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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (32 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Marta fue víctima de una crisis de desesperación. Golpeó el pecho de Ignacio, como si dentro de él se ocultara algún remedio. Luego estalló en un sollozo y juntó las manos como si rezara. Por último, poco a poco fue despegándose del muchacho hasta que, de pronto, se volvió y, sorteando una silla, echó a correr escalera arriba, en dirección a su cuarto.

Ignacio miró a Rosita, quien con la cabeza le indicó: «Síguela…» Y, súbitamente decidido, atacó la escalera y, guiándose por los sollozos de Marta, que resonaban en la casa, llegó al cuarto de la muchacha. Marta se había desplomado en el lecho. El sol entraba a chorros jugando a capricho con el empapelado de la pared, lleno de pájaros y flores.

Ignacio se sentó en la cama, al lado de la muchacha. «Marta, Marta.» El chico sintió que quería entrañablemente a aquel ser tendido boca abajo y que todo aquello era injusto. Era injusto el mundo y lo era el empapelado de la pared. Y era injusto que él tuviera avidez de fumar y que circularan tranvías pintados de rojo y negro, los colores de la FAI y de la Falange. ¿Y Manolín? El muchacho le había preguntado a su madre: «¿Por qué lo han matado?»

A intervalos, Ignacio pronunciaba frases de consuelo. Le dijo a Marta que no pasara pena por su madre, que él cuidaba de ella y que por lo pronto no corría peligro alguno. Le dijo que su padre se llevó consigo «aquella fotografía en que se te ve montada a caballo». Que sabían dónde estaba enterrado… Por fin, se calló. Esperó a que la muchacha agotara sus dosis de lágrimas y estuviera en condiciones de mirarlo y de hablar. Al cabo de mucho rato, Marta lo miró. Lo miró con gratitud, como siempre, vuelta la cara, que hasta entonces había tenido pegada a la almohada. Y le dijo:

—Ya sólo te tengo a ti…

Ignacio protestó:

—No digas eso, Marta. Tienes a tu madre y a José Luis.

—No, no. Sólo te tengo a ti.

* * *

Marta le suplicó a Ignacio que entornara los postigos. Permanecieron mucho rato casi en la oscuridad, ella tendida boca arriba en la cama, él sentado en una silla a su lado. A veces parecía que Marta se dormía, pero de pronto Ignacio sentía la mano de la muchacha buscando afanosamente la suya.

—¡Ignacio…! ¡Es tan fuerte todo esto, tan cruel!

Cuando alguien pasaba por la calle, su silueta se colaba en la habitación por la rendija de luz de la ventana.

Marta padeció varias crisis. En una de ellas hizo como que se reía y en otra se removió en el lecho, su respiración se agitó y en un tono que Ignacio no recordaba haberle oído nunca, le confesó que algo de sí misma la estaba asustando, que se encontraba por dentro llena de odio.

Ignacio se alarmó.

—Sé valiente, Marta… Desecha esos pensamientos… Por favor, haz lo que puedas…

—Hago lo que puedo. ¡Pero no puedo nada! Odio a esa gentuza, Ignacio…

—Cálmate, Marta, te lo ruego.

—Por más que hago, no consigo olvidar aquella cocina, ni a David y Olga… Ni a los milicianos que vi en la carretera. ¡Y desconfío de Julio García! Sí, Ignacio, me da miedo que custodie a mi madre, que conozca estas señas. Me da miedo…

Ignacio se inclinó hacia ella y la besó en la frente. No sabía qué hacer. Había sufrimientos al margen de las palabras. En la penumbra, la enjuta cara de la muchacha era espectral.

Ezequiel llegó a la hora del almuerzo, sin atreverse en esta ocasión a saludar con un título de película. La muchacha no quería de ningún modo bajar al comedor, pero Ezequiel e Ignacio la obligaron. Marta accedió. Pero antes se fue al lavabo y salió de él llevando las gafas oscuras.

Luego se sentó a la mesa con los demás y Rosita trajo en seguida la sopa caliente. El humo se fue directo a los ojos de Marta y ésta se levantó y dijo: «Perdonadme, no puedo…» Y se apartó de la mesa y se sentó en una silla lejos, en un rincón.

