Un millón de muertos (78 page)

Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
6.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Don Carlos.

Don Carlos se levantó, atento como siempre.

—¡Bueno! No se preocupe. Ha sido… otra
boutade
. —El jefe de Sanidad se acercó al policía y le puso la mano en el hombro—. Ya sabe que su recomendado está en Madrid, ¿verdad? Se fue con mi sobrino. Un buen muchacho.

Capítulo XXXIV

Carmen Elgazu seguía atenta a cuanto de uno u otro modo afectase a su hogar. Ahora le había llegado el turno a la desinfección. El Verano traía consigo un enjambre de moscas, de parásitos, sobre todo en un piso como aquél, que colgaba sobre el río. De ahí el consumo de zotal. Regaba con zotal todas las habitaciones, una por una, y las iba cerrando luego lo más herméticamente posible. Si Matías regresaba antes de lo previsto y abría una de estas habitaciones, se quedaba parado en el umbral y cerraba los ojos con expresión irónica.

—¡Vaya! Desinfección
habemus
.

—Tendrás que aguantarte —le decía Carmen Elgazu—. Y como la cosa siga así…

—¿Qué quieres decir?

—Que come siga faltando la comida, habrá una invasión de ratas. —Y señaló el río.

La comida empezaba a ser el principal motivo de preocupación y si los Alvear, en virtud del puesto que Pilar consiguió en Abastos, disfrutaban de vez en cuando de alguna ventajilla, el Socorro Blanco, la incesante ayuda que las hermanas Rosselló reclamaban para los presos y enfermos, la reducía a cero. Matías y Carmen Elgazu seguían saliendo lo menos una vez por semana a buscar víveres por los pueblos de la provincia, siempre utilizando ingeniosas tretas para burlar la vigilancia, como por ejemplo una faja elástica de goma que Carmen Elgazu se confeccionó ella misma y que Matías llamó faja-despensa; pero las dificultades aumentaban. Además, Ignacio estaba en Madrid, esperando… Matías le había mentido a su mujer diciéndole que en los hospitales no podía faltar nada —«¡lo que me extraña es que no nos mande él jamón y churros!»—, pero a escondidas le enviaba a su hijo paquetes e incluso giros, el último de cien pesetas. Y por añadidura, desde la pérdida de Bilbao, Gerona había recibido un alud de refugiados vascos, cuyas boinas habían conmovido a Carmen Elgazu, sobre todo las de unos pequeños que habían sido instalados en unas cuadras próximas a la Dehesa. La mujer iba preguntando a dichos refugiados si conocían a su madre, la «abuela» Mati, pero nadie sabía darle razón de ella, y tampoco recibían ninguna carta. Una maestra que acompañaba a los chicos le dijo a Carmen Elgazu que en la zona «nacional» la comida era abundante y que las tropas en el frente hacían filigranas, como por ejemplo, a base de patatas, especias y chorizo, darle al rancho los dos colores de la bandera nacional.

Exceptuada la comida, Gerona había iniciado una etapa de aparente normalidad… Después de la batalla de Brunete sobrevino un período de calma, cuyas horas debían pasarse un poco en sueños, reservando las fuerzas para lo que, ineluctablemente, ocurriría un día u otro. Los Alvear vivían pendientes del parte de guerra, del correo de Madrid —de pronto, Ignacio había dejado de escribir—, del correo de Francia. Matías tenia la convicción de que los «rojos» habían perdido la guerra y únicamente le desconcertaba el tono con que a veces Julio García le decía en el Neutral: «También en cierta ocasión yo creí que iba a ser padre, y ya ves».

