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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (30 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Aunque su momento culminante, casi triunfal, era el entreacto, es decir, cuando en la pantalla aparecía el monumental «Descanso». Entonces Cosme Vila lanzaba al aire los primeros majestuosos compases de
La Internacional
. En el acto, el público se ponía de pie y centenares de puños parecían amenazar las estrellas. Hasta que la concurrencia cantaba a coro el himno, si bien aplicándole un texto español que las radios y las octavillas habían hecho popular:

El día que el triunfo alcancemos

ni esclavos ni dueños habrá.

Los odios que el mundo envenenan

del mundo barridos serán.

El hombre del hombre es hermano,

derechos iguales tendrá.

La Tierra será el paraíso.

La Patria, la Humanidad.

* * *

Cada cual dio lo mejor que supo, porque el fascismo era la muerte. Sin embargo, había combatientes con imaginación y otros sin ella. Antonio Casal, cuya capacidad admirativa no hacía más que aumentar, pasó revista a los prohombres revolucionarios de la localidad y llegó a la conclusión de que el más imaginativo de todos era, con mucho, Julio García.

Tal vez tuviera razón. El policía llevaba siempre algo escondido en la sonrisa. Los actos en sí lo dejaban insatisfecho y deseaba siempre conocer sus consecuencias. En el período que la ciudad atravesaba, no sólo se mostró inteligente sino incluso gallardo, lo cual habría hecho las delicias de doña Amparo Campos, a no ser que a ésta le salió una rival.

En efecto, Julio García estimaba que la Opinión de la prensa extranjera, de los grandes periódicos, tenía mucha importancia, más que las desmelenadas crónicas que Gorki escribía desde el frente de Aragón. En virtud de esto, se constituyó en jefe de protocolo y en el acompañante de todos los periodistas que procedentes de Francia se apeaban en Gerona; y he aquí que uno de estos periodistas —el que presenció en el cementerio el fusilamiento del comandante Martínez de Soria y el de los dos oficiales— se llamaba Fanny, escribía para una red de periódicos de habla Inglesa y no parecía insensible al lenguaje irónico del policía.

Todo el mundo se dio cuenta de ello, pues Fanny era en verdad rutilante, y ante ella doña Amparo Campo no podía hacer sino ennegrecerse más y más los ojos y descubrir más y más sus brazos. Desde el primer momento la periodista encandiló a Julio, gracias, sobre todo, a su cabellera platinada, a su manera de decir «merci, Julio» y a los tres aros que llevaba en el anular, correspondientes a sus tres maridos.

Julio acompañó a Fanny, lo mismo que más tarde acompañaría a otros muchos corresponsales, a visitar la catedral, para que la mujer comprobara que el pueblo «respetaba las obras de arte»; luego la acompañó a la Dehesa, para que viera los árboles centenarios bajo los cuales los afiliados del Sindicato de la Construcción abombaban voluntariamente el pecho y decían: uno, dos, uno, dos; y la acompañó incluso al monasterio de Montserrat, también intacto, gracias al cuidado del Departamento de Cultura de la Generalidad. Lo malo de Fanny era que se mostraba insaciablemente curiosa… Claro que ¿seria, si no, periodista? Por fortuna, Julio se defendía con tino: «¡Fanny, por Dios…!» «Eso no… Las mujeres hermosas no preguntan según qué cosas…»

Julio demostró imaginación y, gracias a sus conocimientos de francés y de inglés, era realmente el único gerundense capaz de recibir a los periodistas. Fanny se dio cuenta de ello y le anunció la próxima llegada de varios amigos suyos corresponsales europeos, entre los que figuraban Raymond Bolen, belga, y una de las plumas más agresivas que ella conocía. «Por cierto —dijo Fanny— que Raymond en su última carta me anuncia que traerá consigo un vehículo con imprenta, donativo de la Comisión Internacional de Escritores a la Generalidad de Cataluña.» Julio sonrió. «¿Su cuarto marido?», preguntó. Fanny hizo un mohín y contestó: «
Peut étre
».