Todos respetaron su decisión y se colocaron de modo que nadie le diera la espalda. Fue un almuerzo breve y eterno. Los ruidos parecían tiros. Las palabras habían muerto y si de vez en cuando alguna vivía, parecía también espectral. A veces sonaba un himno en alguna radio vecina y entonces Ezequiel procuraba distraer la atención. Aquella familia conmovió a Ignacio. Eran tres seres que vivían pendientes de Marta, con amor. Un hombre de voz alcoholizada había sido fusilado en Gerona, y ello hacía que Manolín se levantara y, acercándose a Marta, le pusiera con unción el gato en la falda. Y que Rosita le dijera: «¿Una tortilla, quieres que te haga una tortilla?» Y que Ezequiel anduviera en su interior imaginando caricaturas del dolor, muchas caricaturas, sin que ninguna lo satisficiera.

Ignacio se sentía una vez más como derrotado. Cierto, nada le salió a derechas. Soñó para Marta con un valle tranquilo y, sobre todo, con librarla de aquella excesiva seriedad que a veces la hacía antipática, ¡y vino la guerra! Vino la guerra a justificar su actitud…

A los postres, le invadió al muchacho una paz inesperada. Ezequiel le recordó un poco a su padre, y cada vez que Rosita iba a la cocina llegaban al comedor sonidos idénticos a los que Carmen Elgazu provocaba en el piso de Gerona. A no ser por las noticias que él trajo… A no ser por la súbita orfandad…

Ignacio hubiera querido quedarse en aquel comedor. Le costaba admitir que estaba allí de visita. Normalmente, debía de ser hermoso permanecer en aquella casa, encerrarse con aquellos seres en aquel piso modesto y limpio, aislándose del exterior. Con un mecano cada vez más complicado en el cuarto de Manolín, con dos pinos gigantescos en el patio. Debía de ser hermoso entornar de vez en cuando los postigos y sentarse con el gato en la falda y fumar mientras Ezequiel contaba chascarrillos o profetizaba: «¡Antes del año 2000 el agua del mar podrá beberse!» ¿Por qué Gerona y el Responsable y el incesante hormigueo del cerebro?

Después del café, que fue lo único que Marta tomó, todo el mundo desapareció y de nuevo los dos muchachos se quedaron solos. Entonces Marta se acercó a Ignacio y le besó interminablemente la mano y la muñeca y luego se le echó al cuello y aplicó su mejilla en la mejilla del joven. Y de pronto, le dio un inesperado beso en los labios, sin fin… Ignacio notó estremecida la carne de la muchacha.

—Marta, Marta…

—Perdona lo que dije antes, Ignacio.

—¡No te apures! Comprendo lo que te ocurre. Te comprendo muy bien.

—Debería ser más valiente.

—¡Bueno! Yo tampoco estoy contento de mí.

—No digas eso.

—¿Por qué no? Debería… ser más eficaz. Resolvértelo todo.

—Haces lo que puedes.

Ignacio se mordió los labios.

—Puedo poco… No puedo nada.

* * *

Ignacio permaneció una hora más en la casa. Marta se durmió un buen cuarto de hora y el resto lo pasaron hablando. Marta se sintió consolada con la presencia del muchacho y con la ternura que a veces emanaba de éste, ternura que Carmen Elgazu se conocía al dedillo y que era una de las cosas de este mundo que más gozo le había proporcionado.

Marta no sabía imaginar la muerte. Se dio cuenta de ello cuando su hermano murió en Valladolid y ahora se reafirmaba en lo mismo. ¿Qué era la muerte? ¿De verdad el espíritu abandonaba el cuerpo? ¿Era que el espíritu podía cambiar de lugar, desplazarse? Así, pues, ¿tenía forma? ¿Dónde estaría ahora el espíritu que animó a su padre? ¿Por qué al pensar esto la gente miraba a las estrellas? ¿Lázaro resucitó de verdad? ¿Era que no había sido juzgado aún? ¿Así, pues, el juicio en el más allá no era inapelable?