Matías se había decidido a reanudar sus partidas de dominó en el Neutral, pero exclusivamente con Jaime y con un par de vejetes de los que se rumoreaba que eran coroneles retirados. Oficialmente, el café se había terminado en todas partes, siendo sustituido por malta o por infusiones de soja tostada; no obstante, en el Neutral lo hubo siempre para Matías y Jaime, quienes únicamente llevaban consigo un par de terrones de azúcar, cuyo fino envoltorio destruían con los dedos disimuladamente. Matías reanudó incluso sus inofensivas bromas —y sus silbidos inaudibles— al paso de alguna mujer de buen ver. «Con lo escasa que anda la ropa se han vuelto generosas —le decía a Jaime—. A mí, querido Jaime, deme usted el verano.» Extraña sacudida experimentaba Matías cuando una de las mujeres que aparecía bajo los porches de la Rambla era su hija Pilar. Pilar llevaba suelta y esplendorosa la juventud de su cuerpo y Matías se temía que a su paso silbara Jaime también por dentro.

Por supuesto, Pilar se había dado cuenta de la armonía adquirida por su desarrollo. Y por si fuese a olvidarlo, cuidaban de recordárselo insistente y repugnantemente un par de muchachos aragoneses, heridos, que convalecían en el Hospital de Gerona, así como un aviador de buena facha del que se decía que había hecho los cursillos de piloto en Rusia. Los dos aragoneses se pasaban media tarde sentados en la Rambla esperando a que Pilar apareciese; y en cuanto al piloto, se empeñaba en invitarla al baile que todos los sábados y domingos había empezado a celebrarse en lo que fue Ateneo. Pilar se había negado en todos los tonos, hasta que el aviador le dijo un día: «Ya comprendo, eres fascista y te doy asco». Pilar no contestó y salió corriendo, asustada.

En cuanto a Carmen Elgazu, sufría más que su marido y más que Pilar. No conseguía adaptarse a la subversión de costumbres, costándole trabajo imaginar que algún día todo volvería a su cauce. Se daba cuenta de la docilidad con que muchas personas iban acostumbrándose a hechos que en los primeros días de la guerra consideraban horribles. Ya nadie hacía caso de que los templos fuesen almacenes. Nadie lloraba ya al paso de un entierro sin sacerdotes, y lo que hubiera sorprendido al abrir el periódico habría sido encontrar las antiguas esquelas mortuorias, las esquelas con cruz. En los escaparates había aparecido el folleto de Gorki
Milagrito en Lourdes
y nadie se escandalizaba por ello. Era la teoría de Matías: «Si el resentido Azaña no hubiese tenido tanta prisa, en diez años hubiera implantado en España, sin oposición seria, la escuela laica, el divorcio y todo lo que se le hubiese apetecido».

Las últimas subversiones que mayormente habían herido a Carmen Elgazu eran tres. La primera, la controversia que sostuvieron
El Proletario
y
El Demócrata
relativa a lo que el catedrático Morales llamó «el problema sexual de los muchachos internos». Concretamente se refirieron a los del Asilo Durán, situado entre bosques en el límite de la provincia de Gerona. El catedrático Morales propuso llanamente que cada semana fueran llevadas al Asilo unas cuantas mujeres. «Se trata de una medida higiénica normal, como la ducha o como el paseo de los jueves.» David y Olga, con su autoridad pedagógica, se opusieron a ello y ganaron la partida, por lo que Julio García, al regreso de La Bajol, donde por fin consiguió visitar las minas de talco convertidas en inmensa caja de caudales, le dijo a la Andaluza: «Lo siento por ti, guapetona. Cada semana te hubieras llevado un buen pellizco».

La segunda transgresión del código de Carmen Elgazu se produjo a la llegada a Barcelona del sabio soviético Lyrie. ¡Parto sin dolor! El profesor Lyrie no sólo se proponía defender en Barcelona dicha tesis en disertaciones y charlas por la radio, sino que anunciaba «demostraciones experimentales» en los hospitales y Casa de Maternidad.

—¿Te das cuenta, Matías? ¿Cómo querer a los hijos si se los tiene sin sufrir? Esto es un sacrilegio… Es antinatural. Los hijos hay que tenerlos como Dios manda.

Matías no sabía qué contestar. Dudaba. En el fondo, las teorías del profesor ruso le parecían muy bien; pero la convicción con que Carmen Elgazu hablaba, le hacía vacilar.

