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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (22 page)

BOOK: Un millón de muertos
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En la práctica, fueron estos presos de las centurias «Hierro» y «Fantasma» los que imprimieron su estilo a la columna. Continuamente se apeaban de los camiones y no cesaban de evocar su estancia en la cárcel. «¿Te acuerdas, Cerillita, del “caldo” para desayunarse?» «¡La mierda no se olvida!» Al pasar por los pueblos, automáticamente se empeñaban en visitar la cárcel y en ella, entre risotadas, parodiaban antiguas inclinaciones, como la de orinarse en algún rincón del patio. A la hora de abandonar el pueblo, según fuera el humor o la declaración de los guardianes, Mellaban a los allí detenidos o los dejaban en paz. Cerillita, que destacaba entre todos y que debía su mote a su delgadez y a la forma de su cabeza, había adoptado la costumbre de saltar sobre los pies desnudos de los presos, procedimiento que sus propios pies habían soportado reiteradamente. Era un muchacho extraño, que llevaba en el petate una navaja cabritera, con la que amenazaba a todos, y un copón pequeño y chato que utilizaba para beber y afeitarse. Ortiz permitía todos estos desmanes porque no le quedaba otro remedio y porque una de sus máximas era: «Todo se andará».

Los atletas extranjeros mostraban por su parte una obsesión por bañarse. Hubieran querido seguir el curso del Ebro, el padre de los ríos españoles. A falta de idioma común, se entendían con los milicianos por la mímica, y se les veía mucho más duchos que éstos en las mil argucias necesarias para crearse comodidades en campo abierto. Su jefe nato era el italiano Gerardi, peludo y gorilesco. Gerardi y los suyos eran también guerrilleros veteranos y hubieran querido disciplinar la columna, aconsejar a Ortiz. Pero éste se mostraba insobornable y, por otra parte, no le faltaban ideas. Le molestaba que tales atletas fueran precisamente alemanes e italianos, y de pronto los miraba con el mismo recelo con que Ascaso miraba al coronel Villalba. A las milicianas que se liaban con ellos, les advertía: «De acuerdo. Pero ¡mucho ojo!».

Las dos preocupaciones de Ortiz eran la artillería y la requisa de animales para el transporte y el porteo. Se daba cuenta de que los cañones eran joyas y de que, bien manejados, cada una de aquellas bocas valía por un batallón. Cuando advertía que los milicianos no sabían siquiera lo que era un telémetro, ni corregir el tiro, y que montaban en los cañones como si fueran carrozas de Carnaval, se desesperaba. Había un almeriense, Sidonio de nombre, que había visto en un circo a una mujer-cañón y se empeñaba en que lo disparasen a él como a la mujer del circo. «Caeré sobre los fascistas y ¡zas!»

En cuanto a la requisa de animales útiles para comer o para el porteo, era a todas luces indispensable, pero su realización originó penosas escenas. Los propietarios de aquellas casuchas de barro y adobe querían a sus conejos y a sus gallinas y, sobre todo, a sus mulos y a sus borricos. Por otra parte, sepultados entre pedregales de tierra rojiza, no habían oído siquiera hablar de revolución. De ahí que, al ver acercarse a unos cuantos hombres con taparrabos y un pañuelo de pirata en la cabeza, y al oírles luego exigir la entrega de los animales, sus ojos se abriesen con espanto. «¡Salud!» «¡Aquí, gente buena!», «Los Chacales del Progreso», «¡Vamos a por Teruel! ¡Viva la FAI! ¡Viva Durruti!» Ellos no entendían semejante lenguaje y el mulo o el borrico, ¡o la cabra!, se movían inquietos. La visión de los fusiles zanjaba el asunto, pero a partir de aquel momento la casucha de barro y adobe se quedaba mucho más aplastada por el sol, mucho más escueta y olvidada del mundo.

