia.

—No lo sé, Ignacio. —Dudaba—. Hay algo oscuro en los designios de Dios… El hombre hubiera deseado que su salvación fuera más fácil; pero está escrito que tenemos que merecerla.

Ahora fue Ignacio quien miró a un punto del mosaico.

—Me gustaría saber —repitió, balbuceando— por qué mataron a Cesar.

Mosén Francisco hizo una mueca de disgusto. Él hubiera pre orientar la entrevista por otros caminos. ¡Ignacio le interesaba tanto! Desde aquella confesión… Desde que el muchacho y su madre, Carmen Elgazu, entraron en la iglesia de San Félix haciendo resonar los pasos sobre las losas.

El vicario contestó a Ignacio. Su opinión era que el conflicto no podía individualizarse. El odio no era contra personas, sino contra símbolos.

—Matan con los ojos vendados. Matan al propietario y no a don Jorge. Matan al médico y no a don Fulano de Tal. Matan al seminarista y no a César.

—Ya…

El vicario se calló otra vez.

—Ahora bien —dijo al cabo de un rato—, esto es peligroso. ¿Comprendes, Ignacio? Un hombre es poca cosa y cualquiera es capaz de admitir que el odio hacia él puede ser ¡qué sé yo! inmotivado, injusto. Ahí tienes el caso de Jesús. Pero cuando durante años y años el pueblo odia determinadas instituciones, fácilmente se concluye que dichas instituciones no están a la altura de las circunstancias.

La alusión era directa. Mosén Francisco conocía detalladamente las acusaciones que Ignacio formulaba contra la Iglesia y no creía que, desde el 18 de julio, el muchacho se hubiese replanteado la cuestión, acorde con el argumento que un día esgrimió mosén Alberto: «En caso de persecución, lo mismo caerían los sacerdotes pecadores que los sacerdotes santos…»

Y no obstante, la contundencia de tal argumento era obvia. Mosén Francisco era un santo y lo había dado todo. Y volvería a darlo una y cien veces; pero ni Blasco, el limpiabotas, ni Cosme Vila, ni Gorki, ni Murillo, lo diferenciarían de cualquier canónigo rentista.

Ignacio captó la intención del vicario, pero no entró en su terreno, pese a que ahora no era ya cuestión de amenazas al Vaticano ni de burlas sobre la Biblia; ahora se le habían llevado a César, con lo que el conflicto se situaba en otra dimensión.

—Entiendo lo que quiere usted decir —opinó—. Pero… ¿No cree usted que los errores cometidos han sido graves? La religión que predicamos en España ha sido siempre terriblemente triste y defensiva.

A mosén Francisco no le gustaba el tema, pero Ignacio, a quien invariablemente el vicario conseguía cautivar, insistió en él.

—Defensiva, tal vez… —arguyó el vicario—. El pecado existe, compréndelo. En cuanto a triste, no creo que tengas razón. Lo que ocurre es que los mandamientos de la ley de Dios son «jabón que no lava», van contra los instintos y ello en un país como el nuestro, sensual por naturaleza, resulta insoportable.

Ignacio se quedó meditabundo.

—En el Seminario nos machacaban con dos ideas obsesivas: la tierra es un valle de lágrimas y hay que despreciar el cuerpo.

—Nunca dije yo eso —adujo mosén Francisco—. En la tierra se puede reír, tú mismo a temporadas te has reído mucho; y despreciar el cuerpo es propio de miopes, habida cuenta de que existe el misterio de la Resurrección.

Ignacio miró al vicario y, parodiando el tono de mosén Alberto, evocó aquello tan antiguo: «¿De qué te servirá ganar el mundo si pierdes tu alma?»

—Planteado de este modo —añadió el muchacho— es una invitación al fatalismo, a no esforzarse aquí abajo, a cruzarse de brazos. Resulta poco consolador. —De pronto, Ignacio agregó—: ¿Sabe usted lo que me dijo una vez un compañero del Banco, la Torre de Babel?

—No, no lo sé.

—Me dijo que si cerraba los ojos y recordaba la iglesia española, no veía sino dos colores: el negro, o sea el luto, y el amarillo, u sea el oro.

Mosén Francisco reaccionó. Dejó caer la colilla y miró hacia la ventana, desde la cual se veían los campanarios. Por un momento se olvidó de Ignacio y admitió que, efectivamente, el día en que aquella persecución cesara —«todas las persecuciones cesan un día u otro», les había dicho a las hermanas Campistol—, deberían ensayar otro lenguaje, superar la rutina. Él mismo había comprobado que, en cuanto desde el púlpito o en el confesonario glosaba algún pasaje poco conocido de la vida de Jesús, todo el mundo redoblaba la atención. Ahora bien ¡esto era difícil! Al hombre español le faltaba el contacto con los animales y las plantas, es decir, con todo aquello que no era humano y que por su misma inferioridad invitaba a ser generoso, invitaba a dulcificar la vida cotidiana.