—De todos modos —decía—, recuerda que cuando Pilar sufriste demasiado…

—¿Y eso qué importa? Tanto mejor.

—Pero las mujeres que…

—Si hay peligro, conforme. Pero si no, esto clama a Dios.

Se abstenían de tratar el tema delante de Pilar. «Todavía es una niña.» Pero Filar seguía con más interés que ellos aquella cuestión y le había dicho a Nuri: «Lo único que me gusta de los rusos es esto: el parto sin dolor». También había votado en favor de la teoría la estéril doña Amparo Campo, con la que Carmen Elgazu sostuvo una fuerte discusión: «Amparo, permita que le diga que usted no puede comprender esto, porque no ha tenido hijos».

La tercera subversión que laceró a Carmen Elgazu fue la producida por un ciclo de tres conferencias que dio, en la que fue iglesia parroquial del Carmen, la ex ministro de Sanidad y comadrona Federica Montseny, la cual se había negado en redondo a asistir a las demostraciones del comunista Lyrie. La anarquista Federica Montseny eligió a propósito una iglesia porque iba a enfrentarse precisamente con las supersticiones de la religión. Al llegar a Gerona le había dicho al Responsable, que acudió a recibirla, que los anarquistas debían interpretar los misterios de la creación con sentido realista y no tragándose metáforas y símbolos. El Responsable sonrió, displicente. «Hablas con un convencido.»

Los milicianos hubieran preferido que la popular ex ministro les hablase de la guerra; con todo, la iglesia se abarrotó, y la comadrona, instalada en el púlpito, que había quedado colgando intacto, fue una ametralladora situando hechos naturales donde la Biblia situaba milagros. En su opinión, el maná en el desierto, cuando la huida del pueblo judío —por cierto que los batallones judíos que luchaban en Madrid se comportaban heroicamente—, no fue, y no era, otra cosa que las gotitas cristalinas que se formaban en unos arbustos del Sinaí, llamados «tamariscos», parecidos a las acacias, gotitas cuyo sabor era dulzón y recordaba el de la miel. Asimismo, las plagas de Egipto no fueron más que fenómenos naturales, como la lluvia o el frío, «que se dan en aquel país, incluso en nuestros días, como la plaga de los
mosquitos
, que penetran en los ojos, en la nariz y en las orejas, produciendo terribles dolores, o la plaga de las tinieblas, que no fue otra cosa que el viento conocido por “simún”, que levanta la arena, ocultando la luz del sol». ¿Y qué decir del Diluvio, sino que se trataba de un chiste? Porque ¿cómo cupieron en una arca no más grande que aquella iglesia un macho y una hembra de cada especie animal conocida? ¿Y el cuento de la ballena? ¿Y las palabras del Credo, asentado a la diestra del «Padre»? Así, pues, ¿el Hijo de Dios estaba sentado? ¿Dónde? ¿En un trono? ¿Había sillas en el Cielo? ¿Es que el Todopoderoso se cansaba estando de pie? Federica Montseny mantuvo en vilo al fervoroso auditorio, auditorio que al comienzo de cada lección guardaba silencio, pero que a medida que el orador avanzaba prorrumpía en grandes carcajadas.

Carmen Elgazu estaba horrorizada. Claro, ella no era quién para rebatir tales argumentos, pero estaba segura de que para todos y cada uno había una réplica adecuada. «Si estuviera aquí mosén Alberto y pudiera contestar a esa desvergonzada, veríamos si el maná era maná o eran tamariscos.»

* * *

Y con todo, estaba escrito que la visita destinada a conmover más que ninguna otra, no sólo a Carmen Elgazu sino a la población entera gerundense, iba a ser la que el día 10 de agosto efectuaron a la ciudad unos hombres completamente ajenos al Asilo Durán y a sus problemas, al profesor Lyrie y a su gimnasia respiratoria, a Federica Montseny y a los animales del Arca de Noé.