Luego, en los camiones, los animales sacrificados para comer parecían dormir, en tanto que los mulos y los borricos, útiles para el porteo, se lamentaban angustiosamente. Había momentos en que daban ganas de descerrajarles un tiro en la sien. Mirados de cerca, se les adivinaba en los tendones del cuello y en los ojos, sobre todo en los ojos, reminiscencias de licuosa y atávica tristeza. Eran mulos y borricos que apenas si habían visto hierba verde. Su piel parecía piedra que de pronto se hubiese convertido piel y el oscilar de sus orejas parecía medir el tiempo. Por su parte, las cabras anhelaban huir. Levantaban en el camión las patas delanteras, con lo que las tetas se ofrecían con generosidad a los milicianos. Cerillita les ataba en el rabo latas vacías o con un espejo las deslumbraba desde lejos.

La columna no encontraba resistencia organizada, de suerte que cuando Ortiz daba el alto y extendía en el suelo un mapa enorme que llevaba, todos se reían de él. «¿Para qué? ¡Si será babieca!» Sin embargo, al llegar a la vista del objetivo —Teruel—, Ortiz dio orden de acampar. Su intención era reconocer con su escolta, durante la noche, el terreno enemigo y a tenor de lo visto atacar al amanecer. Los milicianos, empeñados en seguir adelante, se soliviantaron. Gerardi trató también de convencerlos sin obtener mejor resultado. Por fortuna, en el momento crítico as presentaron a Ortiz unos cuantos guardias de Asalto desertores da Teruel y sus declaraciones orientaron de otro modo el ánimo. El número de defensores de la ciudad era crecido y, pese a las apariencias, todas las cotas circundantes estaban tomadas y las ametralladoras y los fusiles alerta. «Sin una intensa preparación artillera, sería una escabechina.» ¡Escabechina! Ortiz, al oír aquella palabra, cerró los puños y echó atrás el busto.

Y acto seguido intentó imponer su autoridad. Utilizando la bocina que había usado Porvenir y que perteneció a un instructor natación, reunió a los cuadros de mando y les ordenó un despliegue en abanico, con la idea de dar tiempo a estudiar el emplazamiento. Pero ya muchos milicianos se habían dispersado y algunos de ellos, muy lejos, se ensayaban lanzando granadas de mano. «¡Si serán mamelucos!» Especialmente los componentes do la «Hierro» y la «Fantasma», aguijoneados por Cerillita, parecían dispuestos a tomar Teruel por su cuenta, regalándoselo luego a Ortiz. Avanzaban enarbolando trapos y cantando
A las barricadas
y, de vez en cuando,
¡Adiós Pamplona!
La cárcel, la cárcel dente los tenía obsesionados.

Por fin llegó la noche, tiñendo de melancolía el abigarrado campamento, que ocupaba una longitud de varios kilómetros. El cielo estaba muy alto. En la carretera se apagaron los faros de los coches. Sobrevino el cansancio. Pasaban sombras por las vaguadas, y los milicianos, sentados, retrasaban el momento de tumbarse y dormir. Nadie encendió una hoguera —se comió rancho frío—, pero poco a poco los pitillos puntearon la oscuridad. Los pitillos fueron lo cordial, el signo de que los compañeros estaban allí, de que uno mismo era una realidad. Mirando de cerca el botón de fuego, se veían briznas rojas y azuladas que, antes de morir, hacían secretas confidencias. Cuando el pitillo se apagaba, algo quedaba definitivamente atrás. Y el miliciano, sentado, y abierto de piernas, luego de soltar la colilla permanecía largo rato inmóvil, como si meditara el gran salto que debería dar al amanecer.