Sin embargo, Ignacio exageraba, como siempre, porque existía una desproporción entre su avidez de verdad y su experiencia real. Mosén Francisco le dijo a Ignacio que la religión española tenía otros muchos colores además del negro y el amarillo. Tenía el blanco, que era el de la indiscutible castidad de la mayor parte de los ministros. Tenía el gris, que era el de los incontables párrocos que ejercían en el anónimo su ministerio, en pueblos y en iglesias oscuras. Tenía el azul, que era el de los misioneros que surcaban sin cesar el mar, y tenía el color de los sabios. Además, tenía el color rojo, que era el de la sangre vertida.

—No hay aquí trampa, Ignacio. Los sacerdotes españoles damos la vida por nuestra fe. Podemos haber errado en el detalle, pero hemos predicado el Evangelio puro, y los que ahora mueren abrasados se convierten en antorchas de Dios. En conjunto, y repasando la historia, las conquistas, y pensando en la aridez de nuestro suelo, formamos, creo yo, una milicia digna; y estoy seguro de que en los momentos difíciles como éste recibimos la asistencia del Espíritu Santo. Verás como todo esto pasa, Ignacio, y como la Iglesia renace con brío. Verás como lo eterno está de nuestra parte y qué mudos quedarán los fusiles. Por otro lado, ¿no te parece casi un privilegio ejercer el ministerio en un lugar de la tierra en que la gente conmina a los sacerdotes diciéndonos: «Sed perfectos o de lo contrario conoceréis nuestra ira»? Ello, andando el tiempo, hará nacer alas en nuestros costados. No falsees tu visión, Ignacio. No es cierto que todo aquel que mata tenga razones para hacerlo. El pecado existe, lo repito, y existe Satanás. Además, ningún hombre tiene derecho a castigar en bloque una determinada colectividad; ello es privativo de Dios.

El sol declinaba. Ignacio se sentía fatigado y se preguntó si no tendría ello la culpa de que no encontrara razones válidas que oponer a la inflamada perorata de mosén Francisco. De un tiempo a esta parte, sus facultades de polemista habían decrecido, lo cual quedó patente en su discusión con David y Olga. Como si dudara de la eficacia de las palabras para traducir lo pensado y para aclarar lo oscuro. De dos árboles ¿cuál era el más bello? Entre dos doctrinas ¿cuál sería la mejor? He aquí que mosén Francisco parecía estar en lo cierto; no obstante, Ignacio sentía que, de cerrar los ojos y pensar en la Iglesia española, seguiría viendo los dos únicos colores de que le habló la Torre de Babel: el negro, o sea, el del luto o funeral, y el amarillo, es decir, del oro.

Se levantó.

—No te he convencido, ¿verdad?

—No, no es eso —replicó Ignacio—. Es que… tengo que irme.

—Ya comprendo.

El suelo estaba lleno de colillas muertas. Mosén Francisco se levantó a su vez. Miró al muchacho con tales ganas de ser comprendido que Ignacio se emocionó. Ignacio le prometió al vicario que de vez en cuando le haría una visita, en el caso de que su entrada en aquella escalera no levantara sospechas. Mosén Francisco negó con la cabeza. «Ven cuando puedas, cuando quieras». El vicario necesitaba hasta tal punto amistad que se atrevió a invitar a la madre de Ignacio y a Pilar a la misa que, en aquel mismo cuarto, pensaba celebrar el domingo. «Diles que vengan. A las diez. Podrán incluso comulgar»

En el vestíbulo se abrazaron de nuevo. Mosén Francisco, sin su ancho sombrero de cura, parecía otra persona. Por un lado, quedaba un tanto ridículo; por otro, inspiraba mayor respeto aún. Le confesó a Ignacio que, desde luego, pasaba mucho miedo, por lo que no sabía si intentaría marcharse o no de Gerona. Entretanto, allí estaba, rezando, ¡y aprendiendo a coser! Las hermanas Campistol lo amaestraban en el oficio de la aguja. «Hemos empezado a puntear un mantel.»

Ignacio se despidió. En la escalera alguien había escrito cinco o seis veces consecutivas un nombre de mujer: Luisa. Salió a la calle. Un miliciano estaba sentado en la acera de enfrente, con una gaseosa al lado, incapaz de taladrar con su mirada, ¡escasa potencia la del ojo humano!, la pared de la casa de las modistas y descubrir a mosén Francisco.