¿De dónde eran esos hombres? De Italia. Nacidos casi todos en la Italia nórdica, región, según Berti, «parecida al país vasco y en la que se estaba desarrollando una importante revolución industrial».

¿Cuál era su aspecto? Imposible saberlo. Llevaban la cara oculta y pasaron por la ciudad como rayos.

¿Cómo se llamaban? A juzgar por su capacidad agresiva, debían de llamarse Lucifer.

¿Quién les daría la orden
Id a Gerona y matad
? Probablemente, su jefe, que también debía de ser italiano.

El día 10 de agosto, a media tarde, Gerona sufrió el primer bombardeo aéreo. La conmovedora visita fue ésta, la que efectuaron unos cuantos pilotos extranjeros, procedentes de la base de Mallorca. A lo primero sonaron las sirenas, instaladas estratégicamente en la ciudad, y acto seguido colgáronse en el cielo los impactos algodonosos de la batería antiaérea de Montjuich. Dichos impactos rozaron, sin tocarlos, primero tres aviones de caza y luego seis —¿seis, o un millar?— de bombardeo. Los objetivos de éstos eran, al parecer, la fábrica Soler, las fundiciones de los Costa y el puente ferroviario.

Enloquecidos, los gerundenses abandonaron en masa sus quehaceres y se precipitaron a los refugios, con la excepción de los inválidos y de algún que otro «fascista» que prefirió subir a la azotea para saludar de cerca a los «suyos».

La alarma sorprendió a Carmen Elgazu sola en el piso, planchando un camisón de Pilar. «¡Dios mío!», clamó, al tiempo que desenchufaba la plancha y se lanzaba escalera abajo, componiéndose el moño, para cruzar luego la Rambla y refugiarse en las bodegas del Neutral, como estaba ordenado. A Pilar la sorprendió en Abastos, rellenando cartillas. Empujada por su amiga Asunción, bajo también a los sótanos, completamente oscuros, pero que de pronto se iluminaron de modo grotesco gracias a una linterna de mano que proyectó la Torre de Babel. En cuanto a Matías, la alarma lo pilló cerca de Telégrafos y bajó corriendo al urinario público que había enfrente del Teatro Arbéniz; urinario que en un santiamén se llenó de tal suerte que el padre de Ignacio quedó aplastado contra la pared del fondo, contra las losetas blancas y húmedas.

Los aviadores italianos, que sin duda llevaban un croquis perfecto de la ciudad, apenas si permanecieron en el cielo de Gerona dos minutos. ¡Dos minutos! Y se hablaría de ello durante años. El sistema natural de ecos propagó el estruendo hasta quién sabe dónde. Una bomba cayó en la sección de embalaje de la fábrica Soler, matando a unas cuantas obreras. Las fundiciones Costa no fueron rozadas y tampoco el puente del ferrocarril; en cambio, fue alcanzada una fábrica de muebles, buen número de viviendas y la onda expansiva se llevó en volandas, lo menos cien metros, un carrito de helados llamado «El mejor de los mejores». También se desmoronó el taller marmolista de Bernard, cuyas lápidas mortuorias, a medio labrar y dispersas aquí y allá, habían de impresionar luego a los transeúntes. «Tus hermanos no te olv…» «Descansa en p…» Las familias procuraron reagruparse de nuevo.

Matías corrió como alocado hacia la Rambla, lo mismo que Pilar, y ambos vieron desde lejos a Carmen Elgazu en el balcón, mirando a un lado y a otro. Matías y Pilar coincidieron en la escalera y poco después los tres se abrazaban en el comedor, embargados por la emoción y el espanto.

¡Dos minutos! En total, diecisiete muertos y una treintena de heridos. Entre los heridos, dos niños refugiados de Málaga. Entre los muertos, uno de los técnicos rusos cedidos a la ciudad por Axelrod.

Other books

Destroy Me by Tahereh Mafi
Sunshine by Wenner, Natalie
Intrusion: A Novel by Mary McCluskey
Guarding His Obsession by Riley, Alexa
Story of the Eye by Georges Bataille