A los murcianos llegados de Gerona se les hacía raro no oír ni el llanto de sus críos ni el rumor del mar. Estaban acostumbrados a las noches estivales de S'Agaró y de otros lugares de la costa. Uno de ellos, Hoyos de apellido, tenía una hermosa voz y a no ser por las declaraciones de los guardias de Asalto, habría proyectado por la garganta todo lo que sentía en aquellos instantes. Las mujeres que habían unido su destino al de aquellos combatientes, les buscaron a éstos los labios y las manos hasta sentir la sangre circular. Murillo y Canela, que le temían al relente, se envolvieron en una bandera que decía: «Milicias del POUM». Hubo quien se durmió abrazado al volante del camión. A medianoche, las mejillas estaban apoyadas en las materias más heterogéneas, desde el aluminio del plato hasta el cuero de las cartucheras. A la hora de dormir, los atletas extranjeros demostraron su pericia. Muchos de ellos se organizaron lechos con hierbajos y una manta, y más de uno consiguió un colchón de los que protegían de las balas a los vehículos.

Por primera vez, en aquella zona antigua como la guerra y el hambre, aparecieron, a trechos, las siluetas de los centinelas. Algunos de éstos colgaron su reloj de la rama de un olivo. Los relojes se balanceaban, mientras los centinelas escrutaban el silencio que tenían enfrente y que, arrastrándose, llegaba hasta Teruel. Las cabras, de vez en cuando, daban tirones negros a las cuerdas que las ataban.

* * *

Durruti, Buenaventura Durruti, siguió la carretera general, al mando de la columna, objetivo Zaragoza. Su flecha apuntaba a esta ciudad, en la que tenía cuentas pendientes, donde muchas veces había sido ovacionado con delirio y también perseguido.

El legendario jefe anarquista tenía cuarenta años. Había nacido en León, en 1896. A los veintiuno recorrió España de punta a cabo «en cruzada de agitación social». A los treinta, intervino en París en el frustrado atentado contra Alfonso XIII. Repetidamente en la cárcel y desterrado, el día de la sublevación dirigió el asalto a los cuarteles de Barcelona y luego el de las armerías y los cuartos de armas de los buques anclados en el puerto. Era un hombre a la vez duro y sentimental, con un instinto infalible para atraer a otros hombres duros y sentimentales. Siempre de cía: «El pasado no cuenta». Porque le pesaba demasiado en la cabeza. Tenía grandes planes para el porvenir, entre los que destacaba el de unir Portugal con España. «Ya estoy harto de que Portugal no sea España», era un sonsonete muy suyo, que pronunciaba pasándose la mano por la hirsuta mejilla. Cuando hubiera acabado con el fascismo, tal vez cruzara al frente de los suyos la frontera de Portugal.

Su columna era la mejor dotada de las tres, la única cuyo aspecto no denunciaba la improvisación. Buen número de vehículos blindados, cañones, morteros, ametralladoras, etc. Dos ambulancias a las órdenes del doctor Rosselló y de su ayudante, el doctor Vega. Caballos y muchos animales requisados al paso. Una banda de música, que tan pronto enardecía a los que encabezaban la comitiva como a los de atrás, a los llamados «farolillos rojos».

Durruti, de vez en cuando, se erguía en uno de los vehículos para controlar la marcha de la columna, advirtiendo que muchos hombres se le quedaban en el camino, sobre todo en los pueblos. Contaba con ello, de modo que ¡adelante! Las milicianas ponían Una nota de color, así como el capitán Culebra, llamado así porque llevaba en una cajita una culebra amaestrada, y un muchacho escuchimizado, apodado Arco Iris, porque continuamente aparecía disfrazado de cualquier cosa.

La facción era muy heterogénea ¡qué remedio! Mayoría CNT-FAI —los anarquistas de Barcelona, al mando del capitán Culebra; los de Gerona, al mando del capitán Porvenir—, dos centurias Comunistas, una de ellas de atletas extranjeros, y unos cuantos soldados e incluso algunos guardias civiles. Además, en un cruce de carreteras cerca de Osera, se les unieron los refuerzos salidos de Madrid, entre los que figuraba José Alvear, el primo de Ignacio, refuerzos que en el trayecto habían ido liberando muchos pueblos utilizando el ardid de penetrar en ellos al grito de «¡Viva la Virgen del Pilar!» La confusión entre los defensores —confusión y subsiguiente derrota— había sido cada vez enorme, de suerte que muchos de los milicianos madrileños suponían haber encontrado la piedra filosofal para la victoria.