Este éxito de Julio, que nadie le discutió, llevaba séquito… En efecto, de improviso, la prensa de Barcelona asombró a tirios y troyanos con una auténtica bomba: La Generalidad había nombrado al policía gerundense agregado especial en las comisiones que se delegasen al extranjero, sobre todo a Francia e Inglaterra, para comprar armas, medicamentos y cuanto fuese necesario. ¡Don Carlos Ayestarán, el H… de la Logia Nordeste Ibérica, obsesionado por la higiene, se había mostrado determinante! Julio, al confirmar la noticia en el bar Neutral, en la Logia Ovidio y en la Jefatura de Policía, pareció pedir perdón. «Mi misión no será técnica, compréndanlo. Iré, simplemente, en calidad de policía.»

Antonio Casal se quedó estupefacto, Cosme Vila se pasó lentamente la mano por la calvicie y, por su parte, el Responsable, recordó a Porvenir y se encolerizó: «Conque Francia e Inglaterra, ¿eh?»

Julio García adivinó la animosidad y se enfrentó con cuantos dirigentes le acusaron de «huir de la quema», sobre todo Cosme Vila, quien afirmó que aquello era una paparruchada, puesto que las democracias occidentales no ayudarían nada, que sólo ayudaría Rusia.

El policía, al oír esto, sonrió y apeló al buen juicio y a la mundología de Fanny, quien se puso de su parte. Julio dijo que, de todas las determinaciones tomadas por los antifascistas de Gerona a raíz de la muerte de Porvenir, la suya era sin duda la más eficaz. «Como sabéis, creo más en la inteligencia que en el instinto.» Añadió que consideraba elogiable e incluso poético que el Comité se dedicara a militarizar la ciudad, a fundir manos y serpientes, a abrir las cartas del prójimo y a organizar sesiones cinematográficas; pero que, tal como andaban las cosas —lo ocurrido en el frente de Aragón era un botón de muestra— lo único válido era conseguir que la ayuda extranjera fuera decidida, importante. «Hay que comprar material en cantidades masivas. Se necesitan aviones, tanques… De lo contrario, los moros os sorprenderán aquí cantando
La Internacional
y cosiendo calzoncillos para los camareros que se van a Mallorca.»

Fanny asintió con energía.

—Perdonen ustedes… —dijo, con acento que a Julio le pareció adorable— pero el señor tiene razón… Si no consiguen estas ayudas,
voilá
!, todo lo perderán ustedes.

Doña Amparo Campo se enteró de esta intervención de la periodista inglesa y pataleó de rabia.

—¡Ya le enseñaré yo a no meterse donde no la llaman! —Ganó aliento y prosiguió—: Se lo enseñaré en español y en inglés…

Capítulo XII

Cuando Ignacio transmitió a su madre y a Pilar la invitación de mosén Francisco para que fueran a oír misa en el piso de las hermanas Campistol, las dos mujeres se emocionaron lo indecible. Carmen Elgazu decía a menudo que sin la misa no podía vivir. «No será tanto», socarroneaba Matías Alvear. El caso es que la madre de Ignacio, desde el 18 de julio, había hecho lo imposible para localizar algún sacerdote que celebrara clandestinamente el sacrificio del altar. No lo había conseguido. Tuvo que resignarse a captar de vez en cuando alguna misa radiada por las emisoras nacionales y con oír, los domingos, el oficio solemne que Radio Vaticano retransmitía, oficio que era escuchado con fervor por millares de familias de la zona «roja». A Matías no le gustaba arrodillarse delante de una radio, pero Carmen Elgazu le incitaba a ello con mirada entre enérgica y tierna, y el hombre no podía negarse.

La invitación de mosén Francisco le pareció a Matías una temeridad. «¡Vamos! Precisamente en aquel barrio… ¡En cada casa hay siete milicianos!» «Total, ¿qué? —replicó Carmen Elgazu—. También hay dos modistas, ¿no?»