—Ignacio, tengo miedo…

Ignacio imaginó al comandante, muerto. Ignacio, desde su visita al cementerio, podía imaginar la muerte con mucha mayor fidelidad que después de haber visto el cadáver de aquel compañero suyo de billar, hijo de don Pedro Oriol. Supuso que el comandante sonreía ahora en la fosa. Porque el comandante, en los momentos graves, se defendía de este modo, sonriendo. Era altivo y ahora estaría horizontal. Era bebedor y ahora podría beberse las malas acciones e incluso la eternidad. Los arcángeles le nombraron comandante de sus huestes gloriosas y al mando de ellas bajaría pronto a aquel cuarto absurdamente empapelado y devolverla a Marta el color del rostro, la tranquilidad del pulso, el deseo de vivir y de ganar aquella guerra…

—Marta, no tengas miedo. Yo estoy a tu lado. Y tu padre nos ve…

* * *

Ignacio salió a la calle a las cuatro de la tarde. El tren para Gerona no partía hasta las siete y media, de modo que hubiera podido permanecer al lado de Marta mucho rato todavía. Pero la tensión había acabado con sus nervios y sintió ganas de verse libre y respirar. Se despidió de Marta con un nuevo abrazo que humedeció los ojos de Rosita. Por su parte, Ezequiel lanzó uno de sus pronósticos: «Seréis felices, muchachos. ¡Como si lo viera! Seréis tan felices como Rosita y yo lo hemos sido…»

Ignacio, al encontrarse en la calle, echó a andar, a bajar por aquel barrio en dirección al centro. Sabía que tenía algo que hacer —llamar por teléfono a Ana María—, pero no pensaba en ello. No pensaba en nada. Había encendido un pitillo y el pitillo pensaba por él.

¡Barcelona bajo el signo de la revolución! No miraba las cosas, y sin embargo no se le escapaba detalle. Hubiera podido inventariar la ciudad. En una puerta leyó un papel: «Aquí vive un súbdito extranjero». En una esquina cavaban la tierra: construían un refugio antiaéreo. Ignacio seguía andando, de prisa o despacio, según le diera el sol o la sombra. Tenía el pelo largo y el calor le había relajado las ojeras. Vestía de azul marino y se le marcaban rodilleras en el pantalón.

Al pasar delante de una fuente, su máquina de pensar se puso en marcha y pensó en cosas inconexas: que tenía veinte años, que era un hombre, que en Barcelona había muchos perros, que los perros también morían, que Axelrod, el ruso, tenía el cutis sobado, que el aire era asfixiante, que los pies le dolían… ¿Por qué le dolían los pies? «Es difícil saber por qué las cosas duelen.» Unos pasos más y la sangre le hirvió. Y entonces empezaron a dolerle los árboles que al pasar acariciaba con la mano, la pesada hora de la siesta, un poco la lengua y además toda la suciedad y todo el temblor y todas las esperanzas de aquella urbe casi desconocida.

Subió a un tranvía y ello le espabiló. Bajaba hacia el centro. «Seréis felices, muchachos. ¡Como si lo viera!» El tranviario le cobró prima para devolverle calderilla. Era un hombre con cara de pájaro, que se parecía a Padrosa, del Banco. Ningún pasajero llevaba sombrero ni corbata. Ninguna mujer llevaba joyas ni zapatos de tacón alto. ¡Su indumentaria debía de llamar la atención! ¡Cuánta suciedad! «Todo ha de ser pueblo.» «El pueblo ha decretado la muerte de…» Se apeó, sin motivo, y entonces advirtió que el pitillo se le había apagado, que ya no pensaba por él.

Llegó a la plaza de Cataluña. Inmensas sábanas en las fachadas decían lo mismo que las pequeñas sábanas de Gerona. ¿Cómo estaría Ana María? ¡Cuánto tiempo había pasado! Penetró en las Ramblas, dirección Colón, y se sintió aturdido. Eran una colmena. Una multitud frenética caminaba remolcando los pies bajo los árboles y pisando óvalos de sol. ¿Y quiénes componían esa multitud? Hombres como Ezequiel, mujeres como Rosita y chicos con una Marta en algún lugar y un padre telegrafista y rodilleras en el pantalón. Las mujeres iban muy escotadas y los hombres sin afeitar. «Sí, hay algo soez y una complacencia en lo soez.» Y un enjambre de vendedores ambulantes. Todo se vendía, excepto el corazón. Desde insignias —¿de qué Sindicato, de qué idea redentora?— hasta matasuegras y preservativos y tajadas de sandía y melón.