Cada hombre ocupaba el puesto de su elección, pues Durruti, apenas salidos de Barcelona, mandó formar a todos los voluntarios dejándoles escoger el arma que mejor se adaptara a sus gustos o aptitudes. No forzó a nadie. «¡Voluntarios para Artillería, un paso al frente!» «¡Infantería, a la derecha!» «¡Transmisiones y Zapadores, a la izquierda!» Así hasta completar el rompecabezas. Durruti entendió que este sistema era el más racional, pues sabía por experiencia que cada soldado estaba sujeto a atracciones y repulsiones que podían hacer de él un hombre útil o una nulidad. El júbilo de los milicianos le dio la razón. «¡Gracias, Durruti!» «¡Gracias, jefazo!» «¡A mí dame un mortero que cante!» Personalmente, Durruti prefería la ametralladora. La ametralladora se adaptaba a su temperamento por sus reacciones espasmódicas y su modo de chascar. Los cañones tenían a su entender un defecto: no se sabía si aquello que a lo lejos saltaba hecho pedazos era el enemigo o un cacho de muro o de trinchera; en cambio, la ametralladora segaba cuerpos concretos.

La columna avanzaba sin apenas resistencia y su avance había sido precedido de leves incursiones aéreas sobre Zaragoza, en una de las cuales pareció que se había alcanzado el gasómetro, pues subió al cielo una gigantesca llama de fuego y de humo que cubrió el horizonte.

La preocupación de Durruti era hacer compatibles la libertad individual con la eficacia, dando un mentís a quienes, en la guerra y en la paz, proclamaban que el instinto era lo contrario de la inteligencia. Podría decirse que el hombre vivía, al igual que en Gerona el Responsable, su momento estelar. Siempre había soñado con aquello, desde que era niño. Siempre aspiró a ocupar una gran carretera española, bien pertrechado, con un objetivo delante y una masa idealista, cantando himnos, detrás.

En lo posible, y aconsejado por el comandante Pérez Farrás, procuró que el funcionamiento de determinados servicios clave quedase asegurado. De las transmisiones se encargó un francés que se hacía llamar Landrú, de oficio ignorado, pero que tendió una red telefónica perfecta. Un miliciano definió así al francés: «Sabe decir olio como nadie y puede pegarte una torta en cuatro idiomas». Los enlaces, elegidos sin excepción entre los anarquistas amigos de Durruti, fueron dotados de motocicletas y de poderosos cascos. Del camuflaje de hombres y material —una manía de Durruti— se encargó Arco Iris. Arco Iris había aprendido el arte del disfraz en la casa donde había trabajado por espacio de quince años, que se dedicaba a alquilar toda clase de prendas y trajes para compañías de teatro de aficionados, bailes de máscaras, desfiles, etc. Durruti lo sometió a prueba: en un abrir y cerrar de ojos, Arco Iris convirtió un tanque de gasolina en un pajar; un cañón, en un tronco de árbol; un hombre, en un arbolito dotado de movimiento. El servicio de Intendencia lo cedió a unos cuantos matarifes que se habían incorporado en Lérida, y Sanidad la dejó enteramente al cuidado del doctor Rosselló y de su ayudante doctor Vega. «Doctor, me responderá usted de todo lo perteneciente a Sanidad.»

Todo el mundo estaba contento, incluyendo al doctor Rosselló, al cual era la única persona a la que Durruti trataba de usted, tal vez porque lo primero que el doctor hacía cada mañana era afeitarse.

El doctor, probándose en presencia de Durruti unos guantes de cirujano, de origen inglés, le dijo al jefe anarquista: «Quédate tranquilo… y resérvate. No olvides que eres el jefe».

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