Matías se opuso, pero terminó por ceder. ¡Cualquiera contrariaba a su mujer en una cosa así! Aunque, en realidad, no era precisamente la ceremonia de la misa lo que asustaba a Matías, sino lo que ella iba a traer consigo. No le cupo la menor duda de que poco a poco Carmen Elgazu se convertiría en sacristán de mosén Francisco, en su monaguillo, y que acabaría no sólo llevándole velas y pan de hostia sino confeccionando para él ¡como si lo viera! albas, cíngulos, manípulos y casullas.

Anda, cobardica, que no pasa nada, ¿me oyes?

Matías Alvear abrió el balcón para respirar aire fresco.

—Como quieras. Si os ocurre algo, encargaré una misa.

Carmen Elgazu y Pilar salieron, algo mejor ataviadas que de costumbre. No llevaban velo, pero sí, en el bolso, dos pañuelos blancos, limpísimos. Era domingo. Aquel día hacía un mes justo que César había muerto. El sol rebotaba en los pañuelos rojos de los milicianos, provocando en los cuellos de éstos pequeños incendios. Tres hombres-anuncio se paseaban con una pancarta que decía: «Hoy, tarde, gran baile en la Piscina». Carmen Elgazu y Pilar llevaban preparada una consigna para el caso de que alguna patrulla las separara y les preguntara de qué estaban hablando; hablaban del verano que pasaron en San Feliu de Guixols. «Tú me decías que tu bañador floreado no te sentaba bien, y yo te aseguraba que eran manías tuyas, que te favorecía mucho.»

Andaban despacio hacia el barrio de Pedret. Al pasar por la calle de la Barca, vieron a un niño que escribía en una pared: «Viva yo». Luego oyeron a un voceador de periódicos. Voceaba
El Proletario
gritando: «
¡Proletario!
¡Con las cartas de un canónigo a su querida!
¡Proletario!
…» Hacía una pequeña pausa y a continuación volvía a gritar: «
¡Proletario!
¡Con las cartas de un canónigo!» Carmen Elgazu pasó delante del muchacho con la cabeza baja y Pilar le advirtió: «Naturalidad, madre, no seas tonta».

Apenas empezaron a subir la escalera de las hermanas Campistol, Carmen Elgazu se santiguó: «¡Jesús, qué cosas!» Pilar, de un salto, se plantó ante la puerta y, pulsó el timbre. Carmen Elgazu dijo: «Lástima que los hombres no hayan venido».

Pronto se encontraron en el pasillo de los espejos y luego en la habitación del fondo, la que mosén Francisco había habilitado como capilla. Mosén Francisco se emocionó al ver a las dos mujeres y más todavía cuando se dio cuenta de que Carmen Elgazu se le acercaba con la intención de besarle la mano.

—¡Por Dios, mujer…!

—Nada, mosén Francisco… Que llevo más de un mes sin hacerlo. ¡Y ahora tú, Pilar!

Carmen Elgazu vio el altar preparado; sin embargo, le pidió al ex vicario que la confesara, para poder comulgar. Mosén Francisco aceptó. Se quedó a solas con Carmen Elgazu, el vicario sentado en una silla, en la penumbra, y Carmen Elgazu arrodillada a sus pies. Carmen Elgazu se confesó de poca conformidad a raíz de la muerte de César. «Es horrible, padre, pero no acierto a resignarme.» Luego se confesó de sentir odio, auténtico odio hacia una serie de personas. «Con sólo ver un miliciano le odio, padre, y no puedo impedirlo.» Mosén Francisco le impuso como penitencia que durante ocho días rezara tres veces al día: «Jesús, si es vuestra voluntad, estoy dispuesta a entregaros mis otros hijos».

