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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz (11 page)

BOOK: Un mundo feliz
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Orgía-Porfía, Ford y diversión,

besad a las chicas y hacedlas Uno.

Los chicos a la una con las chicas en paz;

la Orgía-Porfía libertad os da.

«Orgía-Porfía…» Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. «Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno…» Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. «Orgía-Porfía…» En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con pies y manos. «Orgía-Porfía…» Después el círculo osciló, se rompió y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban —en círculos concéntricos— la mesa y sus sillas planetarias. «Orgía-Porfía…» Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o prona.

Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.

—Fue maravilloso, ¿verdad? —dijo Fifi Bradlaugh—. ¿Verdad que fue maravilloso?

Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.

—¿No te pareció maravilloso? —insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.

—¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! —mintió Bernard.

Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.

—Maravilloso de verdad —repitió.

Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.

Capítulo VI
1

Raro, raro, raro. Éste era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo México, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allí con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard…

«Le pusieron alcohol en el sucedáneo». Ésta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente sobre su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

—Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente en su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo —agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.

Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.

—Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó Lenina, un tanto asombrada.

Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.

—Sólo contigo, Lenina.

—Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

Bernard se sonrojó y desvió la mirada.

—Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.

—¿Hablar? Pero ¿de qué?

¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

—Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.

Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo.

—Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.

Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.

—Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.

—¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.

Lenina se encogió de hombros.

—Siempre es mejor un gramo que un terno —concluyó con dignidad.

Y se tomó el helado.

Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsora y en permanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.

—Mira —le ordenó Bernard.

—Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio enseguida.

Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.

—… el cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas—, el tiempo es siempre…

Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.

—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.

—Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.

—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si… —vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?

Pero Lenina estaba llorando.

—Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones…

—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. «Hasta los Epsilones son útiles». Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!

Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.

—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes decir esto?

—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?

—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.

—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?

—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.

Bernard rió.

—Sí, «hoy día todo el mundo el feliz». Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.

—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después, volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.

—¿No te gusta estar conmigo?

—Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.

—Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con sólo el mar y la luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?

—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión—. Nada. —Y prosiguió en otro tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.

Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.

Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.

Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.

—De acuerdo —dijo—; regresemos.

Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice propulsora. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.

—¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.

Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.

«Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto».

Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.

—Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—. ¿Te divertiste ayer?

Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.

—Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.

—Muchísimo.

Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. «Como carne», pensaba.

Lenina lo miró con cierta ansiedad.

—Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?

Bernard negó con la cabeza. «Exactamente igual que carne».

—¿Me encuentras al punto?

Otra afirmación muda de Bernard.

—¿En todos los aspectos?

—Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.

Y para sus adentros: «Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No le importa ser como la carne».

Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.

—Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.

—¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra?

—Yo no quería que acabáramos acostándonos —especificó Bernard.

Lenina se mostró asombrada.

—Quiero decir, no en seguida, no el primer día.

—Pero, entonces, ¿qué…?

Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: «… probar el efecto que produce detener los propios impulsos», le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.

—«No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy» —dijo Lenina gravemente.

—Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.

—Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente —citó Lenina.

—Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?

—¡Bernard!

Pero Bernard no parecía avergonzado.

—Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —prosiguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.

—Nuestro Ford amaba a los niños.

Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:

—El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un adulto en todo momento.

—Lo comprendo.

El tono de Lenina era firme.

—Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de obrar como adultos, y esperar.

—Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?

—¡Oh, si, divertidísimo! —contestó Bernard.

Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.

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