Echó a andar. El patrón del Cocodrilo, erguido en el umbral de su tabernucho, se abanicaba con la pala matamoscas. «Abur…», dijo, al ver a Ignacio. El sol se ponía, incendiando allá arriba pequeñas nubes que temblaron como deseos. Los cines habían abierto sus puertas. En la barbería de Raimundo, tres o cuatro hombres discutían acaloradamente. Entró en la Rambla. Bajo los arcos paseaba Laura, la hermana de los Costa, del brazo de las hijas del doctor Rosselló. A Ignacio le habían dicho que Laura labia recuperado su piso —el de «La Voz de Alerta»— y que, en contacto con unas muchachas de Olot, se dedicaba a organizar caravanas de fugitivos que huían por la montaña a Francia.

Al llegar a su casa no encontró sino a su madre, suelta la cabellera, que acababa de lavarse, y a don Emilio Santos. Su madre estaba hojeando en la mesa un atlas anatómico que Ignacio había comprado, y a la vista de las láminas del cerebro iba exclamado: «¡Jesús!» Don Emilio Santos, semioculto en el rincón en que se apoyaba todavía la caña de pescar, miraba al río. Don Emilio Santos llevaba unos días inquieto y había desmejorado mucho. A salvo Mateo, ahora temía por su otro hijo, Antonio, estaba en Cartagena y del que no tenía la menor noticia. Rumiaba la manera de dejar por fin libres a los Alvear e irse a Barcelona, y desde allí salir al encuentro de su hijo.

Al poco rato llegó Pilar.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Carmen Elgazu, al recibir de su hija un beso.

—Nada, por ahí…

«Por ahí» significaba la plaza de la Estación. Pilar, en cuanto podía, se iba a la plaza de la Estación simplemente para sentarse un rato frente a la casa en que residió Mateo, leyendo el letrero POUM y esperando a ver si salía algún miliciano vistiendo alguna prenda de Mateo.

Con las últimas luces del día, llegó Matías Alvear. Dijo que había estado por la vía del tren de San Feliu, paseando un poco con su compañero Jaime. En realidad, se había ido solo al cementerio. De pronto, encontrándose fuera, sucumbió a una tentación que lo turbaba desde hacía días: ir al cementerio. Llegó allí y le preguntó a la mujer del sepulturero por un nicho que decía: «Familia Casellas». Al minuto se encontró ante la lápida, rodeado de cipreses. Matías Alvear, que no se atrevía a salir con sombrero, se pasó la mano por la cabeza. Permaneció rígido por espacio de diez minutos, como una estatua sobre el paseíllo de grava dorada. Luego abandonó el cementerio y por la orilla del Oñar regresó a su casa, temeroso de que los niños del barrio y el agua advirtieran que lloraba.

Capítulo VIII

El sistema represivo seguía su curso. En los suburbios de las capitales se abrían zanjas para sepultar los cadáveres, y era frecuente que un «fusilado» resultase herido solamente y pudiera escapar a través del bosque y desangrarse o conseguir refugio y salvación en algún caserío. De este modo se salvó un sobrino del notario Noguer. En determinados lugares, por ejemplo la provincia de Ciudad Real, los muertos eran enterrados en féretros improvisados con cajas de leche condensada, féretros que decían: «Consérvese en lugar fresco». En Figueras, una mujer a la que informaron que el cadáver de su marido yacía insepulto en el, cementerio, se fabricó ella misma el ataúd y, llevándolo a cuestas, cruzó la ciudad de uno a otro extremo. En todo el territorio proliferaban los tribunales de todas clases, cuya mímica o cuyo lenguaje con clave sólo eran comprendidos por los guardianes de los lugares en que se celebraba el juicio. Así, en Valencia, los miembros de un Comité de barrio, cuyo jefe era de origen italiano, imitaban a los romanos. Cuando absolvían al acusado, levantaban el pulgar hacia arriba y cuando lo condenaban lo ponían boca abajo. Cosme Vila y el Responsable variaban según el estado de ánimo. A menudo enviaban una pareja de milicianos a la cárcel, sobre todo a las cárceles de los pueblos, reclamando a un preso para ser interrogado en Gerona. Si al lado del nombre había marcada una cruz, significaba que el preso debía ser fusilado por al camino; si había una L debía ser llevado a Gerona sin tocarle un pelo. Las letras contaban; los signos, las cruces. Hubo detenidos que murieron porque su apellido era antipático, otros, por el contrario, se salvaron gracias a ello. Gorki se compadeció de un hombre que se llamaba Manuel Tocino. «Dejarlo —ordenó—. Bastante tiene con el apellido.»

BOOK: Un millón de muertos
11.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Assassin's Haiku by Cynthia Sax
The Next Best Bride by Kelly Mcclymer
The Black Door by Collin Wilcox
The Bullpen Gospels by Dirk Hayhurst
Kiss Me, Lynn by Linda George
The Pop’s Rhinoceros by Lawrance Norflok
The Painter's Chair by Hugh Howard