Pilar fue también breve. A la muchacha le impresionó arrodillarse a los pies del sacerdote, sin confesonario, y que mosén Francisco hubiera casi cerrado los postigos. Se confesó de lo mismo: «Escasa resignación por la muerte de César y por la ausencia de Mateo, y odio hacia los “enemigos”.» Luego añadió: «Y un poco golosa, cuando los de casa no me ven». Mosén Francisco le impuso como penitencia tres padrenuestros y que un día a la semana procurara no satisfacer los caprichos del paladar.

Las hermanas Campistol se habían confesado recientemente, de modo que todo estaba preparado para que la misa comenzase.

El altar era una mesa cubierta por una toalla de Viático e iluminada por una palomita. Una copa de champaña haría de cáliz, un misal de mano haría de Misal, las hostias serían pedazos do pan, disponían de agua y de vino. ¡Alabado sea el Señor! Mosén Francisco, con su «mono» azul, sus profundas ojeras, mitad chiquillo, mitad pensador, avanzó hacia la mesa e inclinó la cabeza, ajeno a que los espejos repitieran hasta el infinito el cuadro que todos juntos componían.

Fue, tal vez, la misa que Carmen Elgazu recordaría mas tarde como la más emotiva de su existencia, más que la del día de su boda. Una de las hermanas Campistol se apostó de centinela en al pasillo, atenta al menor ruido en la escalera. La otra hermana había abierto la ventana para que el sol rebotara contra la nuca de mosén Francisco. Carmen Elgazu y Pilar, dulcemente cubiertas de blanco sus cabezas, se habían arrodillado entre la cama y el ropero, extrañadas de que aquello fuera altar, de que la palmatoria chisporrotease, de que el misal fuera el Misal y de la ausencia de monaguillo. Daban ganas de no rezar en latín, de clamar en la propia lengua: «Me acercaré al altar de Dios. Dios, que es mi gozo y mi alegría».

Mosén Francisco parecía ora cirio, ora antorcha, y cuando se golpeaba el pecho éste parecía retumbar. Las hermanas Campistol contestaban en voz bajísima al sacerdote, sin que Carmen Elgazu y Pilar pudieran acompañarlas por desconocer el texto latino de la Misa.

Pero no importaba. Carmen Elgazu rezaba mil plegarias a la vez, si bien echaba mucho de menos el rosario colgándole de los dedos. Cuando vio que el celebrante se corría a la izquierda y oyó la palabra «Epístola» pensó en San Pablo y le suplicó «¡Protégenos!» Cuando mosén Francisco se corrió a la derecha y pronunció la palabra «Evangelio», Carmen Elgazu pensó en Jesús y rezó: «Quiero amaros como Vos nos habéis amado». Cuando el sacerdote, sin la ayuda de nadie, se lavó las manos en una pequeña palangana, la esposa de Matías comprendió mejor que nunca que la misa era una herida.

Luego mosén Francisco ofreció el pan. Lo levantó mirando hacia lo alto. Era pan corriente y no de hostia, por lo que el «dánosle hoy» parecía más veraz. Acto seguido, el vicario ofreció el cáliz… ¡Santo Dios, no era cáliz, sino copa de cristal!; es decir, transparente… Los ojos de Carmen Elgazu quedaron prendidos en aquel encantamiento. Era la primera vez que la mujer veía por transparencia el vino del Ofertorio, el vino de la Consagración. El oro y la plata de los cálices eran hermosos, pero impenetrables; la humilde copa de champaña permitía participar directamente de aquel misterio sin par.

Mosén Francisco se volvió hacia las mujeres.

—«Rogad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro…»

Mosén Francisco abrió los brazos como midiendo con ellos su capacidad de amor. Carmen Elgazu, de vez en cuando, miraba a Pilar, para comprobar si ésta seguía atenta. Le dolían las rodillas, pero ¡qué importaba! Mucho más le dolieron a Jesús. De pronto —¿dónde estaban las campanillas?— «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos —¡de los Ejércitos!—, llenos están los Cielos y la tierra de tu gloria.» Mosén Francisco terminó este cántico y se hundió en un gran silencio. Sólo se oía a Dios y la gente que subía y bajaba la escalera.

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