Ignacio se paró en los quioscos de libros y periódicos. Los titulares de éstos decían: «¡Oviedo, a punto de caer!» «¡Huesca, al alcance de las fuerzas de Ascaso!» Postales de prohombres de todas las revoluciones. De prohombres rusos, húngaros, checos, franceses… ¡Caricaturas de la Pasionaria, de Margarita Nelken, de García-Oliver, de Durruti! Tres locales contiguos de espectáculos anunciaban
Las mujeres, Las tocas, Qué más da
, títulos que leídos consecutivamente formaban una sola frase. Milicianas del Socorro Rojo ofrecían folletos de todas clases, desde la manera de guarecerse de la metralla en caso de bombardeo, hasta la consigna pedagógica: «Para ser libres por dentro, el maestro tiene que matar al cura». Ignacio se dijo: «Mejor será que entre en un bar y llame ya por teléfono a Ana María».

Siguió bajando. Los limpiabotas hacían lo que en Gerona: a falta de zapatos abrillantaban polainas y correajes. En las puertas de las casas no se veía una sola placa que dijese «abogado», o «médico» o «compra-venta de fincas». Éstos y otros títulos similares levantaban, sin más, graves sospechas. En el Liceo, requisado por la Generalidad, se anunciaba la actuación del tenor Lázaro. Y allí empezaba el reino de los fotógrafos ambulantes. Ignacio pensó en Ezequiel. Los milicianos acudían a ellos como subyugados. No se trataba de fotografías para carnet, sino de fotografías para el recuerdo. Querían perpetuar las últimas imágenes de retaguardia o sus primeras horas de esplendor. Adoptaban posturas marciales o se agachaban como los equipos de fútbol. Algunos levantaban un dedo o el puño cerrado para que los viera no sólo el fotógrafo, sino también la revolución.

Ignacio llegó a la altura de la calle Fernando, donde vivía Ana María. Se disponía a telefonear cuando se produjo entre el gentío un movimiento sísmico. Los transeúntes se abrieron en dos mitades para dejar paso a alguien que se disponía a desfilar. Pero era lo curioso que no se oía ni banda de música ni gritos. Algo se acercaba, silencioso y solemne. ¡Acaso un loco solitario, de larga barba, pidiendo la paz!

Ignacio se abrió paso y se colocó en primera fila. Eran mujeres con mono azul y gorro ladeado. Llevaban pancartas y pañuelos en el cuello. Avanzaban por pelotones y cada pelotón representaba una idea. «Derechos de las mujeres antifascistas.» «Lealtad a los nuevos principios.» «Dadoras de sangre.» «Amor libre.» «Consejos para abortar.» «Viva el proletariado universal.»

Imprevisible reacción… Muchos mirones se rieron. Algunos milicianos se dejaron retratar y se juerguearon de lo lindo con el pelotón del «Amor libre». «¡Chatas! —gritaron—. ¡Como no lo exijáis obligatorio!»

Las mujeres no se reían. No se sabía por qué. Pasaban serias, se dirigían al nuevo mundo que estaban forjando y al hacerlo se cruzaron con los vendedores de insignias. Ignacio no se movió. A Ignacio las mujeres le habían inspirado siempre un hondo respeto imprecisable. En cierta ocasión habló de ello con Olga, y la maestra aludió al complejo de Edipo, a la castidad excesiva, ¡qué sé yo! Ignacio ahora no sabía. Miraba a aquellas mujeres y sentía por ellas una pena honda. Le inspiraban tanta pena como el tranviario con cara de pájaro. Pensó en Carmen Elgazu, ¡por supuesto!, en Pilar, en Marta, en la madre de Marta. «Confío en ti…» Pensó en Rosita: «Seréis felices…», y en Ana María. «Dadoras de sangre.» Pensó en Dimas y en que su propia sangre seguía hirviendo. ¿Por qué aquellas mujeres —«las tocas, ¡qué más da!»— paseaban el amor con pancartas por las Ramblas, entre fusiles y caricaturas de la Pasionaria? El amor no era libre nunca. El amor era un gozo y una tortura, un estímulo y una fatiga, era la ley. Aquellas mujeres obrarían cuerdamente regresando a su hogar, si es que tenían hogar, y esperando en él a que un hombre en mangas de camisa se les acercara con violentísima timidez.

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