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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz (14 page)

BOOK: Un mundo feliz
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De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

—¡Oh, basta, basta! —imploró.

Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

Lenina todavía sollozaba.

—¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre! —Se estremeció—. ¡Y no tener ni un gramo de soma!

En la habitación interior se oyeron unos pasos.

El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.

—Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

—Pero, ¿quién demonios…? —empezó Bernard, asombrado.

El joven suspiró y meneó la cabeza.

—El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?

Y en su voz temblaba la emoción.

—Un gramo es mejor que un terno —dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de soma!

—Yo debía estar allí —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.

Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.

—¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?

Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

—Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto—, para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!

Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.

Lenina le sonreía: «¡Qué chico tan guapo! —pensaba—. Tiene un cuerpo realmente hermoso». La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.

Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.

¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)— eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.

—Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.

Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, «Thomas» era el nombre de pila del DIC). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.

—Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—. En Malpaís.

Y movió la cabeza.

¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!

Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.

—¡Linda! —llamó el muchacho.

Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:

—¡Voy!

Esperaron. En el suelo se veían unas escudillas que contenían los restos de un ágape, o acaso de varios.

La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban… Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello…! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas… ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)… y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.

Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.

—¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de nuevo se echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio. —La sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.

Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

—Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y luego un baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en cambio…

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

—¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. «Civilización es Esterilización», solía decirles yo. Y «Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos», como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. «A más remiendos, menos dinero». ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

—Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces había contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores—. Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible. No, no puedo contártelo. —Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos… como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre… Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, a John parece habérsele contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarle un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo… bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Qué puedes contestar?

Capítulo VIII

Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.

—Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir… Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad… —Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.

—¿Que te explique qué?

—Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.

—Pero, ¿qué puedo decir yo?

—Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.

—Desde tan atrás como pueda recordar… —John frunció el ceño.

Siguió un largo silencio.

John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.

—Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!

John le preguntó qué quería decir «salvajes». Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.

Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños —recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: «¡Oh, no, no, no!».

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